sábado, 14 de noviembre de 2009

Esbozos intelectuales para un prudente arrojo a la hoguera (Analepsia CMLXXXVI)


They say the Devil's water, it ain't so sweet.
You don't have to drink right now.
But you can dip your feet
every once in a little while.

The Killers, When you were young


Febriles y convulsos son los caminos que parecen conducir al alba. Sorpresivamente, una mañana olor a satín aperlado se me ha posado como mariposa de maple en el acuífero reflejo mientras dormía, haciendo nacer todo de nuevo en el centro de nuestros ayeres adelantados, merodeando el exacto nadir de los pechos perfectos del mundo, fieros volcanes opacos y ojos de lagunas claras. Una brisa suave de inconmensurables jardines disfrazada de memoria sigue depositándose sobre las amplias planicies de la propia piel, humedeciendo sutilmente mis viñas secretas con su rocío, procreadoras del vino de los más privados momentos y de los más añejos pensamientos.

Es así como nuestro cuerpo se encuentra siempre fluctuante entre el deleite y el padecimiento, debatiéndose heroicamente como una llama de vela entre agónicos titilares, tenue metáfora orgánica de lo inestable, del buque todavía encallado en el puerto, de lo adhesivo de lo vivo sobre las fantasmagorías de sí mismo: es la carne magra que se fija al hueso y que lo reviste elegantemente con magistral atuendo mientras la forma de las nubes continúa mutando despacio, presentándolo en sociedad con la mejor de sus corruptibles galas. La belleza sensorial suele ser sólo una estampa que gradualmente pierde su nitidez, una fotografía que se desvanece con el transcurrir de los lustros. Entre las ruedas del carro, la atropella la historia. Sólo quedan, como remanentes benditos de solidez, algunos apuntes imaginarios de una llovizna de anhelos y de una luz blanca que siempre estuvo por venir y que nunca llegó pronto. Promesas de luz pura que han de descomponerse finalmente en múltiples espectros fotocromáticos, como la carne descompuesta misma después se esparce y se reintegra a Nuestra Madre, con singular discreción taciturna. En algún sentido, las arcas sagradas de lo humano se han ido llenado por completo de todas nuestras plegarias y de todos nuestros rezos desde tiempos inmemoriales, y han terminado por estallar; las flores perfumadas del tiempo ahora se arremolinan en torno de un solo punto, desprendiendo amorosamente sus pétalos como voluntades impersonales que surcan navegantes el gélido océano del viento eterno. Esos preciosos pétalos llamados arte.

Nada queda claro sin un poco de obscuridad, oxímoron bastardo de los buenos tiempos. A veces uno espera demasiado de las cosas, y se paga el precio con extensos firmamentos nocturnos y sublimes sinfonías inacabables que nos pasan por encima. A veces uno espera demasiado de los seres, y se recogen frutos desbordantes de miel y de hiel al pie del árbol de lo azaroso, semillas estériles envueltas de sensualidad apremiante a la orilla de los tumultuosos huertos y de las voluptuosas campiñas. Todo nos acontece de improviso, todo marcha y se acomoda de manera trágicamente magistral sin siquiera desearlo, sin siquiera adivinarlo. Los respetables arcanos, ancianos profetas de las eras y de los eones, no han podido prever siquiera en ninguno de sus copiosos pergaminos que éstas, mis letras, iban a ser fijadas en este espacio particular durante este único día, adornando mi carácter como una guirnalda vergonzosa para las posteridades curiosas. Teneos confianza: dejad pues que escriba sola la mano, ya que si ha sido adiestrada previamente con amor y con desvelo, no saldrá de ella más que caligrafía apremiante. En el virgen papel esperan todos los trazos posibles y se transparentan todos los sellos aún no marcados. El destino no es más que un instinto infinito que se actualiza día con día en lo fluctuante de la caducidad.

Quizás sea conveniente a menudo morder la apetitosa manzana sin miedo al exilio, apuntalar al judío sobre la cruz sin remordimiento alguno, derribar los ladrillos del muro sin previa amenaza a la conciencia, reina de nuestros vastos territorios ineludibles. El hierro de la espada se templa en el fuego: el rehén también se enriquece en la tortura; el esclavo en la humillación y en el descontento. Al final, lo que queda, es sólo aquello que nunca estuvo en realidad con nosotros. Quien pueda ver que vea, con la mirada sostenida sobre la mía: aquí, ahora, y a través de los tiempos. Carpe diem quam minimum credula postero. Ningún dictum tan malentendido como éste: lamentable ironía del presente vivido.

viernes, 6 de noviembre de 2009

El lector (Analepsia CMLXVIII)


“Varios son los caminos del hombre. Quien los sigue y compara verá surgir figuras maravillosas; figuras que parecen pertenecer a aquella gran escritura cifrada que se ve por doquier, en las alas, en la cáscara de los huevos, en las nubes, en los cristales y en las formaciones rocosas, en el agua helada, en el interior y exterior de las montañas (…) y en las extrañas coyunturas del azar. En todo ello se adivina la clave de esta prodigiosa escritura, su gramática.”

Novalis, Die Lehrlinge zu Sais


Ya era tarde. “Llovía a cántaros”, como se dice. Desde la ventana del pequeño restaurante, se podían leer con facilidad los bordes desgastados de las aceras y las pronunciadas tapas de las alcantarillas que sobresalían peligrosamente del suelo. El vapor aromático del café con leche hirviendo que subía desde su taza le empañaba los anteojos, dándole un aspecto de misterioso idiota sentado en la última mesa, hasta el fondo del local, esperando la cuenta.

Era evidente para E. que la gente que trabajaba allí y que manejaba ese lugar (que no pueden haber sido más de cinco o seis personas en total) pertenecía toda a una cierta época en particular, época en la que quizás fue fundado aquel restaurante por todos ellos, todavía entrados en la juventud y en plenitud de sus fuerzas, quedándose así estancado en el tiempo sin ningún afán visible de remodelación, como atrapado detrás de una vitrina de museo: tal característica otorgaba al inmueble una sacralidad extraña, un interesante viraje en la perspectiva del espacio que a E. agradaba tanto, la razón principal de su nada forzada asiduidad al recinto. La forma de los servilleteros y de las azucareras; la disposición de las sillas y las mesas en simétricos grupos de cuatro; el contorno en forma de “U” de la barra central; el hule resbaladizo y de color chillón de los gabinetes; el tocadiscos con Roy Orbison como banda sonora regular; el color pastel de las paredes que combinaba indudablemente con el uniforme pomposo y acartonado de las meseras; el moño, la bata, el bigote delgado y la brillantina en el cabello de los meseros con modales ya casi olvidados por todos nosotros: todo parte de una mecánica perfecta, de un ensamblaje impecable, piezas todas de un reloj que seguía marchando al ritmo de horas ya transitadas.

Finalmente, un mesero se le acercó: - Son veintinueve – le dijo amablemente.

E. Sacó rápidamente un billete demasiado arrugado de la bolsa de su pantalón, y otro perfectamente planchado de su cartera, cosa que pareció sorprender al mesero al recibir el pago, haciéndole más bien gracia que intrigando o dándole demasiada importancia al pintoresco detalle.

- No es casualidad lo de los billetes. Tal cosa no existe: todo tiene una causa. Lo que hago lo hago con el fin de mantener el orden universal – se excusó. – Todo se mueve por contrarios, por balance de fuerzas en oposición, ¿sabía usted eso? Usted, yo, todo…

-Sí, ya nos los había dicho señor E.

- Pues recuérdelo bien. Siempre hay que tratar de seguir ese patrón intrínseco en nuestras acciones. El claroscuro nos gobierna, recuerde bien esto también. Hay que poner siempre una libra exacta de nosotros en cada lado de la balanza cósmica. “One pound of flesh: no more, no less” ¿Recuerda al mercader? Pues así es. Nunca lo olvide. Quédese con el cambio.

- Sí, sí… lo recordaré. Gracias. Vuelva pronto – balbuceó el mesero con un ligero desinterés y sin voltear a ver a E., incluso reflejando un cierto desplante burlón y de lástima disimulada, agarrando los billetes con velocidad y colocándolos en una pequeña bandeja que sostenía con la otra mano, como se acostumbraba hacer en aquel lugar desde hace más de cincuenta años, sin cambio alguno.

La campanilla de la puerta del restaurante sonó. El paraguas de E. se abrió bruscamente impulsado por él mismo, apresurándose a cruzar la calle, misma que ya comenzaba a inundarse un poco en los bordes y a arremolinarse el agua en las esquinas hundidas de los edificios deteriorados. E. volteó a ver su reloj. Se hacía tarde. Ella pronto llegaría a casa, arribaría en cualquier minuto. Debía de apresurar el paso si es que deseaba alcanzarla.

La vio de lejos: primero la casa y después a ella. Sus pasos con ecos de tacón alto llegaban hasta los oídos de E. sin obstáculos, sin ningún esfuerzo de por medio. Finalmente, las llaves entraron en la cerradura de la puerta principal, un portón grande y blanco con elegantes retoques dorados en las bisagras y en los remates. Una mano femenina, huesuda y algo pálida, las hizo girar. En ese preciso momento, E. la interceptó con una leve palmadita en el hombro.

-Disculpe, señorita…

- ¿Sí?

- Usted no me conoce. Permítame presentarme: mi nombre es E. Quiero informarle sobre algunas cosas de capital importancia para su vida familiar, es decir, sentimental. Créame, es muy importante que me escuche. No tomará demasiado.

- ¿A qué se refiere? Exprésese más claro ¿Es usted investigador, policía…? – preguntó la mujer en tono de naciente preocupación.

- No, no soy detective, ni policía mucho menos. Sólo vengo a informarle sobre algunas cosas que usted no sabe en relación con sus allegados, mismas que ignora respecto de su vida privada, pero que en definitiva le gustaría saber.

- ¿Que no sé? ¿Acerca de mi familia, de mi vida?

- No, usted no sabe, pero yo sí. Para eso he venido.

- ¿Cómo? ¿Qué es lo que no sé? ¡Hable! – apresuró la dama, ya un poco exaltada y con evidente semblante nervioso.

- Verá: hace tres días, aunque usted no lo notó, viajábamos juntos en el autobús. Usted estaba sostenida del mismo tubo del que yo venía agarrado, y por ende se encontraba a lado de mi costado izquierdo. Hay decenas, cientos, miles y miles de vibraciones y de energías encontradas en esta ciudad, pero hay auras más en conflicto y desgarramiento que otras. “Todo vibra” reza uno de los principios más áureos del maestro Hermes Trismegisto, y cada corpúsculo vibra a diferentes frecuencias, pero unas son más parecidas entre ellas, unas más incompatibles y otras incluso agresivamente repelentes. Su energía destellaba sobre mí un poderoso influjo negativo pero atrayente al mismo tiempo, y no pude evitar salir de balance por unos segundos. Es por eso que decidí ayudarla y no perderle el rastro ese día: porque aprecié su alma, y porque sé que es muy posible que usted comprenda y escuche de verdad todo lo que voy a decirle. Hay personas que no pueden hacer ni siquiera esto.

- ¿Me siguió usted? ¿Hasta mi casa?

- Es correcto. Sin embargo, mi atrevimiento es justificado por mi intención, que es pura como el azogue: pongo al Arquitecto de por medio.

- ¿El qué? ¿Quién?

- Es una expresión que no tiene importancia explicar. Lo que importa verdaderamente es que he leído en usted algunos de sus problemas muy claramente, y he venido con el propósito de darles pronta solución.

-¿Ha venido usted por dinero? ¿Es por eso que ha venido hasta aquí, verdad?

- No, no… de ninguna manera. Ha sonado casi como un insulto tal aseveración para mí. Mis motivos son mucho más limpios, más elevados: trascienden el plano de la materialidad grosera y se concentran en el plano de las voluntades angélicas que nos circunvalan. El verdadero trasfondo de mi acción se encuentra regido por la Tercera Esfera. Es todo lo que diré.

- ¿De qué me está usted hablando?

- Ya sabía yo que no podría comprenderme del todo. Pero no es necesario que lo haga. Confórmese sólo con saber que actúo con natural sinceridad y desinteresadamente, que no espero nada de usted ni de su familia.

- Nadie actúa desinteresadamente, eso es falso.

- Eso depende de lo que usted considere como interés. Hay varios tipos de motivaciones, y si puede considerarse aceptar como motivación el seguir la causa necesaria de las cosas impuestas, el curso fatídico y grandioso de la gran hoz de Saturno, entonces sí: soy un interesado. Pero si se trata de cuestiones humanas y viles como la avaricia, la lujuria o la soberbia, aquellas que están regidas por los más pantanoso y obscuro de nuestra propia psique sumergida dentro de las esferas más bajas del Tártaro, resulta que de ninguna manera soy un interesado. Todo lo contrario: no encontrará en mis acciones interés alguno ¿Eso debe de resultarle sorprendente a personas como usted, verdad?

- ¿Cómo yo?

- Sí, a gente que no está acostumbrada a practicar el bien por sí mismo. Me refiero al bien con b minúscula claro está; pues el Bien con B mayúscula… no, de ése no es posible ni siquiera mencionarse sin mancharlo un poco y degradarlo en el discurso, aún poseyendo la intención más pulcra y sincera que un ser infra-celeste pueda generar. Pero el Arquitecto sabe de mis intenciones: Él puede leer muy bien mi corazón, y el suyo también, ambos tan claro como el mismísimo Libro de los Días.

- ¿A qué viene todo esto? ¿Cuál es el punto? ¿Me va a decir qué es lo que pasa de malo con mi familia, o no?...

El tono de voz de la mujer se intensificó, expresando una mezcla de angustia e irritamiento que E. pudo leer de inmediato, incluida e inseparable de su expresión corporal. Podía notar como el dedo cordial le temblaba ligeramente, muestra ineludible de la propensión a la mujer a las arritmias cardiacas. También se percató de las arrugas que ondulaban por encima de sus cejas, y del seño fruncido que permanecía tenso aún durante los altibajos naturales de la respiración. Sus labios resecos en el centro denotaban el hábito del tabaquismo, válvula de escape de un temperamento ansioso, inseguro y contradictorio, consecuencia directa de haber nacido bajo el signo de Géminis, regido a su vez por la casa de Acuario, mezcla casi siempre fatídica y agorera. Sus ropas no estaban bien planchadas en los bordes, santo y seña de un carácter descuidado por causas externas que desviaba su atención muy a menudo, disperso podría decirse. Todo esto y más había leído en ella ya desde el autobús, pero tales signos se incrementaron descaradamente en ese momento.

- Sí: le voy a decir qué hay con su familia, con su esposo, pero sobre todo, con usted misma.

- ¿Mi esposo, dice?

- Sí.

- Continúe – esbozó tratando de moderarse y de contener sus emociones, interesadamente.

- Comienzo entonces: usted sabe bien, desde hace bastante tiempo, que su esposo la engaña con otras mujeres, en particular con una chica…

- ¡Pero cómo se atreve usted! ¡Ni siquiera nos conoce! – rugió con vigor y descontento.

- Permítame continuar…

- ¿Es usted un espía, un acosador, o qué demonios…?

- Por favor, le suplico que me deje continuar.

La mujer calló momentáneamente, muy a su pesar, mordiéndose los labios.

- Sigo: estas cuestiones y enredos emocionales le han provocado a usted una serie de disgustos y de altibajos anímicos que se han reflejado en todo lo que usted es, en todo lo que usted representa. No soy frenólogo ni mucho menos, pero algo sé de fisionomía, aunque lo mío proviene más bien de la intuitio original, como un fino y sutil rayo de luz que emerge reflejado desde el prisma cristalino del Atributo Sapientia y que desciende hasta el centro de mi cráneo. Tampoco puedo decir que puedo distinguir entre un “antes” y un “después” de esos problemas en su persona porque, como ya le adelanté, no la conozco sino desde hace dos días; no obstante, hay generalidades de rasgos faciales que se van deteriorando de manera específica según el caso, y que si uno tiene buenos ojos, y me refiero a los tres ojos que poseemos, es posible reconstruir el cómo es que ha acontecido este deterioro progresivo, siendo posible también llegar al punto de reconstruir el rostro que el individuo tenía hace cinco, diez o veinte años atrás, el de su niñez temprana incluso. Lo mismo se puede hacer hacia el futuro. Entonces, su esposo sostiene relaciones con otras mujeres, usted lo sabe bien y sufre por eso. Usted ya ha pensado en dejarlo definitivamente, pero no lo ha hecho. No voy a ponerme a discutir minucias sobre esa relación tortuosa que usted sostiene con su esposo, porque además de que las desconozco en detalles siendo yo un completo extraño en su vida, no vale la pena detenerse en ellas, por ser contingentes y faltas de valor en sí mismas. Lo que me importa verdaderamente es la raíz del problema. Es allí donde puedo ayudarla.

E. tomó aire, pasó saliva, y continuó desarrollando su explicación. La mirada de la mujer temblaba e irradiaba afectación. Sus miembros estaban tensos, como cuerdas musicales a punto de reventar.

- Usted no lo ha abandonado no porque no se atreva a sufrir carencias materiales, pues según veo, es usted una mujer independiente, trabajadora y librepensadora: puedo ver sus zapatos caros de oficina y su libro de Molière que asoma de su solapa. Tampoco por la integridad y el desarrollo emocional de sus hijos: el divorcio le ha pasado infinidad de veces por la cabeza como una muy plausible solución. La razón principal por la que no lo ha dejado aún es por el temor a la soledad y la oquedad anímica que el abandono implica, es decir, de dejar de tener un respaldo físico y emocional que usted necesita en los momentos críticos y circunstanciales, una garantía quizás para los tiempos difíciles de la vejez que la atormentan como ninguna otra cosa consigue hacerlo. Pero usted también lo odia; odia su estupidez y su falta de pudor, de vergüenza: él ha herido su orgullo de mujer bella y astuta, despreciadora y manipuladora de muchos otros pretendientes a lo largo de su vida que aún sigue en curso. Es una sombra de humillación permanente que a usted la cubre, y de la que necesita librarse pronto si no quiere sofocarse.

- ¿Cómo sabe usted? ¿Quién…? ¿C-c-cómo…? – balbuceaba desconcertada, apenas pudiendo articular sus pensamientos, difuminados en el huracán interno que se iba desatado cada vez con mayor prominencia.

- Puedo leer en su rostro su vertiginoso ánimo haciéndole estragos por dentro en estos momentos, pero créame que no es mi intención herirla con mis aseveraciones, sino todo lo contrario. Resístalas como un mal necesario antes de la curación posterior. Se lo prometo: seré más breve aún en mis señalamientos. Ya que…

Un camión de carga pasó por la avenida en ese momento de manera estruendosa, por lo que la mujer no pudo escuchar bien las palabras siguientes de E. durante diez o quince segundos. El vehículo se alejó con prontitud, dejando una molesta estela de smog blanquecino, y fue así como ella pudo regresar a escucharlo con detenimiento.

- … pues tiene que comprender es que una persona regular tiene dos opciones en estos casos: dejar al ser amado en orden de olvidarlo por completo y empezar una nueva vida lejos de él; o insensibilizarse represivamente y continuar con la rutina diaria de la hipocresía normal y necesaria para la subsistencia de la estabilidad familiar. El suicidio no representa una opción para usted, teniendo hijos que criar y que alimentar; además usted no quiere morir tan pronto, pues es amante de los deleites sensuales en todos los sentidos, del goce de la carne, incluidos algunos deslices sexuales que ha ocultado celosamente con éxito a los demás. Pero usted tampoco es capaz de perdonarlo: sólo pocas personas pueden perdonar a alguien por completo sin guardar ningún tipo de remordimiento: son escasísimos aquellos puros de espíritu, protegidos del Arquitecto, aquellos que entienden verdaderamente y sin esfuerzo que todo está interconectado con todo, que viven y sienten de manera profunda el dictum “tú eres Eso”. Como acabo de decir, usted no es así, no responde a ninguno de estos arquetipos regulares o especiales, pues se encuentra en medio de ellos: es una colérica con tendencias melancólicas, mezcla de humores bastante peligrosa y deteriorante de por sí. Por esta razón, posee usted un instinto innato que la corroe y que corroe a otros al mismo tiempo por naturaleza, y que por lo general ha aquejado sobre todo a muchos ejemplares del sexo femenino, no sabe usted cuántos. Lo que intento decir es que personas como usted, cuando se les hiere demasiado hondo en cuestiones conyugales, podrían llegar a matar a su amante-verdugo sin pensarlo siquiera en momentos extremos de desbalance; pero por lo general, estando enmarcadas dentro de cierto tipo de educación y de normas sociales y jurídicas, no lo hacen por miedo a la coacción. Por el contrario, lo que sí hacen es tratar de "matarlo en vida", o por lo menos de envenenarlo lentamente, confundiéndolo y degradándolo hasta dejarlo exánime por medio del manejo de su propia culpabilidad y de la trama de acciones mañosas y ambivalentes, todo esto hasta que usted pueda sentir finalmente que ha cumplido con su castigo, es decir, expiado la pena y el tormento que siente que le había causado: pisotear y vapulear su orgullo tal y como él ha hecho con el suyo. Esto es, entonces y ante todo, una cuestión de orgullo, de aparente dignidad humana. Digo aparente, porque la verdadera dignidad es algo mucho más elevado que esto. Sin embargo, esta cuestión no resulta tan sencilla ni llega sólo hasta aquí: todo esto está entramado con otra cuestión que destella en sus ojos como fulgor ígneo, y que abrasa los propios míos. Brilla en sus ojos una sed de venganza persistente que va más allá de la justa expiación, pues su fuego no sabe detenerse en donde es debido. Es lo que se suele llama maldad pura en baja escala, o simplemente un estado histérico de la conciencia que degrada en iracunda incontinencia. Arden en usted un odio y un desprecio suficientes por su cónyuge-verdugo que son capaces de hacerle pasar aún mayores dolores y remordimientos que los que él le infringiera asumiendo su papel. Para personas como usted, la máxima “ojo por ojo, diente por diente” nunca es suficiente: siempre buscan llevarse una oreja consigo, o una nariz, un órgano vital de preferencia, por decirlo de algún modo. Es ovbio entonces que alguien sólo puede llegar a ese tipo de odio y desprecio precisamente porque ama al causante de su dolor. Lo ama de algún modo, quizás no demasiado, o quizás sí. Pero sea como sea, lo ama. Lo ama, pues de otra forma no sería tan relevante para usted el desear desquitar su ira con él, purgar su dolor y transmutarlo en dolor ajeno, como en un proceso alquímico malogrado, ya que ese tipo de dolor sólo puede transmutar en más dolor aún, para ambos. Pero también representa mayor placer durante en el infringimiento dosificado y constante del dolor ajeno, de la expiación excesiva de culpa por medio de su injusta mano justiciera. Sólo se pueden odiar verdaderamente a los que se aman, y quizás sólo también a aquellos que arrebatan lo más amado que uno tiene de un sólo golpe. También es obvio que usted ama y odia a su esposo al mismo tiempo, casi en igual magnitud. Pero en el fondo se odia a usted misma, más que a nadie en el mundo. Se odia de esa manera porque es usted a la persona que más ama también: más que a sus hijos, más que a su esposo. Se ama a sí misma con locura y desenfreno: su egoísmo es magnánimo; como ya le había dicho, es principalmente cuestión de orgullo. Esta embarazosa situación la tiene envenenada, fuera de sus cabales, como nunca en su vida había estado. No obstante, también puedo leer que su alma es fuerte, resistente, templada por dolores pasados, impresos en su aura como placa radiográfica. En el fondo, es usted una criatura de luz. Es buena madre, buena amiga y compañera, incluso buena esposa. En algún sentido admiro su temple, su muy escondido brillo interior. Me plazco en sus virtudes más que despreciar sus imperfecciones.

Ella soltó los brazos de repente, y los dejo caer a los lados poco a poco. La última luz de la tarde proyectada en el rostro femenino acrecentaba su belleza de manera inusitada, resaltando la gravedad de sus estilizadas facciones y elevando la peculiaridad de su carácter a nuevos territorios nunca antes retratados en su fisonomía, tiñéndolas de un rojo anaranjado encendido, casi bermellón, un digno espectáculo de trágica nobleza, de marcial nostalgia. Todavía algunas gotas residuales de lluvia retumbaban en el techo de la casa. E. se sintió conmovido por semejante estampa durante unos segundos, pero no pudo menos que proseguir con su discurso:

- Lo que le quiero decir en última instancia con todo esto, es que mi descripción de lo poco que he leído en usted desde el principio me llevó directamente a querer resolver sus conflictos de manera ineludible, intento de resolución que es prácticamente imposible para cualquier ser humano, no resultando al fin más que una simple sugerencia, una especie de intento de orientación acorde a su temperamento, su situación vital y sus acciones pasadas que determinaron su presente de manera necesaria, como la tablilla de cera del divino Platón: lo que he leído es sólo la punta del iceberg, el crucifijo erguido que adorna el cenit de la capilla. Usted misma debe de encontrar una posible respuesta a su conflicto de manera gradual, después de haberse conocido lo suficiente en lo que concierne a este caso en particular, mismo que entronca decisivamente con todos sus demás problemas. Yo soy su espejo ahora, yo fui su espejo hoy. ¿Qué ha visto usted en el espejo? Eso sólo puede saberlo usted. Al final, sólo uno puede leerse a uno mismo. Todo mundo necesita una mirada que no salga desde él mismo, que le ayude a encontrar su verdadero camino ¿Es lo que intentan hacer torpemente los psicoanalistas de estos tiempos, no es así? Sólo que olvidan que todos somos parte del todo, y que hay que rendir tributo silencioso a tan sagrada realidad en cada análisis, en cada lectura. Es una norma divina que sostiene y rige sobre todo lo humano: “lo que está arriba es como lo que está abajo”, recuérdelo bien ¿Sabía usted que los antiguos buscaban en las estrellas y en las tripas de los borregos la respuesta a sus inquietudes cotidianas y problemas personales, tal y como pretenden hacerlo ahora los charlatanes e impostores que pululan hoy por todas partes, en la televisión, el radio y los periódicos? Así nacieron esas divinas artes, y no en la adoración de viejos dioses o del Universo mismo, como se piensa regularmente. La única diferencia entre nuestros charlatanes contemporáneos y los antiguos y venerables lectores era precisamente ésa: la capacidad innata de unos cuantos para poder leer de manera verdadera y desinteresada el alma de la personas y del Mundo mismo… sólo unos cuantos… como yo. No lea en esta expresión mía arrogancia, sino sinceridad plena. Usted misma puede notarlo. Léame también, si es que puede hacerlo en algún grado.

El noble y estoico semblante de la mujer que había logrado imponerse minutos atrás había ido desapareciendo gradualmente a lo largo de esto último dicho por E., como encogiéndose poco a poco en sí mismo, replegándose hacia su núcleo. Ella lo miraba ahora con una expresión en extremo confundida, de un desconcierto y desolación abismales. No sabía que decirle, ni siquiera sabía ya quién era en ese momento, todo le parecía una fantasmagoría, un cruel y vago sueño, falto de solidez y de fundamento. De pronto, sin previo aviso, se dejó caer de rodillas sobre la alfombra de recibimiento, y empezó a llorar amargamente sobre el regazo de E. como nunca lo había hecho en su vida, durante casi doce minutos sin interrupción. Días después, pasada la tempestad, pudo percatarse al recordar que durante aquel momento sintió un alivio indescriptible, algo semejante a como si hubieran quitado una pesada losa de su pecho y un apretado casco de sus sienes. Durante su llanto fluyente, algo le recordó vívidamente aquellas míticas noches en las que se hospedaba con su abuela cuando ella aún era una niña: del aroma a pastel de fresa recién horneado de la casa, las cortinas color marrón y la calidez que desprendía todo eso; esas noches en la que la abuela le solía contar cuentos de sabiduría popular, de brujas, de animales y de héroes, por lo que muy a menudo terminaba llorando en su regazo debido a la maldad de los personajes antagónicos o al trágico destino de los benévolos protagonistas, quizás simple pretexto para canalizar el malestar producido por ciertos regaños pasados de su madre y de su padre que se habían logrado alojar y sedimentar poco a poco en su todavía puro y tierno corazón.

- Tengo que irme. Va a estar mejor ahora. Que el Cielo la proteja – dijo E. en voz baja.

- La… la… la puerta… gracias por… no sé si… sniff… no sé... – balbuceó la mujer sin demasiado coherencia, pero con una dulcísima voz que nunca se había escuchado pronunciar ella misma. Dudó incluso que se tratara de sí.
*
Había dejado de llover, pero en cambió comenzó a hacer mucho viento. E. siguió caminando a través de la acera. Por la inclinación de las hojas de los árboles y el progresivo apresuramiento de la gente al caminar, pudo adivinar que la temperatura bajaría todavía unos diez grados más. El semáforo dio luz verde. La figura de E. se fue perdiendo poco a poco entre las demás figuras desdibujadas y desparpajadas que se arremolinaban en la esquina de las dos grandes avenidas, la mayoría con prisa endemoniada. Un vocero, desde el otro lado de la acera, pudo notar asombrado y casi por accidente que E. sonreía levemente al pasar por el cruce de peatones justo enfrente de su quiosco, contrastándose con todas las caras llenas de desánimo, de hartazgo e incluso de clara indignación que le rodeaban por doquier. Seguramente habría vuelto a leer algo importante entre toda esa gente.