viernes, 20 de junio de 2008

Solipsismo (Analepsia CXXXVIII)



















Adelaida miró hacia arriba y no encontró nada. Sólo continuaba escuchando aquellos desconcertantes murmullos que provocaran su súbito sobresalto, los cuales iban apagándose gradualmente, cada vez manifiestos con menor intensidad y con mayores intervalos de silencio entre ellos, pero efectivamente provenientes de las vastas planicies que componían el delicado trazado de su techo. Un campo blanco cimentado sobre los planos paralelos del cielo, liso y llano como la mente de un disciplinado asceta, como la tersa piel de un niño caucásico. De pronto todo indicio de sonoridad cesó por completo. El hace unos minutos ruidoso tapanco permaneció en calma absoluta durante aquel extraño pero innegable lapso de tiempo. Fue tal el mutismo generado a partir de ese momento, que era completamente posible escuchar a las cornejas entonar sus canciones en los huertos exteriores, y a los perritos de la señora Hilda ladrar con desenfado, a dos acres de distancia.

La espigada y aturdida rubia, en la medida en que iba recuperando poco a poco el concierto, analizaba en su pensamiento, con rigor matemático, todas las posibles causas que pudieron haber provocado tal ajetreo en la parte superior de su casa. Pudo haber sido algún gato enfurecido que se colara accidentalmente dentro de su ático: era lo más probable. Otra fuerte posibilidad radicaría en algún tipo de travesura lucubrada por los vecinos infantes que a veces merodean los jardines de su amplia mansión, numerosos chiquillos que sus madres no han podido domesticar del todo con éxito. Y quizás la más remota de las hipótesis estaría representada por el hecho de haber generado todo ese alboroto al interior de su cabeza, de haber compuesto ella misma la cacofonía entera, de manera espontánea y con resonancias dignas de cualquier escenario vanguardista, sin otros instrumentos ni partituras que los de su imaginación. Pero esos bordes están muy cercanos a las murallas de la locura ¡Ni Dios lo mande! ¡Mira que generar todo ese ruido, de tesitura tan realista, mediante el eco permanente de su intelecto! ¡No hay manera! Esta cadena especulativa sólo podía detenerse investigando que ocurrió efectivamente en aquel uranio territorio de su morada: subir al ático aparecía como la mejor opción para descartar cualquier tipo de insaneidad mental.

Hacía ya dos meses que había dejado los medicamentos más fuertes y las inyecciones, y había gozado incluso de aproximadamente un mes y medio de estabilidad emocional y funcionamiento normal de sus capacidades cognitivas desde su “accidente” en la tina de baño. Una recaída sonaba implausible, más aún dentro del marco de la visita permanente de su Tío Heberto, anhelo dulce hecho realidad que bañaba de miel sus días de mañana y de tarde, canciones privadas cantadas al oído que le engalanaban las comidas y los desayunos: nadie como él para cuidar de ella, nadie más devoto de su condición, nadie más cuidadoso del estado de su querida sobrina.

Sin embargo, las cartas estaban sobre la mesa: asomó de golpe y con valentía enternecedora su bello rostro por la entrada del tapanco, y lo único que pudo vislumbrar con la ayuda de la titilante llama del quinqué, fueron un par de baúles polvosos y algunos bultos amorfos cubiertos por un par de opacas mantas, montañas artificiales que parecían no haberse movido desde hace años. Ni un rasguño, ni una huella de desorden ni de destrucción al interior de la callada obscuridad. Después de cerrar el acceso al ático, Adelaida se dirigió de inmediato hacia su sofá, se quitó sus finas zapatillas carmesí y permaneció, en estado meditativo, por unos minutos.

Sudor frío rodó por sus ruborizadas mejillas. Un fuerte presentimiento de angustia invadió todo su cuerpo. Sus músculos se tensaron y sus nervios comenzaron a salir de su funcionamiento normal. No podía ser cierto. Regresaban las alucinaciones, los fantasmas. Aquellos males que ni espiritistas ni neurólogos habían podido curar estaban de vuelta, después de unas pacíficas y algo prolongadas vacaciones. Canceladas todas las posibilidades de causas externas por las cuales esos terribles sonidos emergían de lugares de la casa aparentemente vacíos, sólo podía ser objeto de una realidad interna: su mente le jugaba trucos, y hacía trampa con sus sentidos y sus pensamientos.

El verdadero mal era ella. Mil veces su tío le había dicho: “Estás bien”, “No temas”, “Vas a recuperarte pronto”… ahora todo eso no parecía más que vanas mentiras. Le dolía el estómago. Nunca tuvo tantas náuseas. Una fuerte tensión se apoderaba de su pecho y de la parte trasera de su cuello, justo en la base del cráneo, haciéndolo tronar fuertemente, como una bisagra oxidada, como un mueble de madera que se contrae en las noches más frías. Y de nuevo, más ruidos extraños, esta vez menos intensos pero más intimidantes, emergían del clóset de puertas corredizas, a unos cuantos pasos de distancia de ella. Asustada de sí misma, buscó a auxilio al teléfono. En su cabeza, además de los sonidos, no había otra imagen reconocible más que la del noble Heberto: su amorosa gabardina, su par de mocasines sepia y su gracioso bigote despeinado.

Marcó el número. Los sonidos se intensificaron. Soltó el auricular con terror nervioso. Corría como loca por la casa de un lado a otro, dando gritos epilépticos, al mismo tiempo que las visiones se multiplicaban. No sólo eran ruidos ya, sino un séquito de marañas imaginarias y formas irreconocibles que sobrevolaban por su cabeza, que salían de entre las cortinas y que se escondían bajo las alfombras. Demonios de todas las tesituras y de todas las mitologías retajaban aquelarres magníficos en la sala de su casa. Rugidos de almas profundas, con roncos propósitos, empujaban su frágil efigie de un lado a otro, golpeándola ahora con la lámpara, ahora con la mesa. Era increíble cómo de manera francamente abrupta, casi sin ningún tipo de gradación, todo este espectáculo explotó dentro de sí. Súbita liberación de los presos del Reino de Hell, descuidada opertura del recipiente de Pandora.

En algún momento de la tarde, abrió la puerta frontal de su casa y salió de ella. Dio algunos pasos, tambaleándose como ebria, gritando como histérica, arrancándose cabellos con sus manos. Habían sonado las siete trompetas, los siete sellos habían sido rotos. Era hora, tanto para los cristianos como para los árabes y los judíos, de rezar al Creador, de rogar por sus almas. Su femenino cerebro estalló, de manera callada, y nubes de polvo cósmico volaron y se expandieron a lo largo de todo el cortex. Su glándula pineal, hinchada a reventar, provocó uno de los terremotos, quizá el más terrible de la historia entera de la Tierra, sobre las cortes y las provincias del género humano. Balbuceó unos instantes, sobre el frío suelo que la sostenía, antes de que ese mismo suelo desapareciera por completo, volviéndose una masa blanda y viscosa, después un pozo de brea, después un hoyo negro, después el Limbo: oscuro recinto del sueño eterno, lugar donde los ojos no tienen sentido, donde los oídos pierden toda utilidad.

Su tío, en días posteriores al incidente, declaró que Adelaida había “olvidado” tomar sus medicamentos por días enteros, y que eso provocó su colapso. El vecino dijo que ese día la vio salir de la casa desquiciadamente, y que de pronto pareció desmayarse, cayendo sobre el césped del jardín. La verdad es que al desvanecerse su conciencia, no sólo se desvaneció la mujer sino el mundo con ella, junto con todas sus representaciones. El universo entero colapsó. Todo se perdió en la nada, se sumergió para siempre en la inexistencia.

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