lunes, 20 de octubre de 2008

Nostalgia octobrina (Analepsia DLXXII)














A través de la suave música proveniente del cardiaco redoble del veloz colibrí, puede uno seguir la línea que une todos los geranios de fuego, y que traza y dibuja a su vez con suma sutileza el cristal de los copos de nieve que habitan las agrestes estepas.


Los zorros plateados se acercan a oler la carne muerta de la liebre, y sin darse cuenta, han desatado ya en todas las piedras y los troncos que los merodean un eco profundo, grito universal y coro majestuoso, identificado a veces con la niebla, a veces con los destellos matinales.


Millones de rezos provenientes de toda clase de mezquitas y de monasterios, de templos y de catedrales, son opacados a penas por el monótono y modesto zumbido de la avispa que, suspendida a la mitad de su meticuloso vuelo, circunda los pozos y las afluentes de miel subterránea que permanecen y corren por las arterias del tiempo.


Con elegancia y hermoso minimalismo, las nubes cruzan y desintegran el índigo lienzo de los días venideros. Un rostro escondido en el capullo, un magnetismo hierático: terremoto del átomo. Un par de niñitas rubias juegan al té. Dos cuerpos de ébano, esbeltos y sigilosos, concretan el acto sexual. Un viejo asoma desde un peñasco, admirando lo nuevo escondido.


¿Y qué se hace cuando la porcelana se rompe? Los pedazos generan imperios, cordilleras y libros. El polvo vuelve al polvo, pero en forma de estrella, de sistema, de galaxia. Se inundan de sal las cavernas y de ídolos las cabezas. La gota vuelve al mar y se pierde en su encuentro.


Un rasgo, una sombra, una pincelada. Un derramamiento de ambrosía y de imágenes infinitas: el caleidoscopio de los días y de las horas. El ojo es el faro del mundo, y la luz que proyecta es su interpretación. La sonata, el concierto, la sinfonía de los destinos.


El fiel samurái introduce el acero en su propio cuerpo. Un púrpura beso que todos conocen y que nadie recuerda. El acólito recorre los pasillos sahumándolos con su incensario. El huidizo y aromático espíritu que se eleva, gira y se transforma a través de sus caprichosos ciclos, de sus juguetonas espirales en el espacio.


Situados en medio de las llanuras, se extiende de frente y por detrás de nosotros ese inexplicable sentimiento originario, ese vacío completísimo que permite observar a la brizna de hierba en su escalada hacia ser puro verde, pura idea, pura sustancia inefable.


Luego uno regresa a su natural morada, en medio de cafés y de abrigos, de elocuencia y de reputaciones. Sin embargo, pese a haber sido el cisne separado del lago, nunca apartará de su memoria ni de sí mismo aquellos preciosos diamantes que el sol, al tender su alfombra le había regalado, reflejándose en su superficie.

Hoy desperté y era ayer: my own personal Freud (Analepsia DLV)












Los sueños son la materia orgánica de nuestros deseos. Después de más de un siglo de psicoanálisis, tal aseveración debe sonar bastante familiar, incluso repetitiva y anodina. No obstante según creo, es menester meditar acerca del sentido profundo de semejante postulado, por lo menos para aquellos que aspiren a tener algo más que una nublada comprensión de sí mismos. Titánica tarea qua a veces resulta utópica: si es tal, que en la aspiración quede el mérito.


Los trozos de la barca que despedazó la tormenta, aquellas astillas de madera y valijas sobresalientes que flotan y se entretienen jugando sobre la superficie marina, son los rastros y las señales que emergen desde lo insondable de las catástrofes del yo. Se despegan de vez en cuando algunos corales del arrecife y salen impulsados, en un vaivén nocturno, hacia alguna costa de delgadas y finas arenas, en donde aguardarán al amanecer a que algún curioso paseante les recoja y los lleve a su bolsillo. Depende del paseante el uso del trozo coralino: ornamento, material de investigación biológica, o simplemente desperdicio.


La interpretación es un tema delicado: no todo son burdas hermenéuticas epocales, repetitivas lenguas muertas que han perdido su asombro originario ante lo desconocido, lo irracional y lo extenuante. El sueño aparece crudo, de frente a la conciencia. Se comienza a desarrollar por sí mismo, empieza a deshilvanarse la madeja de manera intempestiva y constante; los significados pierden consistencia, comienzan a hilarse unos con otros, y a lo mucho, lo que acontece la mayoría de las veces es un afloramiento emocional, una impresión afectiva de algún suceso pasado, ya sea remoto, ya sea reciente. La claridad interpretativa dentro del sueño por lo general brilla por su ausencia. Uno amanece apaleado, como después de una gran batalla con criaturas míticas, desorientado y abatido, recordando muy poco de lo ocurrido durante la pugna. Y efectivamente, así es. Es una lucha contra fantasmas que vagan a través de los pasillos abandonados de nuestro devenir, en la que nuestros inocuos golpes no son más que eso: inocuos.


La relación del tema onírico con el surrealismo no es mera referencia cultural: es el problema del sentido y del sin-sentido, incluso pertinente a la lógica y al análisis lingüístico, tan de moda ahora en la filosofía academicista. Las barreras de lo posible se quiebran en sí mismas desde el mismo sujeto a la hora de despegar el vuelo nocturno hacia territorios inhóspitos, confortantes o completamente descabellados, dependiendo la tesitura del asunto y del ánimo del viajero. Las fantasías y las pesadillas están fabricadas de la argamasa de lo que escapa a la ligazón normal de la racionalidad espacio-temporal-causal. Es la causalidad que obedece, en forma al menos, a la casualidad, al ¿por qué no…?: al acaso. La apología de lo imposible emerge desde el acontecimiento mismo. No es casualidad tampoco la ambigüedad evidente en varios idiomas, en los que el vocablo sueño se usa igual para referir al proceso mental ocurrido durante la actividad durmiente, que para señalar nuestras metas y aspiraciones más entrañables con referencia a nuestro porvenir. Graciosa también la manera en la que se conectan la historia con la metafísica, es decir, lo pasado con lo futuro. Curiosa cronología del hombre en la encrucijada del carpe diem, del hic et nunc.


El sueño, es expresado con mayor corrección en lengua germana: träumen. Trauma también es herida, un incómodo recuerdo de algún encuentro desafortunado con las circunstancias pasadas. De vez en vez, estas heridas quedan al descubierto en el letargo nocturno, y es cuando los ídolos se abren paso a través del tiempo: los arquetipos, figuras y demás sujetos de la historia personal, ya transformados en personajes ficticios, cuasi literarios, ilustran la gran novela “incoherente” de las acciones pretéritas recontextualizadas en increíbles paisajes, dentro de extravagantes escenografías. El látigo fustiga al recuerdo, y las rodillas se pelan cuando uno tropieza con una piedra y va a dar al suelo. Pero es de la caída el nacimiento de la posterior prudencia al caminar. Frónesis del dolor, y el sueño como uno de sus más abundantes y peligrosos manantiales de significado.


Quizás, y sólo quizás, la vida de vigilia no sea más que un pie de página de la vida onírica. En los sueños aparecen los símbolos más concretos, ya arraigados en las sub-conciencia, sustancialmente sintetizados por la experiencia de manera contundente, aunque ambigua. Pero igual de ambigua o más resulta la realidad fáctica, el mundo social de la cotidianeidad, de los innuendos y de las dobles morales. Ahora nuestro panorama se invierte: la claridad no se encuentra ya en el mundo de los despiertos, sino en el territorio de los dormidos: dolor de cabeza de Heráclito si convirtiéramos sus palabras no en metáfora, sino en hecho. Las arenas movedizas parecerían ser ahora las de afuera, no las de adentro. Si pudiéramos ser susceptibles de organizar y aplicar la hermenéutica más agraciada a cada uno de nuestros tesoros simbólicos del paraíso de Morfeo, convirtiéndonos en nuestros Freuds personales y autosuficientes, caerían multitud de velos y podríamos mediante un gesto obediencial, con ayuda del timón de Minerva, conducir nuestra voluntad hacia los cauces que verdaderamente le son pertinentes: realizar la ética más perfecta, sin energía desperdiciada ni flechas errantes, lo menos posible. Economía del bon sens.


Calderón De La Barca y su inmortal dictum como nuestro balsero a través de aguas profundas. En todo caso sería menester aprender no sólo a soñar, sino a despertar: a capturar las escurridizas libélulas que pululan y dan sus rondines sobre la vaporosa laguna. Una tarea de por sí bella, pero como todo lo bello, dudosamente aprehensible en sí mismo.

sábado, 11 de octubre de 2008

Estudio sobre "La cascada Amida en el camino Kiso" de Hokusai (Analepsia DXLI)


















El arpa cristalina del fluir.
Helado... frío. Templado.
Fresca conciencia del espacio.
Los arbustos observan.
Hedonismo olvidadizo.
Ánimo aguamarina.
La araña sigue tejiendo.
Inerme, el tiempo arroja su red.
Insignificancia cósmica.

Estudio sobre "El rey bebe" de Jacob Jordaens (Analepsia DXXXIX)
















Humana naturaleza.
La pesada corona de asbesto.
Miasma y candor. Carcajada.
Oro y vino: la canción.
Los cascabeles del instinto.
Terciopelo ríspido.
Absolución de la ignorancia.
El carnaval de las máscaras.
La opaca pompa de lo cotidiano.

Estudio sobre "La noche se abre" de Geneviève Asse (Analepsia DXXVI)


















Un sonido inaudible.
Rasgo familiar y luminoso.
Ecos del mar y de la suave piel.
A lo lejos: añoranza que resplandece.
Neblina y lumbre.
Lúdico despertar.
Un susurro: hermoso vapor.
El sagrado vacío del ensueño.
Ascesis de la percepción.

El hilo invisible (Analepsia DXIII)














La fría brizna de la lluvia persistía en su encarnizado encuentro contra las delgadas falanges de las igualmente heladas manos de Irina. Soplada por el viento, como una mascada translúcida, el agua distendida se dispara, va y se impacta con sutil y cristalino timbre sobre cualquier superficie que le oponga resistencia a lo largo de la especial soledad de las calles desnudas. Se cimbra el nocturno asfalto al pasar de los vehículos, se abren y cierran pétalos de luz en cada semáforo. Hay niebla, brillos ámbar en las charcas, y un par de zapatillas empapadas, con dos capullos rígidos que tiritan, encogiéndose dentro. La caballerosidad suele ser una virtud muy rara en estos tiempos: fue una afortunada frase que escuché de algún fulano observador en la fila de la taquilla del cine. Tiene uno que remontarse a las obras capitales del Medioevo acerca del amor cortés, o en el más obvio de los casos consultar el obligado referente cervantino para volver a aspirar ese estimulante olor a nobleza, esa tersa textura de entrega incondicional, de lirismo ético que escasea ahora entre las parcelas humanas.

Finalmente, un auto se detiene. Se abre la puerta. Irina sube sin mirar siquiera al conductor.

- Muchas gracias. Llevo cuarenta y cinco minutos esperando a algún vehículo que me lleve. Ningún taxi hace parada aquí por lo visto ¿no? ¡Y con esta endemoniada tormenta no se puede ni cruzar la calle! ¡Todo esta inundado, se sale el agua de las alcantarillas como de las fuentes! ¡No es posible!
- Así parece… ¿a dónde la llevo, señorita?
- ¡Ah, sí! ¡Qué despistada, perdón! Al edificio Balmori por favor: está a siete cuadras de aquí.
- Bien.

Después de la tempestad, la calma. Los limpia-parabrisas son las manecillas combatientes. Un par de ojos fijan sus zarpas sobre el retrovisor, que a su vez refleja, acorde a su naturaleza, algunos fantasmas rojos y anaranjados que rebasan o permanecen en la retaguardia, borrosos, como también naturalmente son. De reojo se advierte una parcialidad de rostro blanco, suave, montado sobre un cuello esbelto, adusto, lleno de recovecos lisos y de interesantes líneas imaginarias, colocado asimétricamente sobre el asiento del copiloto. Unas delineadas y sólidas piernas, entalladas en mallas negras de licra, asemejan trazos pintados por la brocha de algún maestro calígrafo chino. No es fácil dibujar un sentimiento, y mucho menos un cuerpo. Bastante empapado, un delgado suéter violeta sirve de segunda piel a sus proverbiales senos, coronados en la cima con pezones erectos, símbolo de la vulnerabilidad humana frente a las inclementes condiciones del clima que muy a menudo la carne no puede soportar. También hay cascadas de rubios cabellos, húmedas lianas de ópalo que engalanan los hombros más redondos que se hayan presenciado.

Ruidoso y grotesco, el chofer pasa saliva con dificultad, al unísono con ese rechinar de dientes interno que sólo pueden oír los perros, o en todo caso, las hadas. Sus venas se inflaman más de lo normal, paralelamente con la desinhibida fuga visual de la muchacha por la ventana, tocando los edificios y las laderas de los postes eléctricos con su mirada, en un melancólico y afanoso querer aprehender los momentos, los vidrios empañados y la sinfonía de cláxones que va surcando la nave en su travesía por las avenidas y los cruceros. Su tranquilidad ahora es proverbial, admirable en una joven fémina, por lo general atravesadas por apegos y vicisitudes nimias. Parece que no recuerda nada de lo ocurrido. Quizás eso haya sido lo más irritante de todo. Pero eso no importa: al final, la noche ofrece un espectáculo sin igual, un banquete de neón y de advertisements que mueven, aún al menos sensitivo, hacia un puro frenesí citadino, al arrebato estético aquel que sufren los policías guardianes de la madrugada y los niños sin hogar en medio de los mudos e imperturbables muros de la urbe: un placer que pocos tienen la fortuna de experimentar. Sumergida la ciudad bajo un casi perfecto y llano silencio, penetrada y desbordada por un claroscuro penetrante en sí mismo que suele dejar sin aliento. Algo sagrado camina de esquina a esquina, vuela por encima de las conciencias dormidas.

- Ya casi llegamos. Disculpe si es que desvié el rumbo de su destino. Yo sé que usted no es un taxista ni mucho menos, pero no sabe cuánto agradezco su amabilidad al hace esto por mí. Muchas gracias.
- ¿Irina, verdad? Qué ironía…
- Sí… p… ¿porqué? ¿nos conocemos de algún lugar?
- Perfecto. Adiós.

Los párpados masculinos se cierran. Las manos se despegan del volante de manera progresiva, hasta quedar completamente apartadas del mismo. El timón ha quedado emancipado. Durante trece segundos el automóvil sigue su marcha azarosa a la expectativa del mundo, libre por vez primera, haciendo honor a su nombre. Un último pensamiento, una última sonrisa, un último grito, una última lágrima. Finalmente, el carro se impacta de frente contra la base de un puente peatonal. Una llamarada bufa y se expande desde los incandescentes restos metálicos que permanecen aun en su núcleo, congelados en un segundo irrepetible, a punto de ser despedidos por la natural inercia centrífuga, madre de todas las cosas.

Caprichosamente (como casi todo bajo el sol), una de aquellas gotas que antes residía sobre el cofre del vehículo, por medio de una epopeya de distancias imposibles y de mágica resolución, cae como líquido látigo sobre la espalda de un viejo ciego que tuvo la fortuna de transitar por las vecinas aceras, escuchando y resintiendo el accidente a veinte metros del mismo. Frunce el ceño. Pone la lengua, como resorte, sobre su paladar. Aprieta con mayor fuerza su bolsa de papel estraza que contiene su cena de hoy: dos bizcochos con poco dulce en la cubierta, un litro de leche semidescremada en tetra-pack, y un sobre pequeño de café en polvo. Poco a poco voltea su cuerpo, dando lugar en su interior a un asombro mesurado, a un súbito y mínimo sobresalto en medio del caos de la apocalíptica escena. El estruendo es terrible, el calor abrasador, y sin embargo el anciano no pierde la postura ni la orientación en absoluto. Casi como si nada después de un minuto, sin preguntar a nadie sobre lo ocurrido, sigue su paso lento y metronómico de camino a su hogar. Hay algo de familiar en ese estoicismo, en esa imperturbabilidad callejera aún en las circunstancias más sobrecargadas anímicamente, incluso en las más dignas de temor o desconfianza. No es un simple abandono, ni un vulgar retiro. Hay algo de loable y de satisfactorio en aquella familiaridad. Pocos pueden acceder a ese estado ¿Cómo le llaman...?

El anciano llega a su puerta. La abre. Entra y pone su chaqueta en el respaldo de su sofá. Con dulzura y tono agotado, vocifera:

- ¡Irina, querida! ¡Ya llegué!