lunes, 22 de septiembre de 2008

Óptica de la existencia (Analepsia DVI)


Como un lente fotográfico obscurecido, deforme o roto, pasamos a menudo de largo frente a la perenne sabiduría y las verdades eternas desplegadas durante el juguetón decurso y vaivén de los avatares diarios. Así como el ojo del recién nacido aún no aprende a ver, moviendo sus globos oculares de aquí para allá sin ningún tipo de control, capturando únicamente la impresión de la luz y de los colores sin tener una conciencia plena de la realidad interactiva entre los objetos y los sujetos; de la misma manera uno pasa por tinieblas en este mundo desprovisto del ejercicio de la experiencia, del ensayo-error del desaletargamiento de nuestras más nobles facultades. Es así como marcha, a ciegas, la gran mayoría de los hombres.

El caro peligro de esta empresa reside principalmente en que, a mitad de nuestro habitual y vital entrenamiento, uno es ya capaz de percatarse de la lógica de los hechos, de sus posibles efectos y causas y de su reciprocidad en relación con nosotros; sin embargo, en un arranque de soberbia y de sobre-excitación del espíritu, no es capaz de percatarse aún de nuestras limitadas capacidades, de nuestra humana naturaleza. De allí la profunda ilusión sufrida por románticos y por metafísicos, por nigromantes y por religiosos, en la que se asemejan a aquellos ciegos de nacimiento que llegan algún día a ver, y que en medio de su frenesí, confunden la potencia de su vista con las del tacto y las de la voluntad, creyendo poder mover las cosas con su sola mirada, alcanzar y bajar la luna con su mano, o perseguir y saltar para montarse sobre la huidizas nubes en el cielo.

Es menester corregir esta deficiencia a tiempo, con el fin de que, como propone Wittgenstein, podamos llegar a obtener “la visión correcta del mundo”. Es una, sino es que la más importante, de las misiones como individuos, como entes vivientes y racionales sobre esta tierra.

Esta confortante y teleológica respuesta dentro del estudio óptico de nuestras vidas, ha de llevarnos, tarde o temprano, de manera inevitable y casi siempre abrupta, a quizás la más originaria y más penetrante pregunta de todas las que se ha hecho el hombre en tanto hombre, a saber, aquella que se han formulado y seguirán formulándose miríadas de pensadores en algún punto de sus existencias; aquella que acaso ha dado lugar a la filosofía misma en sus estados primero y último, y al fundamento mismo con el que comienza todo credo y todo culto transmundano: uno llega, crece, sufre, goza, falla, acierta y se perfecciona hasta tal punto de convertirse en un sabio, experimentado mirador de la realidad que ha aprendido a contemplar las cosas y a actuar en consecuencia de manera justa y adecuada: ha devenido el mejor de los hombres para gracia de todos… y luego, sin más, se marcha para siempre. Todo lo construido queda a la deriva. Otros le seguirán en su comienzo y en su final, indefinidamente en el tiempo, por los siglos de los siglos… amén.

Aquí, junto con el gran Khayyam, nos preguntamos: ¿Con qué fin fabrica Dios la mejor de sus vasijas, si tarde o temprano ha de destruirla, azotándola contra el suelo? La pregunta de preguntas: la muralla infranqueable. Lugar común ya, y sin embargo, la savia amarga que todo hombre, aristócrata o lúmpen, ha de probar antes de disolverse en la vorágine de los días y de las noches venideras. Al principio uno ve la montaña. Luego, ya no la ve. Y al final, vuelve a verla como antes estaba. Néctar del budismo zen que demuestra el necesario e imprescindible círculo vicioso en el que están condenados a caer los amigos del conocimiento y los amantes de la sabiduría: al final, como desde lo más alto del teatro, todos ven lo mismo aunque usen sus ojos de distintas maneras, aunque admiren desde distintos ángulos la obra. La metáfora del ojo que, en tanto que ve, no es capaz de verse a sí mismo viendo, a menos de que lo haga por mediación de un espejo transmundano que no existe. Parerga y Paralipómena: el espejo de todo lo demás.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Homeward Angel (Analepsia D)














Bare fields projected in the horizon.
Sitting on the grass: green humidity.
That fresh breeze by the morning. A kiss.
That taste in the back of my tongue.

The stars keep shining from my lungs.
A song escape from my universal feeling
creating an explosion of matter and forms.
We cannot ever change at all… I hope so.

With white sand on my lips and hair
I’m waiting so badly for the birds of prey.
This dream, this tick-tack down inside of me.
Drops of red and blue: violet humbleness.

City lights, cold rain, holy figures.
Silence in the bottom of noise.
One opened eye from a dark window:
the symphony of a thousand heartbeats.

Awake, asleep… who cares anyway?
Every silk that I’ve touched had become into fire. Ashes.
Tasty wine and bread; soft grapes and golden wheat.
That immense hat named sky.
Feet and hands just passing by: hurricane of things, buildings of memories.

Static, quiet, I’m trying to listen all.
Nothing came to me now, except for your warm blessings.
And your blessings are the world: nothing else, nothing more.
I know you’re always behind me. Stillness is my only creed.

Breathe… a sin… slowly… slowly.

Ecos del idealismo (Analepsia CDXCIII)










  



Las paredes, pálidas y concomitantes, brillan de manera opaca, como construidas con cera o con algún otro material translúcido empañado con el tiempo. Las notas circulan y eclipsan toda monotonía, la hacen tan grande y redonda que es imposible aplastarla con un pisotón. Hay poros, grumos, suaves planicies y olores fragantes en la atmósfera, de plátano y de mandarina nuevos. Las hojas artificiales, fibrosas y largas, fluctúan en el panorama de reojo con piezas del rompecabezas negras, doradas y marrones. Un cubo rojo, y una manzana sobre su cabeza. El piano y su omnipotente reinado, su tiranía y potestad sobre el silencio, piadoso asceta.

Y uno al leer esto, puede creer que estoy hablando de cosas, de objetos, de certeza sensible e inmediatez sensorial. Nada más falso que lo anterior: es imposible disociar lo que uno describe de lo que uno es. Aquel lector cauteloso y receptivo verá, como a través de un diáfano cuarzo, los vericuetos y las arrugas, las tempestades y los remansos de mi vida y de mi experiencia concreta, como alguien que lee en un idioma que no es el suyo aquellas líneas que fueron destinadas para todos, no sólo para unos cuantos.

Se dará cuenta de los ríos y de los arroyos que cruzan de vez en vez por el ardiente e inhóspito desierto; del volcán que, furioso, impacta su magma contra la nieve que se alberga a las faldas de sus amigas las cordilleras; de la translación de los átomos y de las estaciones en el disco de las horas y de los sueños; de los tambores y de los djeridúes que, resuenan, profundos, ante la llegada de lo ansiosamente esperado; de las cuevas y de los cenotes que esconden el agua más cristalina de mi espíritu; de los llanos y de las comarcas vírgenes que los beduinos y las cortesanas se han negado a transitar hasta ahora; del enano maldito que ríe con cada tropiezo y con cada vergüenza desde su agujero; de las bellas columnas de mármol etéreo que levantan el templo de mis ideas y de mis disertaciones: geografía, astronomía, física y arquitectura de mi alma.

Todo eso lo verá, y no titubeará en guardarse de hablar de lo presenciado. Porque, en ese preciso instante sabrá que, algunas veces, es mejor dejar las cosas como cosas, y las metáforas como retoños del árbol seco que permanecen frescos eternamente. Por respeto a sí mismo, se olvidará a sí mismo en el recuerdo perenne del mundo y su inacabable espectáculo.

No obstante, nunca podrá ocultarse del todo del gran ojo del Sol, y en cada poesía y en cada filosofía, le será imposible borrar su huella más genuina y originaria, elaborada con base en los materiales adquiridos en el trayecto que es fin en sí mismo, en el desgaste de las suelas y en la cuenta regresiva de los latidos y de los suspiros. Todo su cuerpo, sus acciones y sus letras gritarán: “¡Yo! ¡Soy yo y nadie más!”. Debe pensarse a la sustancia como se piensa al sujeto.

De pessimismus (Analepsia CDLXXXV)














Sed pesimistas, pero auténticos pesimistas: pesimistas congruentes, dueños del mundo. Aspirad a conformaros como aquellos pesimistas que festejan los colores y las texturas de las cosas en cada parada del asombro, esos que suelen bailar bañados bajo los cálidos hilos de la luz matinal y que suelen desayunar en inocente y simplísimo degustamiento al comienzo de cada jornada, celebrando todas las fragancias y todas las músicas, abstraídos de toda certeza teórica y de toda disertación turbulenta: los evangelistas del carpe diem más hondo y más ingenuo que pueda existir. Pesimistas lúcidos, despiertos, joviales; los cuales, en armónica consonancia con las palabras de Cioran, sean capaces de establecer: “la esperanza es una virtud de esclavo”