martes, 27 de abril de 2010

Poema del anciano sufí (Analepsia MCCCI)


¡Arrancadle la piel a los cerdos! ¡Quitadle el pelo a los higos!
¡Verted la madera sobre el césped, que ha llegado su hora!
Las bocas se cierran y los ojos van corriendo lento.
Las ponzoñas han sido removidas.
La carne es sana, fresca, radiante y juvenil otra vez.
¿Habremos regresado a los tiempos eternos,
a las lindes de los campos silvestres y de las mañanas locas?
Tú creaste la noche, yo hice la lámpara.
Bajo el influjo de Tus besos invisibles,
las moscas Te exhortan a callar la verdad de las verdades.
Creíble es Tu camino, pero sólo eso.
Nada impide ahora que me transfigure en serpiente
y corra, como sangre, por debajo de las dunas.
Asoma, Tu pequeña gran cabeza, por la ventana.
Verás un mundo interminable de filas de columnas rotas.
Los mercaderes han guardado los soles
y las cortesanas han comenzado la danza del frío.
¿Cómo pasar desapercibido si el mundo es negro, y yo soy de nieve, dime?
Arduo es el caminar por el pasaje que nos lleva a la extinción del menester.
La sombra del lago ha soltado sus corceles,
mismos que ahora corren, magníficos, por el halo de la conciencia.
¿Quién hace sonar mejor la cimitarra, sino Tú, el dueño de mis horas?
Las páginas de mi historia yacen abandonadas en un rincón.
Soy un pedazo de silla: enfrente están los laureles,
los vitoreos lejanos y los pomposos tambores .
La gloria y la fama en este mundo, ¡oh, Gran Destructor!, son como el vapor de las pipas.
Los hilos que unen mis huesos con Tu aliento, ya son delgados.
Las redes que forman mis pensamientos, agujeradas ya están.
La cera que forma mi cuerpo, ¡oh, Supremo Niño!, ya se derrite.
La gratitud es mi único bálsamo, lo más fragante que poseo,
aunque tenga innumerables fisuras el recipiente que la contiene.
Te ofrezco, pues, esta humilde vasija,
para que hagas con ella lo que quieras.
Me ofrezco, yo, hombre-vasija,
hombre-barro, hombre-agua, hombre-cielo con estrellas,
insondable, inabarcable, como Tu muda ironía.
Es hora ya de limar el hierro, de meter a cocer los panes.
El canto de mi amada es lo único que resuena dentro de mí.
Una amada sin rostro, de diez mil rostros, áspera, como Tu corazón.
Ella agita el pañuelo, mientras nadie más lo hace.
Sólo el rumor de las rocas preservará mi nombre aquí,
sólo la arena caliza levantará los rezos selectos que dibujen mi espalda.
Los ejércitos arrasarán las eras, y a los hijos de los hijos.
Sólo el eco de mi nombre quedará, erguido, en medio de la nada.
Un eco dentro de otro eco, más grande aún, inmenso:
el eco de Tu primera palabra, de Tu espeluznante grito,
que al principio me puso, y que ahora me quita.

domingo, 11 de abril de 2010

El cazador de su propia sombra (Fragmento) [Analepsia MCC]


"La mayor dificultad posible en el actuar radica en el espejismo que produce en nosotros la percatación de la obviedad de los patrones ajenos reflejados en los propios, como la visión de un fantasma omnipresente que se mueve, raudo, a través de lo evidente, inalcanzable en su proximidad, inaprehensible en su inmediatez. Lo que resulta más natural para la mayoría, para nuestro cazador de sombras al que nos referimos aquí, resulta simplemente irrealizable. Uno comienza a notar, vivencia tras vivencia, si se miran las situaciones de manera adecuadamente distante, que todo es en realidad demasiado diáfano, demasiado claro, demasiado esquemático y procedimental en la concretud de nuestros actos, pues pareciere que la totalidad de los caminos de la acción posible ya se encuentran trazados desde siempre, en nosotros y en los demás. Después se descubre que esa aparente obviedad no es sino otro camino igual de intransitable a partir del justo momento de hacernos concientes de la misma, un proceder incompatible para aquel que logra advertir su propia sombra proyectada en lo inmediato, pues ése que la observa y que la mira desde lejos, junto con el desarrollo de todas las vicisitudes, ya se encuentra, sin saberlo quizás, complicando lo sencillo, y su sombra se le escapa una vez más. Muy a menudo, la percatación de la enorme complejidad de las cosas dentro del terreno de lo más simple que existe, se disuelve al final en un llano, fatalista y desnudo 'que sea lo que tenga que ser', dando paso a la práctica semi-obligada de una ética de la no-acción. Pero para aquel que se encuentra de constante tratando de cazar su propia sombra en lo que le es otro, el mundo real, lo que de hecho es, no es lo que tiene que ser. Casi por definición nunca lo es, ni llega a serlo jamás."

Cruz (Analepsia MCXCI)


Un flujo constante de espesos y aplastantes recuerdos se venía sobre de él despiadadamente bajo la forma de una desorganizada y amorfa avalancha de imágenes, voces y sentidos inconexos, de extraños escenarios y de situaciones dislocadas, todo esto cada vez que intentaba encontrar un claro, un remanso en su interior, apoyarse sobre un lugar en el que pudiera descansar de él mismo por unos instantes, así como se descansa de la presencia de los otros. Casi siempre fue así, pero sobre todo ahora, a su edad, y en el estado en que se encontraba. El viento era intenso en lo alto del cerro, dejándole sordo y ciego cada vez que alcanzaba sus más altas intensidades. Bajando con cuidado por la ladera, tratando de pisar las piedras anchas y no las pequeñas y resbalosas, y portador de un sabor seco y amargo que se albergaba incómodamente en su boca, buscaba pesaroso entre las ruinas y los escombros de su historia personal, aquellas escasas alternativas que aún le quedaban en pos de hallar el sosiego propio, algún faro lejano que pudiera redimirle de su tortuoso camino, alguna antorcha que fuera capaz de arrebatarle la obscuridad de los ojos de la conciencia; algún pretexto, por vulgar e infundado que fuera, que justificara cabalmente lo que él era, pero sobre todo, lo que había sido a lo largo de toda su vida.

Miraba penetrantemente, con envidia y recelo que taladraban las cosas, el liquen que se acumulaba en el tronco de las nopaleras más grandes, las más robustas. Aquél era libre, y no tenía que preocuparse de nada, pues parecía que no pensaba ni sentía, y que no tenía qué cargar con el mortal peso de la preocupación por la subsistencia, como todos los hombres. Silvestre, crecía a sus anchas sin que algo o alguien se lo impidiera, quizás sin siquiera saberlo, sin percatarse de nadie ni de nada. – Eso es la felicidad – repasaba silenciosamente desde su guarida, dentro de su rústica y añeja mente, al interior de esa cabeza semiplateada, ancha y dura, esculpida por una serie de cotidianas adversidades y penurias advenedizas, curtida en el seno de la vida rural, campesina, modo de vida en el cual no se tiene casi nunca tiempo suficiente para este tipo de pensamientos. Era un día especial ése, no podía caber duda.

- ¡Güenos díaaas!

- ¡Güenos días, gracias a Dios! – le respondía la gente del pueblo que se encontraba al ir caminando por la brecha de regreso a casa, respondiéndose todos con el mismo amable pero áspero gesto, con esa calidez rasposa tan típica de ellos, autómata, amabilidad que más bien parece hábito que verdadera condescendencia, ensayada un sinnúmero de ocasiones con su prójimo como una ordenanza ya inconciente, mañana, tarde y noche, a lo largo de sus existencias. Sus manos grandes, ajadas de resecas, mismas que sostenían las orejas de la liebre que acababa de cazar para la cena y salpicadas todavía con algunas minúsculas manchas de sangre adheridas a ellas, proyectaban su graciosa sombra sobre aquellos territorios que él ya conocía perfectamente de memoria, y que podía ubicar sin fallo alguno como un verdadero astrolabio de carne y hueso, sobre los que había levantado nubes de polvo con sus pies mediante sus pesados y constantes pasos desde hace ya más de veinte, treinta, cuarenta, cincuenta años.

Llegando a su destino, dejó la liebre en una esquina de la cocina, junto al fogón, se sirvió un vaso grande de pulque bien frío, y se aplastó en su silla a descansar. Los sonidos guturales de los patos y los gansos emergían a lo lejos en consonancia con el potente mugido de una de sus vacas. El suave murmullo del pequeño arroyo que pasaba por detrás de la vivienda, a lado de su recámara, fungía a su vez como la base rítmica de aquella espontánea sinfonía natural, en la que parecía que cada ruido, onomatopeya, grito, risa o silbido se manifestaba en el momento correcto, perfectamente organizados, como si alguien lo hubiera escrito de antemano, en la partitura del universo.

- Mañana tengo que ir a cuidar el frijol, las calabacitas, las fresas, las habas y los chayotes, terminar de hacer los quesos para llevarlos al mercado, revisar las cabritas y los guajolotes, calentar el agua ‘pal conejo, encargarle al José y al Cipriano que vayan a revisar el maizal, arreglar las… ¿Y cuando se supone que voy a descansar de verdad? ¿Se puede descansar de verdad? No: el hambre no espera, y mucho menos el hambre de los demás, la de aquellos que dependen de uno, que no pueden trabajar la tierra, ni valerse todavía por ellos mismos ¿Es justo todo lo que nos pasa? ¿Qué chingados he obtenido yo de todo esto? ¿Todo esto para qué? ¿Por qué el hambre, el frío, y el tiempo que no perdona? De pronto se sintió mareado, asqueado, presa de un mareo diferente del que le causaba el pulque, pues éste que le asaltaba ahora era un mareo más hondo, lánguido y eléctrico, indescriptible, un malestar que le asaltaba cuando dejaba volar sus pensamientos y los ocupaba en pendejadas, cuando bajaba la guardia de acero frente a sus emociones, cada vez que “se agüitaba”, como él decía.

Todo había pasado demasiado rápido, sin poder saborearlo, sin poder adivinar siquiera su silueta, sin poder, incluso, decidir plenamente lo que hacía. Mucho más rápido que el agua de su arroyito. Un día era niño y jugaba con las mulas entre los árboles de aguacate y de durazno, atrapaba arañas y perseguía a las gallinas a lo largo del corral junto con todos sus amigos, sus hermanos y sus primos. Otro día, sin aviso, se despertó en él el hambre del cuerpo ajeno, el deseo por las mujeres, una poderosa atracción que no tenía nombre ni rostro, pero que lo conducía y lo dominaba como auriga al corcel, por todas partes y en todas partes. Se vio casado con su noviecita al día siguiente, borrosa y trémulamente, como a través del vapor de una olla de agua hirviendo. Los hijos llegaban, copiosamente, día tras día, uno tras otro. Eran niños, crecían, le ayudaban a las labores del campo, crecían más, se casaban y se iban de la casa, y luego regresaban a ella con nuevos niños, con nuevas esposas y nuevos problemas. Todo lo observaba atravesado, volteado, esquivo, como se ven las cosas después de beberse un ánfora de mezcal entera. Lo único que parecía permanecer eran colores, sabores aislados, olores, sensaciones intensas atoradas a la mitad del estómago, en el perineo, o atascadas en el gañote. Las promesas, los regaños, las felicitaciones y las conversaciones, es decir, las palabras, le aparecían indistinguibles como las cumbres brumosas de las montañas, las razones y los juicios parecían haber sido arrastrados, corriente abajo. Estaba viejo ahora: había trabajado toda su vida, mantenido a su familia, se había esforzado para tener lo que tenía, y por tanto, era un buen hombre, un hombre respetado por todos. Un hombre que trabaja siempre es un buen hombre ¿Pero… qué era lo que tenía? Pregunta de por sí estúpida, pues tenía muchas cosas, aunque fuera pobre y muy humilde como todos los del pueblo ¿Pero… qué era lo que tenía? – se preguntaba de nuevo ¿Por qué sentía que no tenía nada? Allí, sentado como estaba, sudoroso, bufando como un buey, jalando aire con dificultad, se concebía como ajeno a todo ese espectáculo: el invariable, constante y monótono espectáculo de él y de su pasado actualizado.

Decidió tomar una siesta, para olvidarse de todo y apagar sus pensamientos, y acaso, para restablecerse de aquel malestar que le aquejaba: - Igual y me levanto, y ya estoy mejor – se dijo. Pero no fue así. Se levantó, y todo seguía igual, e incluso peor que antes. Miró su pared de adobe: gris, sin otro color alguno, llana, sin ninguna alteración, como su vida misma. La poca resolana que lograba filtrarse entre las hojas de los sauces de allá afuera, entraba por su ventana en forma de delgados hilos que se tejían con los de las cortinas y con los de los bordes de la colcha de su cama. Miró todo eso atónito, extrañado, fuera de sí, con el único ojo que le quedaba bueno. El otro ojo se le había cerrado sin previo aviso hace dos años, aparentemente por la muerte de un nervio. Se le había infectado una uña del pie izquierdo de manera atroz, por lo que le tuvieron que cortar tres de sus cinco dedos originales. Se había volado el dedo índice de la mano derecha de un machetazo, mientras quitaba la hierba mala de los campos de tomate hace también algunos años, motivo por el que se había ganado el apodo de “El mocho” entre sus compañeros campesinos. Todas esas cosas le parecían nimias, ligeras, indoloras, en comparación con el sol de la tarde que le despertaba, azotándole con fiereza el ojo, recordándole que estaba despierto, y no dormido para siempre.

Deteriorado como estaba, en todos los ámbitos, y cada vez más sumergido en la más inevitable soledad, había empezado a experimentar desde hace algún tiempo aquel regalo que El Todopoderoso otorga dadivosamente a las personas privadas del sentido rector de sus vidas: el tedio, el hastío, el demonio del mediodía. Largas jornadas de sol a sol en pos del dinero obtenido como paga, habían sido cambiadas por otro tipo de jornadas, aún más largas y más pesarosas, en pos de la muerte. Sólo el sueño y la embriaguez eran capaces de extraerle de tan lamentable estado. Dormido, o borracho, conocía de nuevo la libertad, reencontrando así las tiernas voces de sirena que le llamaban desde el fondo de su íntimo deleite, el olvido de sí, único gozo restante en este insidioso mundo, combinación parca de cielo, tierra y cosas moviéndose por todas partes.

En la lejanía se escuchó el difuminado eco de unas campanas echadas a vuelo, repetidamente, a intervalos iguales, con una majestad sonora incomparable. Muy pronto recordó que era domingo, y que era su deber como buen cristiano acudir a la misa de las seis de la tarde, como todos los domingos desde hacía no sé cuantas décadas, tal y como le habían educado e inculcado sus padres, y a éstos sus abuelos, y a estos sus bisabuelos, y a éstos sus tatarabuelos. Se levantó de la cama con un esfuerzo sobrehumano, acomodó los huaraches sobre sus pies, se puso su sombrero, y salió de su casa, en compañía de su esposa, la actual y única compañera de sus amarguras, igual de vejada, o quizás un poco más que él por ser mujer, pero aún sin percatarse de su situación general de la manera en que él lo hacía: en apariencia todavía preservaba el inocente don de la inercia cotidiana.

En el transcurso de la misa, nunca había puesto tan poca atención en las letanías y en los sermones del sacerdote, ni tanta en las esculturas de madera que representaban de manera plástica la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, con la ropa desgarrada, casi arrastrándose, todo lleno de heridas y de sangre, y teñido de un profundo e insoportable desasosiego que se transparentaba en su fina faz de estuco, descompuesta, anhelante, plena y luminosa de un misterioso y obscuro sentido. Toda su vida había sido devoto católico, había donado sus limosnas sin falta, y había cumplido con todos los sagrados sacramentos que hasta el momento le habían sido propios cumplir, con él y con toda su familia. El altar de su casa dedicado al santo patrono del pueblo, era sin duda uno de los más bellos de la provincia, gracias al cuidado de su mujer y de varias de sus hijas, mismas que lo visitaban cada dos o tres meses para pedirle dinero o para contarle, acompañado regularmente con llanto, de las múltiples peripecias sufridas con sus maridos: era un altar muy ancho, lleno de flores de diversas especies y variados colores, repleto de veladoras y de imágenes del santo, y en el centro, la figura principal hecha de cerámica, excelentemente pintada a mano, erguida, inexpresiva, como vigilando juiciosamente la comarca, poblada de manera vil por sus hermanas y sus hermanos pecadores, ignorantes de los verdaderos mandamientos divinos.

En cierto momento, algo sorprendente ocurrió. Sintió una puñalada en el corazón, seguida de una indescriptible sensación de la carencia de algo, en el seno de la celebración semanal oficiada por la religión de la misericordia y de la resurrección futura. Los humos que emergían continuamente del incensario, mismos que formaban caprichosas figuras indescifrables suspendidas en el aire, en combinación con el potente canto unificado de los feligreses, canto poseedor de ese particular y ardoroso timbre que le es característico, tan lleno de odio disimulado en forma de resignación, le hicieron despertar violentamente como de un extenso y permanente letargo, tan abrupto como cuando uno vuelve a respirar después de haber estado sumergido varios minutos bajo el agua. Nunca había reparado en la hondura de tales actos: siempre le habían parecido como un pliegue más en los mantos de los santitos, o como una greca más en las columnas que sostenían en pie la pequeña pero opulenta iglesia. Esto lo colocó en una particular disposición, furiosa, frenética, desesperada, casi loca. Sentía que le hervía la carne, que le explotaba la cabeza, que su cansancio corporal y anímico se diseminaba como un incendio por todas partes, entregándose a fuertes sacudidas, como un terremoto controlado, aunque no lo manifestara hacia sus congéneres, por respeto al lugar santo en donde se encontraba.

La cruz: la sombra de la cruz proyectada sobre su cabeza, sobre su nombre ¿Y qué? ¡¡¿Y qué?!! La cruz no significaba nada: era sólo un palo cruzado sobre otro, amarrado del vértice. Pero ya casi nada significaba algo para él, incluso esas canciones de alabanza y de gloria que se seguían entonando en crescendo ya casi al final de la ceremonia no eran más significativas que el chasquido insípido de su pequeño arroyo, que nada decía. Con la misma fiereza y resolución de un mercenario o de un soldado trastornado por las crueldades e injusticias de la guerra, clavó sus ojos como lanzas, como era su costumbre, en una de las llagas del costado de la representación plástica del cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo; los clavó tan penetrantemente hondo, que toda percepción del tiempo, espacio y la realidad exterior se desvanecieron por completo, unificándolo todo en una masa entera y omniabarcante, amorfa pero absoluta, dando paso a un sentimiento universal que le rebasaba por completo, que le inundaba cada centímetro de su piel y de su alma. De pronto brotó desde el abismo de su propia interioridad, la inusual y terrible intuición de que todo era sufrimiento perpetuo, dolor inconmensurable, él, las piedras, las aves, las nubes, el viento, el sol, las estrellas, y que no había manera de remediar tal cosa, ni con rezos, ni con limosnas, ni con altares, ni con Cristos, ni con nada.

Como una inesperada y devastadora explosión humana, se levantó abruptamente de su asiento, profiriendo un espantoso y desgarrador gemido inhumano, y salió corriendo del templo, ululando con paso atropellado y tormentoso, dejando tras de sí un singular estruendo que dejó a todos los asistentes perplejos, razón por la cual se tuvo que dar la misa por terminada, entre el cuchicheo y la reprobación total de la mayoría de los fieles que habían sido testigos de semejante ultraje, acontecido vergonzosamente en el interior de la mismísima casa del Señor. Todo un escándalo.

Ese fue el famoso día en el que el buen Cruz Argueta se perdió entre la espesura de la sierra, y nunca regresó con los suyos, ni se supo ya de él jamás. Al menos eso es todavía lo que se cuenta entre la gente de por aquí.

domingo, 4 de abril de 2010

Manchas en el centro de la lente (o el punto de fuga de la representación) [Analepsia MCLXX]



Así, como ves el bosque, es tal y como está.

Verdaderamente verde, y negro, y blanco.

La preocupación es la hermana del apego.

Aprende, hombre, a no temer cuando se hinche tu cerebro.


Nueve veces nueve, saltando hacia las charcas.

Extiende la mano, y enséñame su reverso.

Allí está tu madre, la tinta y su abrevadero.

Siempre algo se oculta: el Alma o la Naturaleza.


¿Alma y Naturaleza? ¿No son ambas mitos superados ya?

Uno echa mano, como buen mancebo de la imagen,

de aquellas cosmogonías extintas, metáforas, vírgenes totémicas,

muy a menudo, con el afán de atrapar al viento.


Si nadie lo ha visto antes, es porque no existe.

Luego se forman los criterios: crédulos de silogismos.

Marchar, estoicos, con la antigua canción al unísono del Todo

si es que no se desea perder el rumbo.


Leer entre líneas: arte de un clarividente cobarde

desde la orilla del escaparate de su abismo.

El horror inenarrable del espejo, ya lo describieron antes.

Lo que aún no han descrito es lo que no hubo, ni jamás habrá.


¿O es que crees que hay algo aquí? Piénsalo dos veces.

O mejor tres: no vaya a ser la de malas.

Lo que aparece, a veces es y a veces parece.


¿Entonces ves el bosque? Allí está… pero no es nada.

Mais vous ne comprenez pas… (Analepsia MCLVI)



Es así como nuestro tradicional alférez de las voces, los aromas y las imágenes pasadas, finalmente se apea de su montura, abriendo paso de esta manera, mediante un enorme acto de misericordia, a las más inconcebibles danzas, las más inusuales armonías y las más impenetrables fragancias. A horcajadas sobre nosotros, ya jinete de nuestra voluntad, comienza a exprimirse y a derramarse sobre nuestras mantas blancas ese ácido zumo del racimo de las sensaciones que uno suele llevar escurriendo por las mañanas frías, con mediana pesadez y una gran mueca de extrañamiento. Éste nos agrada salvajemente, nos convulsiona con premura y nos hace volver en sí de vez en vez, en orden de tratar de resguardar nuestras espaldas de las bestiecillas silvestres, pero sobre todo, de no dejar que el exceso de viento provoque un viraje innecesario en el velero de nuestras disertaciones.

Con violenta frecuencia olvidamos que el calzado que protege nuestras plantas no forma parte del pie entero, igual que el delicado beso del nenúfar blanco no dura para siempre sobre los labios del imperecedero lago. Con una astilla santa entre los dientes y un abundante cúmulo de ceniza en los hombros, se emprende la labor diaria del camello y se edifican, como colmenas levantadas en medio de la nada, las horas más grises de nuestras vidas. Dicen que un trago de vodka puede abrir las aguas de los mares si es preciso, y acaso con dos tragos sea posible separar la luz de las tinieblas, recrear el mundo, emulando todas sus imperfecciones.

Tumbado de bruces sobre esta meseta de frescas telas y de inclinaciones desahogadas, mido mis pasos con el instrumento de mis palabras yertas, a contraluz del sagrado elixir que emana la misantropía, y del abismal efecto que produce el arte en las retinas sutiles y en los tímpanos bien educados: aguas que corren encontradas en el cauce íntimo de la fe en lo humano, opacas y translúcidas como es usual, ya sea desde los apabullantes latigazos o desde las confortantes caricias, dictado completamente dependiente del acomodamiento de las runas y de la colocación de las estrellas.

El niño que juega, travieso, con las tablas de la eternidad.

Javanese Gamelan (Analepsia MCXXXI)


En el horizonte acuoso de nuestra retina,
el Alma,
suele proyectarse, esporádicamente,
una singular potencia velada de continuo,
generada, quizás,
por ciertos vapores ígneos que penetran nuestros tímpanos
en muy aisladas y escasas ocasiones,
misma que se recupera lento,
Abnegada,
Prudente,
Progresiva,
como la crepuscular marea que engalana su pasado:
esa vieja y sabia influencia que yacía enterrada
bajo los verdiazules campos de sus burbujas sonoras,
silenciosas mónadas del cuidado del espíritu.

Exiliadas, como todos los verdaderos colibríes,
tales ondas metamórficas se esconden, juguetonas,
vibrando desde un único punto descentrado,
Estirándose, Propagándose, Diseminándose,
viajando intrépidas,
sorprendidas de ellas mismas,
hacia otras tierras cristalinas desde sus trémulas voces,
Madres de toda Disidencia,
vehículos únicos,
valiosos envoltorios.

Es así como estallan todas
de una sola vez,
Descarnadas,
Elegantes en su andar manchado,
Equilibradas en su oscilación hipnótica,
como mujeres enjauladas liberadas a la fuerza,
dejadas al azar y a la indeterminación punzante del mundo,
discípulas de sendas ecuaciones huecas,
huérfanas de sí mismas,
nostálgicas y añorantes
de la cálida mano del labrador de tambores
y de su hermano, el fundidor de campanas.

Así, una vez ensanchadas las filas de los sueños,
la linfa y la savia se dejan ver
desde el fondo de las cosas,
dejando entreabiertas las celdas
por donde, lánguida, escurre la orientación de nuestro cuerpo.
Esas células restantes,
Múltiples escombros de convulsión mesurada,
son ahora el único legado de nuestras esmeradas batallas,
habiendo dejado tras de sí, disfrazadas de memorias,
a manera de una estela polícroma de metáforas lumínicas,
un peculiar sentimiento de anonadamiento,
un éxtasis metálico con ecos de madera tropical
y una fuerte resonancia en el fin de las eras.

Sobreviene de pronto un sostenido impulso,
un guiño,
un desliz subcutáneo:
es el gamelán que entra de nuevo en el templo.