martes, 11 de noviembre de 2008

Espontaneidad (Analepsia DCI)












Regresar hacia la intimidad pura. Recorrer una y otra vez los caminos de vuelta hacia el jardín de los cerezos. Zarpar hacia las cosas desde el destello primigenio de vida, inocente y limpio, como un bostezo matinal, como un desnudo pensamiento.


Repasar de manera incesante los colores y los numerales, con el fin de fijarlos en el cenit de la reminiscencia. Bautizar con palabras tímidas las islas venideras. Bañarse en aguas perfumadas, adornar los cabellos con los pétalos de la ligereza.


Tirar por la borda lo mismo al propósito que al despropósito. Elevar una oración a los antepasados desde las antesalas blancas del corazón durmiente. Meditar sobre el estrecho puente del olvido. Sembrar sobre los surcos salados que atraviesan tus mejillas.


Resquebrajar de un golpe los moldes y las máscaras del mundo, sólo por un instante. Exponer las manos curtidas a las doradas caricias del sol. Sentarse sobre la roca y ser la roca misma. Dibujar como los niños: jugar, dormir y despertar siempre con un “porque sí” entre los dientes. Brisa de juventud temprana. Anhelo de claridad velada. El efecto insospechado del amor verdadero.

Sobre la impermanencia: dancing in the Buddha’s palm (Analepsia DC)














Sentado sobre una losa de cara a la pétrea plazoleta blanca y roja, de manera intempestiva, las ruidosas turbinas del avión del deseo surcan el viento por encima de mi cabeza. Debido aparentemente a la inercia del vuelo, algunas notas de saxofón que se encontraban por allí suspendidas terminaron por amalgamarse con unos setos verduzcos con pequeñas florecillas amarillas que adornaban la entrada de uno de los comercios situado a pocos metros de mí. Eran flores muy parecidas a las de la vainilla, pero con pétalos un poco más delgados.


De manera simultánea e igualmente inesperada, un ágil perro maltés pasa corriendo fugaz, a un costado mío, y con el rabillo de mi ojo he logrado atrapar su sustancia en menos de un segundo. Si el movimiento es acto, también es aroma de tiempos lejanos, fragancia de estatuas erectas y de reinos reducidos a átomos invisibles. Ni siquiera el dulce y despreocupado canto de la niñita de anaranjados caireles que goza jugando frente a la fuente ha podido hacerme cambiar de opinión. Mi argumento es infalible, pues carezco de uno.




Vuelve a pasar la misma aeronave por el mismo lugar por donde desgarró las nubes la ocasión anterior. Pero yo ya no soy ése, aquel sujeto al que le fue bendecido el cráneo con un escandaloso beso la ocasión pasada. Soy otro, así como la nave es otra: no podría ser la misma. Ahora soy un minúsculo escarabajo que cruza las agrestes estepas rusas recitando en su idioma original múltiples y profundas oraciones de aquel cristianismo perteneciente a la iglesia ortodoxa. Asemeja mi nuevo cuerpo a un grano de café de grandes dimensiones, o a alguna semilla emergente del carnoso y concupiscente núcleo de ciertas frutas tropicales.


Nada me ha apartado nunca de los legendarios bosques colgantes, cabellera húmeda de Mnemosine, la madre de las artes: si permanencia es memoria, el poema de Parménides no es sino una bella y antigua oda al recuerdo. Pero un recuerdo sólido, indestructible e inconmensurable: monolito cosmológico sin mácula ni contradicción, pulido y brillante como el alba manzana nacarada del Árbol del Bien y del Mal. La única manzana blanca que ha existido: como el limpio mármol, como la porcelana pura, como la sal originaria, como estas largas paredes y altos arcos de la plazoleta en donde me encuentro ahora, en donde me encontraba ayer, anteayer, hace un mes, hace un año…

Menú a la carta (Analepsia DXCIX)















Cruzando a pie las estepas de cristal subterráneo, súbitamente emerge de entre las etéreas espigas de acero un par de burbujeantes manantiales de estruendo. Varias ninfas translúcidas con ropas de eco y resonancia retumban con cadencia y antiséptica gracia de extremo a extremo del paraje. El polvo baila sobre la blanca llanura nevada, y a lo lejos todo un conglomerado de abedules índigo-violáceos voltea a ver a las alondras. Las nueces que han quedado en el piso, inmaculadas, se elevan como gotas de mercurio amado hacia el cónico ápice del mundo, aprehendiéndolas en su núcleo, su singular galaxia.



Y la gente come, ríe, se viste, camina y odia.



Pétalos de plata y de nácar rosado circundan los rizados cabellos de los ángeles mudos: el tapiz sagrado de sus cráneos. Las raíces y las ramas del fondo del océano explotan y se impactan contra las cálidas espaldas de la fortaleza de amatista, tan elegante y tan erecta como siempre lo ha sido, a través de las comarcas y los sellos. Un beso de cera y otro de esfera se guardan y fluyen en los interminables ríos internos del carmín y la esmeralda, aprestando el vuelo hacia los confines de las olas titilantes y de la frescura del pecho del halcón invisible, padre y madre de la aurora boreal, abanico espectacular del sueño de Dios.



Y la gente duerme, defeca, copula, platica y se rasca.



Al parecer… nada fuera de lo normal.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Ejercicio estilístico: elegancia sobre la arena (Analepsia DLXXXVII)













Por el momento, la práctica del haikú ha sustituido a la pintura y al dibujo en mi itinerario catártico. He logrado paisajes de mayor magnitud emocional y de más extrema precisión imaginativa con la técnica de los tres versos y de las diecisiete sílabas, que en lo que había hecho hasta el momento según considero, en las artes plásticas durante este último año.

Aunque los míos no sean haikúes estrictamente canónicos en métrica silábica o en temática apegada al canon budista zen, conservan, según creo, los rasgos más relevantes que considero indispensables para esta forma de poesía japonesa: el ritmo, la espontaneidad, el vínculo con la naturaleza y el lirismo onírico. La cultura nipona y su arte, admirable por su apología al silencio y al minimalismo tanto moral como estético, ha aportado su espíritu a los siguientes retratos de mi alma reflejada en las cosas; cuestión que, como dijera de manera conclusiva en uno de mis trabajos: “Hay alma en las cosas, y las cosas son Alma”.

Las lámparas, medusas
de luz
en la superficie del agua.

Los ríos del mármol:
relámpagos
de estoicismo labrado.

Garabatos del lago:
discretas
las ondas en el espejo.

Muros de papel.
La tinta:
las momias del habla.

Frío en mis dedos
y escarcha
en los pies de la conciencia.

Dos altas palmeras.
Rascacielos
de los dioses primigenios.

Barras de neón azules.
Noche:
la porcelana de tus pechos.

La negra torre de obsidiana:
escalofrío
en la espalda estilizada.

Gotas de música lenta
escurren
desde el canto de la aurora.

La efervescencia pasa.
La carne queda… y el tiempo.
Ese extraño señor.

Veo tus hombros…
¿Humo de cigarrillo?
El frío tiene noche.

La mente mira atenta.
Se abre paso el crepúsculo
manchando a las cabezas de tarde.

Desorden de las hojas.
No hay árbol sin ramas.
La tiranía del orden.

Mis hijos son ellos.
Ninguna pirueta en vano.
Zarpa el sonido por la ventana.

Un ave recorre la laguna.
Se ha fundado un imperio.
Ahora hay blanco en el agua.

Las cortinas del mundo
son hoy
tus párpados somnolientos.

Las olas se rompen.
Un instante llega
y la sal lo cristaliza.

Un búho desgarra el aire:
la madrugada
que reclama su territorio.

A menudo el fuego
no es el enemigo:
es vestido y sustento.

Cerrado el camino.
Un perro descansa
frente al antiguo zaguán.

El perno gira
sobre otro perno
que también gira.

Gota de mercurio:
Alfa
y Omega.

Rebota la luz
en la fragilidad
del silencio.

El sueño
viene y arropa
al niño y al anciano.

Las praderas
y el terciopelo.
Suave inhalación.

Arrullo de río
y murmullo
de ciudad.

Gran sacudida
aquella,
la de la quietud.

La rojiza lengua
que humedece
las palabras muertas.

Sólido paisaje.
El masaje
del alma en tensión.

Un tierno pétalo de rosa
basta
para sobrevolar el mundo.

lunes, 20 de octubre de 2008

Nostalgia octobrina (Analepsia DLXXII)














A través de la suave música proveniente del cardiaco redoble del veloz colibrí, puede uno seguir la línea que une todos los geranios de fuego, y que traza y dibuja a su vez con suma sutileza el cristal de los copos de nieve que habitan las agrestes estepas.


Los zorros plateados se acercan a oler la carne muerta de la liebre, y sin darse cuenta, han desatado ya en todas las piedras y los troncos que los merodean un eco profundo, grito universal y coro majestuoso, identificado a veces con la niebla, a veces con los destellos matinales.


Millones de rezos provenientes de toda clase de mezquitas y de monasterios, de templos y de catedrales, son opacados a penas por el monótono y modesto zumbido de la avispa que, suspendida a la mitad de su meticuloso vuelo, circunda los pozos y las afluentes de miel subterránea que permanecen y corren por las arterias del tiempo.


Con elegancia y hermoso minimalismo, las nubes cruzan y desintegran el índigo lienzo de los días venideros. Un rostro escondido en el capullo, un magnetismo hierático: terremoto del átomo. Un par de niñitas rubias juegan al té. Dos cuerpos de ébano, esbeltos y sigilosos, concretan el acto sexual. Un viejo asoma desde un peñasco, admirando lo nuevo escondido.


¿Y qué se hace cuando la porcelana se rompe? Los pedazos generan imperios, cordilleras y libros. El polvo vuelve al polvo, pero en forma de estrella, de sistema, de galaxia. Se inundan de sal las cavernas y de ídolos las cabezas. La gota vuelve al mar y se pierde en su encuentro.


Un rasgo, una sombra, una pincelada. Un derramamiento de ambrosía y de imágenes infinitas: el caleidoscopio de los días y de las horas. El ojo es el faro del mundo, y la luz que proyecta es su interpretación. La sonata, el concierto, la sinfonía de los destinos.


El fiel samurái introduce el acero en su propio cuerpo. Un púrpura beso que todos conocen y que nadie recuerda. El acólito recorre los pasillos sahumándolos con su incensario. El huidizo y aromático espíritu que se eleva, gira y se transforma a través de sus caprichosos ciclos, de sus juguetonas espirales en el espacio.


Situados en medio de las llanuras, se extiende de frente y por detrás de nosotros ese inexplicable sentimiento originario, ese vacío completísimo que permite observar a la brizna de hierba en su escalada hacia ser puro verde, pura idea, pura sustancia inefable.


Luego uno regresa a su natural morada, en medio de cafés y de abrigos, de elocuencia y de reputaciones. Sin embargo, pese a haber sido el cisne separado del lago, nunca apartará de su memoria ni de sí mismo aquellos preciosos diamantes que el sol, al tender su alfombra le había regalado, reflejándose en su superficie.

Hoy desperté y era ayer: my own personal Freud (Analepsia DLV)












Los sueños son la materia orgánica de nuestros deseos. Después de más de un siglo de psicoanálisis, tal aseveración debe sonar bastante familiar, incluso repetitiva y anodina. No obstante según creo, es menester meditar acerca del sentido profundo de semejante postulado, por lo menos para aquellos que aspiren a tener algo más que una nublada comprensión de sí mismos. Titánica tarea qua a veces resulta utópica: si es tal, que en la aspiración quede el mérito.


Los trozos de la barca que despedazó la tormenta, aquellas astillas de madera y valijas sobresalientes que flotan y se entretienen jugando sobre la superficie marina, son los rastros y las señales que emergen desde lo insondable de las catástrofes del yo. Se despegan de vez en cuando algunos corales del arrecife y salen impulsados, en un vaivén nocturno, hacia alguna costa de delgadas y finas arenas, en donde aguardarán al amanecer a que algún curioso paseante les recoja y los lleve a su bolsillo. Depende del paseante el uso del trozo coralino: ornamento, material de investigación biológica, o simplemente desperdicio.


La interpretación es un tema delicado: no todo son burdas hermenéuticas epocales, repetitivas lenguas muertas que han perdido su asombro originario ante lo desconocido, lo irracional y lo extenuante. El sueño aparece crudo, de frente a la conciencia. Se comienza a desarrollar por sí mismo, empieza a deshilvanarse la madeja de manera intempestiva y constante; los significados pierden consistencia, comienzan a hilarse unos con otros, y a lo mucho, lo que acontece la mayoría de las veces es un afloramiento emocional, una impresión afectiva de algún suceso pasado, ya sea remoto, ya sea reciente. La claridad interpretativa dentro del sueño por lo general brilla por su ausencia. Uno amanece apaleado, como después de una gran batalla con criaturas míticas, desorientado y abatido, recordando muy poco de lo ocurrido durante la pugna. Y efectivamente, así es. Es una lucha contra fantasmas que vagan a través de los pasillos abandonados de nuestro devenir, en la que nuestros inocuos golpes no son más que eso: inocuos.


La relación del tema onírico con el surrealismo no es mera referencia cultural: es el problema del sentido y del sin-sentido, incluso pertinente a la lógica y al análisis lingüístico, tan de moda ahora en la filosofía academicista. Las barreras de lo posible se quiebran en sí mismas desde el mismo sujeto a la hora de despegar el vuelo nocturno hacia territorios inhóspitos, confortantes o completamente descabellados, dependiendo la tesitura del asunto y del ánimo del viajero. Las fantasías y las pesadillas están fabricadas de la argamasa de lo que escapa a la ligazón normal de la racionalidad espacio-temporal-causal. Es la causalidad que obedece, en forma al menos, a la casualidad, al ¿por qué no…?: al acaso. La apología de lo imposible emerge desde el acontecimiento mismo. No es casualidad tampoco la ambigüedad evidente en varios idiomas, en los que el vocablo sueño se usa igual para referir al proceso mental ocurrido durante la actividad durmiente, que para señalar nuestras metas y aspiraciones más entrañables con referencia a nuestro porvenir. Graciosa también la manera en la que se conectan la historia con la metafísica, es decir, lo pasado con lo futuro. Curiosa cronología del hombre en la encrucijada del carpe diem, del hic et nunc.


El sueño, es expresado con mayor corrección en lengua germana: träumen. Trauma también es herida, un incómodo recuerdo de algún encuentro desafortunado con las circunstancias pasadas. De vez en vez, estas heridas quedan al descubierto en el letargo nocturno, y es cuando los ídolos se abren paso a través del tiempo: los arquetipos, figuras y demás sujetos de la historia personal, ya transformados en personajes ficticios, cuasi literarios, ilustran la gran novela “incoherente” de las acciones pretéritas recontextualizadas en increíbles paisajes, dentro de extravagantes escenografías. El látigo fustiga al recuerdo, y las rodillas se pelan cuando uno tropieza con una piedra y va a dar al suelo. Pero es de la caída el nacimiento de la posterior prudencia al caminar. Frónesis del dolor, y el sueño como uno de sus más abundantes y peligrosos manantiales de significado.


Quizás, y sólo quizás, la vida de vigilia no sea más que un pie de página de la vida onírica. En los sueños aparecen los símbolos más concretos, ya arraigados en las sub-conciencia, sustancialmente sintetizados por la experiencia de manera contundente, aunque ambigua. Pero igual de ambigua o más resulta la realidad fáctica, el mundo social de la cotidianeidad, de los innuendos y de las dobles morales. Ahora nuestro panorama se invierte: la claridad no se encuentra ya en el mundo de los despiertos, sino en el territorio de los dormidos: dolor de cabeza de Heráclito si convirtiéramos sus palabras no en metáfora, sino en hecho. Las arenas movedizas parecerían ser ahora las de afuera, no las de adentro. Si pudiéramos ser susceptibles de organizar y aplicar la hermenéutica más agraciada a cada uno de nuestros tesoros simbólicos del paraíso de Morfeo, convirtiéndonos en nuestros Freuds personales y autosuficientes, caerían multitud de velos y podríamos mediante un gesto obediencial, con ayuda del timón de Minerva, conducir nuestra voluntad hacia los cauces que verdaderamente le son pertinentes: realizar la ética más perfecta, sin energía desperdiciada ni flechas errantes, lo menos posible. Economía del bon sens.


Calderón De La Barca y su inmortal dictum como nuestro balsero a través de aguas profundas. En todo caso sería menester aprender no sólo a soñar, sino a despertar: a capturar las escurridizas libélulas que pululan y dan sus rondines sobre la vaporosa laguna. Una tarea de por sí bella, pero como todo lo bello, dudosamente aprehensible en sí mismo.

sábado, 11 de octubre de 2008

Estudio sobre "La cascada Amida en el camino Kiso" de Hokusai (Analepsia DXLI)


















El arpa cristalina del fluir.
Helado... frío. Templado.
Fresca conciencia del espacio.
Los arbustos observan.
Hedonismo olvidadizo.
Ánimo aguamarina.
La araña sigue tejiendo.
Inerme, el tiempo arroja su red.
Insignificancia cósmica.

Estudio sobre "El rey bebe" de Jacob Jordaens (Analepsia DXXXIX)
















Humana naturaleza.
La pesada corona de asbesto.
Miasma y candor. Carcajada.
Oro y vino: la canción.
Los cascabeles del instinto.
Terciopelo ríspido.
Absolución de la ignorancia.
El carnaval de las máscaras.
La opaca pompa de lo cotidiano.

Estudio sobre "La noche se abre" de Geneviève Asse (Analepsia DXXVI)


















Un sonido inaudible.
Rasgo familiar y luminoso.
Ecos del mar y de la suave piel.
A lo lejos: añoranza que resplandece.
Neblina y lumbre.
Lúdico despertar.
Un susurro: hermoso vapor.
El sagrado vacío del ensueño.
Ascesis de la percepción.

El hilo invisible (Analepsia DXIII)














La fría brizna de la lluvia persistía en su encarnizado encuentro contra las delgadas falanges de las igualmente heladas manos de Irina. Soplada por el viento, como una mascada translúcida, el agua distendida se dispara, va y se impacta con sutil y cristalino timbre sobre cualquier superficie que le oponga resistencia a lo largo de la especial soledad de las calles desnudas. Se cimbra el nocturno asfalto al pasar de los vehículos, se abren y cierran pétalos de luz en cada semáforo. Hay niebla, brillos ámbar en las charcas, y un par de zapatillas empapadas, con dos capullos rígidos que tiritan, encogiéndose dentro. La caballerosidad suele ser una virtud muy rara en estos tiempos: fue una afortunada frase que escuché de algún fulano observador en la fila de la taquilla del cine. Tiene uno que remontarse a las obras capitales del Medioevo acerca del amor cortés, o en el más obvio de los casos consultar el obligado referente cervantino para volver a aspirar ese estimulante olor a nobleza, esa tersa textura de entrega incondicional, de lirismo ético que escasea ahora entre las parcelas humanas.

Finalmente, un auto se detiene. Se abre la puerta. Irina sube sin mirar siquiera al conductor.

- Muchas gracias. Llevo cuarenta y cinco minutos esperando a algún vehículo que me lleve. Ningún taxi hace parada aquí por lo visto ¿no? ¡Y con esta endemoniada tormenta no se puede ni cruzar la calle! ¡Todo esta inundado, se sale el agua de las alcantarillas como de las fuentes! ¡No es posible!
- Así parece… ¿a dónde la llevo, señorita?
- ¡Ah, sí! ¡Qué despistada, perdón! Al edificio Balmori por favor: está a siete cuadras de aquí.
- Bien.

Después de la tempestad, la calma. Los limpia-parabrisas son las manecillas combatientes. Un par de ojos fijan sus zarpas sobre el retrovisor, que a su vez refleja, acorde a su naturaleza, algunos fantasmas rojos y anaranjados que rebasan o permanecen en la retaguardia, borrosos, como también naturalmente son. De reojo se advierte una parcialidad de rostro blanco, suave, montado sobre un cuello esbelto, adusto, lleno de recovecos lisos y de interesantes líneas imaginarias, colocado asimétricamente sobre el asiento del copiloto. Unas delineadas y sólidas piernas, entalladas en mallas negras de licra, asemejan trazos pintados por la brocha de algún maestro calígrafo chino. No es fácil dibujar un sentimiento, y mucho menos un cuerpo. Bastante empapado, un delgado suéter violeta sirve de segunda piel a sus proverbiales senos, coronados en la cima con pezones erectos, símbolo de la vulnerabilidad humana frente a las inclementes condiciones del clima que muy a menudo la carne no puede soportar. También hay cascadas de rubios cabellos, húmedas lianas de ópalo que engalanan los hombros más redondos que se hayan presenciado.

Ruidoso y grotesco, el chofer pasa saliva con dificultad, al unísono con ese rechinar de dientes interno que sólo pueden oír los perros, o en todo caso, las hadas. Sus venas se inflaman más de lo normal, paralelamente con la desinhibida fuga visual de la muchacha por la ventana, tocando los edificios y las laderas de los postes eléctricos con su mirada, en un melancólico y afanoso querer aprehender los momentos, los vidrios empañados y la sinfonía de cláxones que va surcando la nave en su travesía por las avenidas y los cruceros. Su tranquilidad ahora es proverbial, admirable en una joven fémina, por lo general atravesadas por apegos y vicisitudes nimias. Parece que no recuerda nada de lo ocurrido. Quizás eso haya sido lo más irritante de todo. Pero eso no importa: al final, la noche ofrece un espectáculo sin igual, un banquete de neón y de advertisements que mueven, aún al menos sensitivo, hacia un puro frenesí citadino, al arrebato estético aquel que sufren los policías guardianes de la madrugada y los niños sin hogar en medio de los mudos e imperturbables muros de la urbe: un placer que pocos tienen la fortuna de experimentar. Sumergida la ciudad bajo un casi perfecto y llano silencio, penetrada y desbordada por un claroscuro penetrante en sí mismo que suele dejar sin aliento. Algo sagrado camina de esquina a esquina, vuela por encima de las conciencias dormidas.

- Ya casi llegamos. Disculpe si es que desvié el rumbo de su destino. Yo sé que usted no es un taxista ni mucho menos, pero no sabe cuánto agradezco su amabilidad al hace esto por mí. Muchas gracias.
- ¿Irina, verdad? Qué ironía…
- Sí… p… ¿porqué? ¿nos conocemos de algún lugar?
- Perfecto. Adiós.

Los párpados masculinos se cierran. Las manos se despegan del volante de manera progresiva, hasta quedar completamente apartadas del mismo. El timón ha quedado emancipado. Durante trece segundos el automóvil sigue su marcha azarosa a la expectativa del mundo, libre por vez primera, haciendo honor a su nombre. Un último pensamiento, una última sonrisa, un último grito, una última lágrima. Finalmente, el carro se impacta de frente contra la base de un puente peatonal. Una llamarada bufa y se expande desde los incandescentes restos metálicos que permanecen aun en su núcleo, congelados en un segundo irrepetible, a punto de ser despedidos por la natural inercia centrífuga, madre de todas las cosas.

Caprichosamente (como casi todo bajo el sol), una de aquellas gotas que antes residía sobre el cofre del vehículo, por medio de una epopeya de distancias imposibles y de mágica resolución, cae como líquido látigo sobre la espalda de un viejo ciego que tuvo la fortuna de transitar por las vecinas aceras, escuchando y resintiendo el accidente a veinte metros del mismo. Frunce el ceño. Pone la lengua, como resorte, sobre su paladar. Aprieta con mayor fuerza su bolsa de papel estraza que contiene su cena de hoy: dos bizcochos con poco dulce en la cubierta, un litro de leche semidescremada en tetra-pack, y un sobre pequeño de café en polvo. Poco a poco voltea su cuerpo, dando lugar en su interior a un asombro mesurado, a un súbito y mínimo sobresalto en medio del caos de la apocalíptica escena. El estruendo es terrible, el calor abrasador, y sin embargo el anciano no pierde la postura ni la orientación en absoluto. Casi como si nada después de un minuto, sin preguntar a nadie sobre lo ocurrido, sigue su paso lento y metronómico de camino a su hogar. Hay algo de familiar en ese estoicismo, en esa imperturbabilidad callejera aún en las circunstancias más sobrecargadas anímicamente, incluso en las más dignas de temor o desconfianza. No es un simple abandono, ni un vulgar retiro. Hay algo de loable y de satisfactorio en aquella familiaridad. Pocos pueden acceder a ese estado ¿Cómo le llaman...?

El anciano llega a su puerta. La abre. Entra y pone su chaqueta en el respaldo de su sofá. Con dulzura y tono agotado, vocifera:

- ¡Irina, querida! ¡Ya llegué!

lunes, 22 de septiembre de 2008

Óptica de la existencia (Analepsia DVI)


Como un lente fotográfico obscurecido, deforme o roto, pasamos a menudo de largo frente a la perenne sabiduría y las verdades eternas desplegadas durante el juguetón decurso y vaivén de los avatares diarios. Así como el ojo del recién nacido aún no aprende a ver, moviendo sus globos oculares de aquí para allá sin ningún tipo de control, capturando únicamente la impresión de la luz y de los colores sin tener una conciencia plena de la realidad interactiva entre los objetos y los sujetos; de la misma manera uno pasa por tinieblas en este mundo desprovisto del ejercicio de la experiencia, del ensayo-error del desaletargamiento de nuestras más nobles facultades. Es así como marcha, a ciegas, la gran mayoría de los hombres.

El caro peligro de esta empresa reside principalmente en que, a mitad de nuestro habitual y vital entrenamiento, uno es ya capaz de percatarse de la lógica de los hechos, de sus posibles efectos y causas y de su reciprocidad en relación con nosotros; sin embargo, en un arranque de soberbia y de sobre-excitación del espíritu, no es capaz de percatarse aún de nuestras limitadas capacidades, de nuestra humana naturaleza. De allí la profunda ilusión sufrida por románticos y por metafísicos, por nigromantes y por religiosos, en la que se asemejan a aquellos ciegos de nacimiento que llegan algún día a ver, y que en medio de su frenesí, confunden la potencia de su vista con las del tacto y las de la voluntad, creyendo poder mover las cosas con su sola mirada, alcanzar y bajar la luna con su mano, o perseguir y saltar para montarse sobre la huidizas nubes en el cielo.

Es menester corregir esta deficiencia a tiempo, con el fin de que, como propone Wittgenstein, podamos llegar a obtener “la visión correcta del mundo”. Es una, sino es que la más importante, de las misiones como individuos, como entes vivientes y racionales sobre esta tierra.

Esta confortante y teleológica respuesta dentro del estudio óptico de nuestras vidas, ha de llevarnos, tarde o temprano, de manera inevitable y casi siempre abrupta, a quizás la más originaria y más penetrante pregunta de todas las que se ha hecho el hombre en tanto hombre, a saber, aquella que se han formulado y seguirán formulándose miríadas de pensadores en algún punto de sus existencias; aquella que acaso ha dado lugar a la filosofía misma en sus estados primero y último, y al fundamento mismo con el que comienza todo credo y todo culto transmundano: uno llega, crece, sufre, goza, falla, acierta y se perfecciona hasta tal punto de convertirse en un sabio, experimentado mirador de la realidad que ha aprendido a contemplar las cosas y a actuar en consecuencia de manera justa y adecuada: ha devenido el mejor de los hombres para gracia de todos… y luego, sin más, se marcha para siempre. Todo lo construido queda a la deriva. Otros le seguirán en su comienzo y en su final, indefinidamente en el tiempo, por los siglos de los siglos… amén.

Aquí, junto con el gran Khayyam, nos preguntamos: ¿Con qué fin fabrica Dios la mejor de sus vasijas, si tarde o temprano ha de destruirla, azotándola contra el suelo? La pregunta de preguntas: la muralla infranqueable. Lugar común ya, y sin embargo, la savia amarga que todo hombre, aristócrata o lúmpen, ha de probar antes de disolverse en la vorágine de los días y de las noches venideras. Al principio uno ve la montaña. Luego, ya no la ve. Y al final, vuelve a verla como antes estaba. Néctar del budismo zen que demuestra el necesario e imprescindible círculo vicioso en el que están condenados a caer los amigos del conocimiento y los amantes de la sabiduría: al final, como desde lo más alto del teatro, todos ven lo mismo aunque usen sus ojos de distintas maneras, aunque admiren desde distintos ángulos la obra. La metáfora del ojo que, en tanto que ve, no es capaz de verse a sí mismo viendo, a menos de que lo haga por mediación de un espejo transmundano que no existe. Parerga y Paralipómena: el espejo de todo lo demás.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Homeward Angel (Analepsia D)














Bare fields projected in the horizon.
Sitting on the grass: green humidity.
That fresh breeze by the morning. A kiss.
That taste in the back of my tongue.

The stars keep shining from my lungs.
A song escape from my universal feeling
creating an explosion of matter and forms.
We cannot ever change at all… I hope so.

With white sand on my lips and hair
I’m waiting so badly for the birds of prey.
This dream, this tick-tack down inside of me.
Drops of red and blue: violet humbleness.

City lights, cold rain, holy figures.
Silence in the bottom of noise.
One opened eye from a dark window:
the symphony of a thousand heartbeats.

Awake, asleep… who cares anyway?
Every silk that I’ve touched had become into fire. Ashes.
Tasty wine and bread; soft grapes and golden wheat.
That immense hat named sky.
Feet and hands just passing by: hurricane of things, buildings of memories.

Static, quiet, I’m trying to listen all.
Nothing came to me now, except for your warm blessings.
And your blessings are the world: nothing else, nothing more.
I know you’re always behind me. Stillness is my only creed.

Breathe… a sin… slowly… slowly.

Ecos del idealismo (Analepsia CDXCIII)










  



Las paredes, pálidas y concomitantes, brillan de manera opaca, como construidas con cera o con algún otro material translúcido empañado con el tiempo. Las notas circulan y eclipsan toda monotonía, la hacen tan grande y redonda que es imposible aplastarla con un pisotón. Hay poros, grumos, suaves planicies y olores fragantes en la atmósfera, de plátano y de mandarina nuevos. Las hojas artificiales, fibrosas y largas, fluctúan en el panorama de reojo con piezas del rompecabezas negras, doradas y marrones. Un cubo rojo, y una manzana sobre su cabeza. El piano y su omnipotente reinado, su tiranía y potestad sobre el silencio, piadoso asceta.

Y uno al leer esto, puede creer que estoy hablando de cosas, de objetos, de certeza sensible e inmediatez sensorial. Nada más falso que lo anterior: es imposible disociar lo que uno describe de lo que uno es. Aquel lector cauteloso y receptivo verá, como a través de un diáfano cuarzo, los vericuetos y las arrugas, las tempestades y los remansos de mi vida y de mi experiencia concreta, como alguien que lee en un idioma que no es el suyo aquellas líneas que fueron destinadas para todos, no sólo para unos cuantos.

Se dará cuenta de los ríos y de los arroyos que cruzan de vez en vez por el ardiente e inhóspito desierto; del volcán que, furioso, impacta su magma contra la nieve que se alberga a las faldas de sus amigas las cordilleras; de la translación de los átomos y de las estaciones en el disco de las horas y de los sueños; de los tambores y de los djeridúes que, resuenan, profundos, ante la llegada de lo ansiosamente esperado; de las cuevas y de los cenotes que esconden el agua más cristalina de mi espíritu; de los llanos y de las comarcas vírgenes que los beduinos y las cortesanas se han negado a transitar hasta ahora; del enano maldito que ríe con cada tropiezo y con cada vergüenza desde su agujero; de las bellas columnas de mármol etéreo que levantan el templo de mis ideas y de mis disertaciones: geografía, astronomía, física y arquitectura de mi alma.

Todo eso lo verá, y no titubeará en guardarse de hablar de lo presenciado. Porque, en ese preciso instante sabrá que, algunas veces, es mejor dejar las cosas como cosas, y las metáforas como retoños del árbol seco que permanecen frescos eternamente. Por respeto a sí mismo, se olvidará a sí mismo en el recuerdo perenne del mundo y su inacabable espectáculo.

No obstante, nunca podrá ocultarse del todo del gran ojo del Sol, y en cada poesía y en cada filosofía, le será imposible borrar su huella más genuina y originaria, elaborada con base en los materiales adquiridos en el trayecto que es fin en sí mismo, en el desgaste de las suelas y en la cuenta regresiva de los latidos y de los suspiros. Todo su cuerpo, sus acciones y sus letras gritarán: “¡Yo! ¡Soy yo y nadie más!”. Debe pensarse a la sustancia como se piensa al sujeto.

De pessimismus (Analepsia CDLXXXV)














Sed pesimistas, pero auténticos pesimistas: pesimistas congruentes, dueños del mundo. Aspirad a conformaros como aquellos pesimistas que festejan los colores y las texturas de las cosas en cada parada del asombro, esos que suelen bailar bañados bajo los cálidos hilos de la luz matinal y que suelen desayunar en inocente y simplísimo degustamiento al comienzo de cada jornada, celebrando todas las fragancias y todas las músicas, abstraídos de toda certeza teórica y de toda disertación turbulenta: los evangelistas del carpe diem más hondo y más ingenuo que pueda existir. Pesimistas lúcidos, despiertos, joviales; los cuales, en armónica consonancia con las palabras de Cioran, sean capaces de establecer: “la esperanza es una virtud de esclavo”

miércoles, 6 de agosto de 2008

Luz de ayer (Analepsia CDLXXIII)


Luz de ayer,

que no te puedo ver.

¿Será la mirada hacia atrás un volver?

Confesión (Analepsia CDLXVII)














He conocido los principios y las causas a través de una cortina de asbesto. He besado los pies de la estatua con el fin de purificar mis actos. He segado los maduros trigos con la filosa hoz de mi mente. He comido del jugoso fruto, ardiente elixir, y me he quemado los labios.

He desarrollado una alergia al recuerdo, y he olvidado que la tengo. He comprado en bazares y en plazas inciensos y esencias fragantes. He arrancado sus ropas de un jalón, y dejado al descubierto su hermosura. He viajado con mi caravana ciega sobre sus desnudos territorios.

He cargado sobre mis espaldas al tiempo, y a su vez él me ha cargado sobre las suyas. He jugado con los niños en el jardín transparente. He mandado mil cartas doradas selladas con nácar sin destinatario alguno. He posado mis plantas en leche, curando mis heridas y mis fallas.

He peleado a muerte con la muerte, y aún no me ha vencido. He saltado de alegría hacia el vacío, recorriendo el universo. He fijado los ojos en las cosas, y las he visto temblar como espejismos. He creído en los hechos día con día, en el corazón virgen y en los días soleados de invierno.

He vociferado evangelios que ya todo el mundo conocía. He fustigado a las mulas con el fuete destructor del epigrama. He levantado murallas alrededor de la ciudad devastada. He ondeado estandartes en honor de los siervos caídos. He visto la luna y el sol al mismo tiempo.

He robado del árbol su precioso y sagrado néctar. He congelado en ámbar los álgidos y preciados momentos. He fundido al rojo vivo la ausencia con la presencia, y el principio con el fin. He excavado las tumbas, y no he encontrado mi cuerpo. Siempre he mirado de lejos.

He bebido de la eterna fuente, y se ha refrescado mi carne. He comido montañas y valles para fortalecer mis huesos. He expulsado de mí al demonio, y me he quedado solo. He susurrado a mi oído un secreto, y éste se ha vuelto sordo. He dado a luz el nombre de un hombre.

He dormido en los bosques más negros y en las más blancas estepas. He despertado en suntuosos palacios, igual que en paupérrimas callejuelas. He liberado a las aves, y me han traído de vuelta hojas de olivo. He escupido a la discordia fuera, amarga saliva. He sido feliz un instante: ahora… por siempre.

Yesterday I woke up sucking a lemon (Analepsia CDXLIII)


















This necessarily is going to happen.
We want to, already.
You don’t know why… but you want it anyway.
You can’t pretend that you’re not.
But you do.
Actually, all the time.
Except for those little moments.
Those in which you weren't even you.
It’s someone else, talking through your lips.
Then you realize: yes, it’s me.
There's someone else talking?
I’m kind of quiet now.
Always I’ve been.
Why do you ask me these questions?
You’re only driving me crazy.
You know that?
At least crazier than before.
But there’s only a before.
There’s no now.
Anyway, you felt it.
Can you feel it now?
Is not love, neither hate.
What is it, then?
Can you hear it?
It’s close.
It’s warm.
It’s nothing.
But it’s there.
And you don’t want to get rid of it.
Cause it’s a piece of you.
Like your hands.
Like your legs, your eyes.
Like the sky.
Like this bright, wide, white sealing.
Jumping on me, and then, over you.
It's a flea in my conscience.
It’s a crumb of bread in my teeth.
It’s a bridge between two sides of a river.
Always an option to escape.
Not an option, really.
Not that ordinary freedom.
Not that popular free will.
Just a little pinprick.
And then… quiet again.
I prefer myself with my clothes on.
Thanks for asking.
Besides… what was that?
That thing outside the window.
Was that a dove?
A big butterfly, a bat?
A shadow, a dream?
Or what?
I’m not sure of anything anymore.
Never was.
But there’s something for sure:
You’re talking with me.
Right now.
I can’t be a paranoid. An “squizo”.
Why don’t you ever talk to me?
Are you there, really?
Answer me, dammit!
O. K.
No problem here.
Maybe you’re mute.
Or I’m deaf.
We’ll never know it with certainty.
I’m kind of thirsty right now.
And hungry.
I got an itch in the back.
And my nose is dropping.
Why I can't move my arms?
Do I have arms?
Where are they?
What’s this?
Wings?
Heads?
Fire?
A thousand universes?
No. Just me.
Me laying on you.
With all my heart.
On this flat bed.
In this white room.
Full of hopes and desires.
And walls.
And space.
Did I mention the walls?
No, I didn’t.
Did I mention the ringing bells?
Did I mention the endless fields?
Did I mention the amazing words?
Yes, I did.
And you know it.
Don’t you?
Yes, you do.
I know you do.
I always know.
It can’t even change.
Like the fact of blue ocean.
The fact of sweet honey.
The fact of red sunset.
The fact of facts.
The fact itself.
That’s a fact.
What else?
I don’t know.
I don’t know?
Do you ever wonder?
I mean, wonder. Anything.
I only smoke at the mouth.
And spit through it, too.
It got two functions.
And a lot more.
Is that an error?
Or instead, a blessing?
Who knows?
Oh, yeah… I forgot.
You always know.
You know everything.
Just like me.
With one tiny difference:
You really know.
I’m just guessing. All the time.
But… guess what?
I’m fine.
That’s why.
That’s why it was necessary.
And it happened.
Just as I said it to you before.
Just as you will say it to me after.
You know what?
I guess I’d better shut up.

Tratado sobre el alma y las cosas : Apartatto I (Analepsia CDXXX)


Apartatto I:
Della Scentia Del Âme Und Dellos Entes


Damas y caballeros, estimado auditorio: buenas tardes. Si ustedes así me lo permiten, he de comenzar con mi discurso.

Citando a Korhöleus Keppler en sus “Annales For Da Vita Futurea”, nos encontramos frente a una circunstancia que nos rebasa tanto de fondo como de forma, y en la que, una vez inmersos, nos resultará una auténtica batalla épica el lograr nuestros propósitos primigenios ya antes expuestos, mismos que ni Jerjes ni Kublain Khan pudieran haber librado con bien. Desde luego, no es menester ponernos apocalípticos, sino, más bien y al contrario, asestar fuertes borbotones de sólida y recia res de sapiencia de frente a toda la maraña de fulgurantes desvaríos, que, al más puro estilo de las potentes fuentes acuíferas, desborda su mismidad sobre suelos que no son suyos, sino de materia pétrea y caliza que yace sobre sí, que se resguarda a sí misma, que teme caerse hacia el cielo.

Teniendo los dulces soplos del piano como trasfondo, mis proyecciones mentales se encaminan, indubitablemente, al enfrentamiento con el mármol guardián de la problemática, aquella hierática barrera que se alza incólume sobre los sueños humanos. Aún descifrado el código genético, superadas las contradictorias facetas del discurso persuasivo, afrengadas las petroncas y fusgiladas las fragangas, quedan resquicios de lágrimas en los dientes y polvo fino de caída entre los labios. Las niñas, pulcras y aromatizadas como pequeños capullos de luz matinal, saltan la cuerda sin percatarse de la multiplicidad de insectos que envían de regreso al Hades en cada saltito. Son pocas las ocasiones en la que nos percatamos de la consecuencia real de nuestras acciones, si es que existe univocidad en la concepción de las acepciones antes mencionadas.

Lo barroco de mis disertaciones puede abofetearlos por un segundo, tal vez por tres: no es esa mi intención. Mi abuelo decía que cuando uno se enfrenta a un semental potentísimo, lo único que le queda esperar a uno es una cornada en el pecho; acto seguido uno se levanta y mata al ente bovino con la daga de la indiferencia. Así que, estimados oyentes, esta noche no pretendo fulminarlos con dagas, ni mucho menos con arpas (las cuales son, por su naturaleza misma, más peligrosas que las primeras), sino más bien invitarlos a brincar la cerca junto con los borreguitos, a sobrepasar los límites dados para regalarlos a quien no se procure unos, y de demostrar que siempre hay un hoyo en el muro, y que quien no lo vea, es porque está ciego.

En este punto, y para comenzar a explorar críticamente el tema, podríamos citar un fragmento de la muy conocida y divulgada leyenda del origen mitológico de las anémonas: “…Y entonces oyó al mar venir sobre su pueblo, y como saeta disparada sobre el ojo de un mongol, se dispuso a proferir blasfemias sobre la masa salada que obscurecía cada vez más su entrecejo. La espuma fue ganando terreno, y los pies del blasfemo se aferraban cada vez más a la arena hirviente y sedienta del flujo carmesí que se sostenía por encima de ella, no a muchos centímetros de distancia en realidad. El temblor traspasaba e imbuía tanto al hombre como al subsuelo, eran uno mismo en su vaivén emocional y de estrepitosos porvenires. La gente, presa del pánico, salió de sus chozas y empezó a buscar cangrejos para lanzarlos contra la cortina impenetrable que se veía cada vez más cercana y más maligna. La ola, por fin, arrolló al blasfemo y a su pueblo, los cuales murieron instantáneamente bajo el impacto talásico. Poseidón había cobrado su venganza. La vagina de su mujer jamás volvería a ser tocada.”

Suponiendo que arrojásemos veintitrés mapas a una turba iracunda, a la cual le pidiéramos de favor que buscara la localización exacta de Burdeos y de Creta, ¿cuál creen que sería el resultado, estimado auditorio? Lo mismo que almacenan en sus cabezas es lo que almacena en su aguijón el escorpión. La suerte, echada como está, no figura realmente como una opción efectiva contra los males del alma, ya que éstos, de naturaleza profunda como las raíces invertidas del Iggdrasill, se escapan a las determinaciones que ofrece la medicina futura y la sapiencia pasada. Tan escurridiza es su esencia, que incluso han logrado burlar al mismísimo Hymir, y a Polifemo tras de él.

Todavía no me explico, compañeros, como es que una simple mordida a una fruta o un vistazo a las costas de Vallarta pueden provocar la anámnesis suficiente como para derrotar por unos instantes a las fuerzas potentísimas del hipotálamo y de la glándula pineal. Y es una realidad auténtica, sin rebabas ni perspectivas oblongas. Un beso puede alterar el rumbo del mundo, así como una samba, una salsa o una rumba pueden llenar los más íntimos huecos. Los relojes de arena cambian constantemente de turno; y a veces unos, a veces otros, de vez en cuando se turnan para contar el tiempo del otro. Cuentan su tiempo, sus determinaciones y los axiomas inmóviles, de los cuales el alma no participa, por estar hecha de sustancia urania, de metal maleable, duro y líquido a la vez.

Una y otra vez se nos ha advertido del peligro de mezclar la gimnasia con la magnesia, y es esa inminencia la que nos hace sublimar los más exóticos perfumes que emite el espíritu-ánima en los hombres y en las cosas ¿No nos despierta a veces el olor a descomposición de nuestras más cotidianas aspiraciones? Bajo el eco recalcitrante de las caracolas cantarinas, las maderas y todo tipo de materia informe suelta aquel “no se qué” de esencial y de eterno. Al calentar la leche en la estufa y al apelmazar los cabellos llenos de shampoo a la hora del baño, ora si y ora no, se nos cae la teatralidad de la práctica diaria, y se elevan los telones que nos hacen percibir en todo su esplendor las maravillas herméticas de los objetos y los momentos.

Precisamente es esto lo que me lleva a pensar, estimada congregación aquí hoy reunida, que tanto la música como la sexualidad nos llevan por caminos antes velados, y nos reflejan de manera clara e impactante, la verdadera esencia del alma y de las cosas. Y con música me refiero, no sólo a aquella “misteriosa forma de tiempo” de la que hablaba aquel gran sabio argentino, sino, un poco a la usanza clásica helénica, a toda manifestación artística posible.

En Cínope ya se sabía esta gran verdad, pero se exageraron los modos. El excremento y el semen no son precisamente los medios más sutiles de decir “he aquí lo que se es en toda la extensión de la palabra”. Y de la misma manera en Königsberg, en donde se fundó el culto a la frialdad y a las migrañas de madrugada. De alguna manera o de otra, el máximo y el mínimo han sido siempre tocados álgidamente al referirse a “lo que habita pero no se resiste a residir”, y muy pocas veces en la historia de la reflexión sobre la reflexión han culminado triunfantes los coribantes canores de la buena nueva.

Sublime resulta el cuadro para el crítico de arte, no así para el matemático. Para el último es una figura, y nada más ¿Cuántos perros hemos perdido en batallas cruentas contra la nieve del silogismo, y cuántos icebergs se han derretido bajo el calor repugnante de la concupiscencia? El ser humano siempre sale de balance, rompe con la armonía que no es suya, que es prestada. No obstante, al romperla la construye, al armarla la destruye. Acoplamiento de fuerzas se rezó en China y en Éfeso, aunque aquellas oraciones ya casi se pierdan en los confines del imperecedero embudo.

Efectivamente, hay solidez en lo laxo y fulgor en lo apagado, sólo hay que ajustar los ojos para poder verlo con precisión. Hay tránsito en lo ajeno, y ajenjo en lo que no se comprende en su plenitud. Es por eso que, en el alma y en la mesa, en la piedra y en el espíritu, hay lecturas que sobrepasan nuestra lectura; y es justamente allí en donde comienzan la discrepancia, los desajustes y la paranoia.

Pequeño el cerebelo, grande el paquidermo, aunque rugosa e inhóspita los dos su superficie ostenten. Una representación no siempre es lo mismo en alemán que en mongoloide, así como el vocablo "sujeto" tiene treinta y siete acepciones. A cucharadas queremos sacar el azúcar de la caña, y con una red de pesca intentamos apresar los anhelos del mundo y de las formas. Yo no critico, señores, la forma de pensar ni lo metódico, sino el testarudo afán de no tomar el tren de las cuatro y media cuando se lleva una hora de retraso.

Tan estúpido es actuar por despecho como medicinal resulta al alma iracunda, y tan filosa es la punta de una cosa, como romos son sus elementos que la conforman. Nadie aseguraría que un electrón podría cortarle la cabeza a un fauno, ni que una mujer fogosa mataría de placer a un frígido gendarme. Y sin embargo, gracias al don divino del verbo y del “si acaso”, hoy los faunos lloran la pérdida de su líder, y el gendarme yace pecho tierra, seis pies debajo de las raíces de las remolachas. A lo que voy es que, mientras más se va, más se regresa.

Todo lo anterior que he dicho es verdad, estimado público, excepto la suma de sus partes. Así como Octavio no era Augusto y sin embargo así le llamaba su pueblo, no se puede confiar en tan sólo un discurso, pues “escribir con tinta se asemeja a escribir sobre el agua”, tal y como lo señaló la inmaculada semilla de Perictione, en una de sus apabullantes disertaciones.

Así pues, me niego rotundamente a penetrar en terrenos más abruptos que los que me permitan mis pies desnudos. Como dije antes, me limitaré a los oídos y al centeno, al pan y la espuma de la boca del poseído. Dentro de la aprehensión objetiva que se realiza en el en sí de la cosa, el padecer y la cura nunca salen avantes de las empresas de lo que está frente a los ojos. Arrojados al mundo con sutil hermosura, las flores del pecho de Shakti amortiguan nuestra caída libre. Lo implícito en las cosas es lo implícito en el alma. Por eso las vacas también están iluminadas (noble verdad enunciada por el bello príncipe-mendigo), y los valles son los curvilíneos decretos del cuerpo de Gea. No hay Poesía sin Filosofía, así como no hay fuego sin hielo. Variopintos nudillos del entramado de lo real a veces producen muy molestas erupciones en la piel, mismas que a veces nunca sanan, o tardan la eternidad de cinco años en recuperar su precedente envoltorio.

Aquel que esclaviza es también el libertador, y toda arma, como todo argumento, puede ser usada a favor o en contra del que la maneja. En el alma como en las cosas, lo esencial emerge de manera abrupta cuando todo es calma, de manera silenciosa en tiempos volcánico-ígneos. Se nos dio el tesoro del tercer ojo y la bendición de la criba aérea; para algunos resulta así, para otros no. A veces ver puede ser horrible detentar estas capacidades. A veces discernir es una alfombra de clavos y de espinos. No obstante, esto sólo pasa en un primer momento, y como en todo lo bueno, lo malo es sólo el principio. La adecuación es euforia, la adaptación es placer extático. Hay Apolos que se disfrazan de Dionysos, y viejecillas que asesinan a lobos con tal de quitarles la piel. El aprender es crecer, y crecer duele, pues estira los miembros y constriñe los tendones. Contradictoriamente, y una vez más de manera complementaria, la apercepción de lo verdadero no se da ni en la mandarina ni en la Justicia, si no en el aroma de lo primero y en el rostro del ciudadano agradecido en lo segundo.

Un día dijo algún hombre: “Una apuesta os ofrezco: traed un cuerpo hermoso y yo le sacaré lo hermoso. Tocad una pieza musical sublime, y yo abstraeré su sublimidad. Traed todos los tesoros del mundo, y yo los transformaré en cenicientos trozos de inanimados guijarros. Mi nombre es secreto, pero no mi oficio: soy amante de la sabiduría. Puedo hacer eso o lo contrario, dependiendo del humor en que me encuentre, y de qué tan sabroso haya estado mi desayuno. Malabarista de los términos, pongo en evidencia la esencia del alma y de las cosas. No es lo uno ni lo otro, si no todo lo contrario. Es lo que lleva esto a ser aquello, es lo que transforma al vidrio en magnolias. En lo burdo se esconde lo barato, y lo barato cuesta caro: he allí su loable valía.”

Sería perjurio olvidar que somos aquel animal que sólo capta siete divisiones en el espectro solar; el infrarrojo y el ultravioleta son fantasmas errantes para nosotros la mayor parte del tiempo ¿Cuántas realidades escaparán aún a nuestra vulnerable carne y a nuestra engreída sapiencia? Rutherford y su átomo en mil años serán lo que hoy es para nosotros la teoría del flogisto. Manejemos, pues, las realidades que tenemos con la misma delicadeza con la que la madre pasa la esponja mojada por la espalda de su crío. La humildad es la columna de caolín, y la capacidad de admiración la de casiterita, sostenes ambas del templo sacratísimo del dios Silencio.

En lo anímico y en lo físico, en lo escatológico y en lo natural, circula incesante el principio inaprensible, que por ser principio está presente en todo, y por ser inaprensible es muy fácil de nombrar. La llama verdiazul que ilumina los caminos de las almas al cruzar el Arqueronte, jamás fue nombrada en los libros ni en las páginas famosas. El pequeño enano que vive dentro de lo profundo material, y que genera los quanta y los emite a diestra y siniestra cuando es molestado al exterior, tampoco ha sido visto por científico o por brujo. La implosión de nuestras capacidades perceptivas nos llevará al enano; la explosión de nuestra potencia creadora nos hará arder envueltos dentro de un vestido de cielo y de hierba vibrante y translúcido, de belleza incomparable.

Únicamente de regreso a los jardines de la instrumentalidad, aquella plétora de situaciones que se ofrecen como meramente transitorias o de una vulgaridad casi nauseabunda, es cuando llega la percatación del paisaje de lo numinoso, el rompimiento momentáneo de la pesada niebla londinense. Huele a vida, a Dios en todo lo que nos circunda, en los cables de electricidad y en el suéter de lana de la vecina de a lado. Se desprende una luz inefable del periódico sensacionalista arrumbado en la esquina, cantan sirenas y tronantes en el silbido de la tetera de peltre. Una galaxia espiral y sus brazos de polvo cósmico aparecen fenomenalmente al menear con vigor una taza de café con dos cucharadas de crema. La aurora boreal, espectáculo excelso propio de Brahma o de Ometéotl, es poca cosa comparada con el escalofriante accidente del roce del delicado y terso hombro desnudo de la trémula damisela.

Tratado sobre el alma y las cosas : Apartatto II (Analepsia CDXX)



Apartatto II :
Della Soul In Da Djinn Und Into Rerum

Retornando un poco a la problemática más del lado del animismo que del humanismo, nunca he recibido queja alguna de aquellos metales receptores de ondas hertzianas ni de las ventanas virtuales emisoras de dañina luz. Pese al maltrato de mi desmesurada psique sobre sus delicadas superficies, siempre compaginan dentro de su perfección tecnológica: los reproches no son precisamente el lado de la colina que ellos optan para tomar un paseo.

A decir de los escritores de moda y de los políticos parlanchines, el alma no figura ya dentro de los intereses del estado ni de la industria editorial: es un tema arcaico, el cual las fulgurantes telecomunicaciones veintiunescas y la invención de la rueda por los sumerios han dejado atrás. O por lo menos es lo que nos ha hecho pensar el remanso del río de las opiniones y los truncos discursillos. El alma es pneuma, es soplo, y el soplo se disipa con la tarde.

Así es, señoras y señores: versar sobre la naturaleza de algo que ha sido colgado en el perchero de la indolencia indeterminadamente suele ser difícil y en gran manera escurridizo. Las espigas del trigo son evidentes, pero el viento que las mueve se avergüenza del observador, no se deja atrapar por las pupilas. Los cocos caen del cocotero, pero la fuerza que los lleva al suelo de manera inexorable es demasiado tímida como para manifestarse ante ojos curiosos.

Sin embargo, se insiste en negar al alma. Pero como ya vimos en un primer momento que a las espaldas de la negación está la afirmación, sería necio debatir sobre la primicia de una de estas dos facetas de lo eterno. Lo invisible es tangible, y lo intangible es la fragancia de las cosas. Las cosas tienen alma, pero el alma no es una cosa; por lo menos no lo fue para los cátaros y los pitagóricos. Dicen que el alma viaja, pero no hay esencia que viaje, pues omnipresencia es su segundo nombre. Otros afirman que el alma transmigra, los mismos que olvidan la radical diferencia entre golondrina y ave fénix.

Si hay viaje en el alma es un viaje de contrapunto: de A pasamos a B, de B a C y de C a A. El alma es trina y una, como el circuito del saber y la aprehensión de la verdad. El alma es un ir de camino, es un principio dinámico, es un trozo de fuego estelar. No hay psicólogo que cumpla su noble tarea: imponerle un logos a la psique es ponerle cadenas al molino, es lanzarle meretrices al santo. Este escrito mismo representa un logos, pero es un logos juguetón, nunca hermético ni tieso, como los logos de los doctores, los abogados y los sacerdotes. Es un logos sobre el alma, pero también sobre las cosas, lo cual le brinda ya un poquito de flexibilidad.

Los indios sioux y Karl Marx nunca se conocieron realmente, pero ya se intuían uno al otro, uno hacia el pasado, otro hacia el futuro, de la misma manera como yo intuyo a millones, y millones intuyen su fin. Estaban ya desde un principio conectados por la infranqueable red de las almas y de las cosas, del Padre Hipojéimenon que todo acaricia, de la Madre Historia que alberga a sus hijos en su seno infinito. El sudor sobre el cuerpo ya es reflejo del advenimiento de algo, el rugido impactante ya es señal de alguna especie de despertar abrupto. La serpiente del escalofrío sobre la espalda que se arrastra sigilosa va haciendo mella en las buenas conciencias; no las aparta de sí, y sin embargo, les hace olvidar lo más excelso del Ser; va relegando aquel lazo precioso, ese hilo conductor del Todo al Todo, del uno al dos y del dos al uno.

No hay pecado en brincar de un género al otro, siempre y cuando uno antes haya realizado sus oblaciones y haya purificado sus plantas mediante el carbón ardiente; no hay que traspasar fronteras que no son las nuestras, ni cortar en pedazos la reja que separa el aquí del allá: cada here tiene su lugar en el there. Por eso digo que hay almas en las cosas, que las cosas son alma, y que sólo un desalmado no se percataría del asunto.

De que hay gente dormida, la hay: sobre todo a altas horas de la noche ¿Alguien lo puede negar, estimada concurrencia? Lo malo es que esa noche dura, y dura, y dura… hasta que por fin amanece. Y mientras todos duermen, el diablo se apodera de sus vidas, les roba el alma y los tira por la borda ¡¿Cuántos pecadores incrustados en la meseta de concreto?! ¡¿Cuántos balbuceos sin sentido sobre las cosas sin alma?! Las horas pasan y ya se escapó la oportunidad de sus vidas, el conejo de la cena o la idea renovadora. Todo corre, y corre a más no poder. Sin embargo, heme aquí, sentado tan tranquilo, dirigiéndome hacia ustedes, amado público. A mí no me han robado el alma, no lo han hecho por que sé que hay cosas, que hay algo en lugar de nada.

Pero es corto el tiempo y angosto el espacio para hablar de mí, que soy cosa y tengo alma. Y por ser cosa también soy, así como la burra es leche y la cabra queso, yo soy corazón por que Jehová así me lo ha susurrado en sueños. Las ninfas han bañado mi cuerpo en fluidos báquicos; amanezco embriagado, empapado y listo para levantar al mundo con mis ojos. No habría lindas mujeres si no hubiera mundo, pero como hay, pues disfrutemos del banquete. Sería muy amable de vuestra parte si me pasaras la sal que se encuentra en el otro extremo de la mesa, le daría mayor sabor a mis platillos y más prestigio a tu persona. Un hombre bien educado cabe en todas partes, pues tiene abundancia de alma: su alma muta con las cosas, las penetra y se vuelve uno con ellas.

El compás: nave que surca sobre la superficie del océano de la pieza musical. Su ritmo, manifestación extrínseca del palpitar del Supremo. Las notas, pequeños suspiros fragmentarios del Éter. Y el sonido que producen llamado música… ¡el cielo! El sonido… el sonido resuena, retumba, rebota: penetra, cauteriza, devela. La música también cabe en todos lados, y en todos lados es bien recibida, y es por su naturaleza penetrante en las cosas por lo que ha mencionado a veces, “aquella pieza musical tiene alma, tiene espíritu”. Vana opinión, pues la música no tiene alma: es el alma en sí misma ¿Acaso es la música contenedora de algo, o más bien es ella misma la que es contenido, la que llena los corazones o los vacía por completo, la que los hincha de entusiasmo o los destruye como el ácido más corrosivo según sea el caso?

Nuestras aspiraciones inconexas, ante la resolana tenue del Alma del Mundo, reverdecen como un sayal en una sastrería, como un lomo de res en salsa de naranja en el más fino de los hostales. Hay un placer escondido en estar siendo siempre para uno mismo, y a la vez estar haciendo algo para los demás. Un trabajo manual tiene que ser, en esencia, tanto un útil como un miembro más de nuestro organismo perfectamente en sincronía. Si cuando hacemos las cosas, no les imprimimos alma, se quedan sólo como cosas: nunca llegan a ser cosas con alma.

No hay manuales para estos temas: pedir uno sería como pedirles a la elipse, parábola e hipérbola que negaran a su procreador, el cono; o como pedirle a un electricista que nos explicara la definición exacta del concepto "energía". El viento, la luz, la vida, son formas en las que la energía se manifiesta, y la geometría analítica sólo es un bosquejo de realidades aún más primitivas que las anteriores. Algún día llegará un anciano a tierras humanas, y nos hablará de ellas por los ojos, y nos cantará al oído con su mente. Sólo así comprenderemos todas las cosas.

Violáceas y eufemísticas mascadas rodean con gran gracia la realidad oculta en todas las cosas. Los dragones en China eran muy similares a las serpientes, en Europa a los lagartos. Sin embargo, y por si no se ha comprendido aun, el alma en los dos era lo que nosotros designamos bajo el vocablo "dragón". Bajo la idea del dragón y su extensa sombra, se pueden resguardar un par de alas escamosas y terribles, unas fauces felinescas, garras de proporciones épicas, cuerpo resbaladizo y demás atributos otorgados por las mentes más pródigas del Antiguo Imperio como del Legendario Reino a la representación de todos sus miedos, su admiración por la valentía y la sabiduría. En última instancia, los guardianes del templo siguen siendo quimeras potentísimas que reptan por los cielos, que aletean en los ínferos.

Suaves besos del laúd, frisos rotos de las negras tardes de Chernobil. La psicodelia no es más que un pequeño y breve vistazo al otro lado de lo real, a uno de los múltiples e infinitos mundos que se despliegan al poner un espejo frente a otro teniéndonos a nosotros justo en medio, creando vastas ciudades que se repiten sin fin, que forman largas filas que no terminan nunca. Allí no hay vacuidad: hay un misterioso sentimiento de repetición de todo, de proyección de lo divino en forma de un confuso anélido que se extiende desde aquí hasta allá, de regreso y hasta el otro extremo de lo ya repetido.

Aunque las personas digan que las nubes son cúmulos de vapores y demás cuestiones metereológicas, no son más que lluvia apelmazada en forma de majestuosas flores de algodón, y la lluvia no es más que la decantación de su esencia misma. Así como las nubes se transforman en lluvia al chocar unas con otras, así también el individuo muta al colapsar con otro igual, uno que esté a su nivel y que sea portador de sus capacidades. Se desprenden centellas de sus bocas y cae granizo resultado de sus cavilaciones y de su enfrentamiento verbal. Escurre el deseo, se fusionan las mentes. Hay comunión entre nube y nube, entre genio y genio. Es cuando el Gaudí y el Dalí miden estaturas: acontece la batalla épica de dos monstruos mitológicos, bestias de lluvia, de viento y de magia.

A veces, uno que otro rayo esporádico de sol irrumpe a través del altísimo cobertizo del mundo para caer con apabullante suavidad sobre un cráneo humano, y en caso de que no sea martes trece o que no haya nacido en algún día nemontemi, el autor compone una maravilla, el genio hace nacer hermosos crisantemos del cadáver descompuesto de la espera y lo indeterminado. Espectáculo sagrado sin duda, pero verdaderamente raro. Y es que en la rareza del fenómeno se esconde lo trascendental de su naturaleza. Sus manos brillan, grita la luz desde lo profundo de sus falanges; sus ojos arden, son incendio terrible de las columnas y de los tesoros de Persépolis. De sus pies brotan alas, camina en pos de la aventura, aún desde su silla giratoria, aún desde el taller desordenado.

Desde lo profundo de los estratos geológicos surge una voz grave que provoca un eco ensordecedor en toda la periferia vacía de lo momentáneo: los manuales de Latín y los recetarios de Química Farmacéutica se caen de los libreros con un estrépito bastante considerable a raíz de tan asombroso acontecimiento. Las hienas huyen de su carroña y los delfines detienen su magnífico nado por unos segundos: un espíritu está creando, una criatura bella e inmortal está por nacer, una obra eterna que redimirá a masas enteras, que iluminará los caminos del pensamiento y la sensibilidad a través del singularísimo túnel de lo futuro. Es de nuevo ese genio, que está creando algo, dándole forma a lo informe; o para decirlo en términos más adecuados a este tratado, le está otorgando más alma a las cosas.

Por ende, son este tipo de criaturas las que comprenden más profundamente la naturaleza del alma y de las cosas; la comprenden, no la entienden. No confundamos comprensión con entendimiento. Entender este tipo de realidades es falaz epopeya. Comprender es apresar mediante cualquier tipo de potencialidad humana lo existente, y una vez inmerso en esto, transmutarlo y devolverlo, más bello y más trascendente, al implacable mecanismo de los atardeceres y los amaneceres. La lógica es nuestro método de supervivencia, a falta de garras y de veneno, que nos dio lo natural. El entendimiento es un instrumento, no apto para iluminar la cueva completa, sino sólo el camino que nos conducirá a la mina llena de estalactitas diamantinas.

Los creadores son, en última instancia, sólo creadores. Son ese fuego contagiosos que se prende de tus ropas cuando rozas de casualidad una de sus obras más sublimes. Son aquel motor inmóvil de los tiempos y de los lugares, que desde un punto fijo e inamovible de la Madre Universal, siguen dictaminando las leyes para seguir construyendo admirables mezquitas de cristal, basílicas de amatista dignas de alabanza ¿Y por qué infunden en nosotros esa serie de sentimientos propios sólo del encuentro con Júpiter o con Ahura-Mazda? Porque los creadores, esos ángeles encerrados en capullos fisiológicos, saben mostrarnos hábilmente el alma en las cosas; saben explicarnos las cosas de tal forma que no sólo captemos lo anímico en ellas, sino al Alma en sí misma, lo que somos nosotros por los siglos de los siglos... amén.

Y es que, disertando sobre estas cosas y sobre el alma que las impregna, he encontrado un método efectivísimo para distinguir a los genios creadores de los que no lo son. He descubierto dos términos fundamentales dentro de esta discusión para identificar y nombrar a los no-genios, mismos que no sólo mantienen estrecha relación, sino que son incluso sinónimos: los apiréticos y los aporéticos. En los primeros no hay fiebre alguna, y los segundos, nunca llegan a ninguna parte. Para los primeros, todo es indiferencia y rutina burda; para los segundos toda acción es inacabada, no hay proyecto ni afán trascendente. Los apiréticos, viviendo en el frío intervalo de dos fiebres, nunca son sujetos de éstas, y permanecen todos sus días mirando la pared carcomida de las calles aledañas. Los aporéticos nunca terminan sus problemas, ni siquiera se han planteado si están interesados en resolverlos o no. A los primeros nada les apasiona, los segundos abandonan su vida al azar y al “a lo mejor”. Graves males contemporáneos aquellos, los de la apirexia y la aporía.

Los genios, los creadores, son cualquier cosa menos apiréticos-aporéticos. Toda su vida, aunque ellos no lo sepan o se nieguen a aceptarlo, es un telos, un fin en sí misma, todo tiene un sentido borroso por la multiplicidad de significados pero vívido a la vez, generando nuevos sentidos constantemente dentro de su existencia; arden y se consumen en vorágines internas que expelen grandes columnas de humo celeste, queman inciensos dentro de su espíritu cuyo aroma no hace olvidar sino recordar; recordar que somos, en esencia, almas dentro de la Gran Alma, que las cosas son su recipiente, y que sólo a través de las cosas es como podemos observar la inefable y perpetua melodía de la cítara de Khrisna, escuchar la innombrable e imperecedera obra plástica del pincel de Kukulkán.

Tratado sobre el alma y las cosas : Apartatto III (Analepsia CDX)


Apartatto III:
Della Amentia On Die Pathos Humani. Concluxionne

El astro rey emerge, y el tiburón, rojo de celos, se hace torpedo para estrellarse justo en el centro del astilludo arrecife que yace bajo la superficie marina. Borbotones de ideas frescas emanan del moribundo y escuálido cuerpo, blando y terso como la piel de Perséfone, pero áspero y poco amable como el carácter de un gnomo subterráneo. Subrepticiamente las rémoras se han quedado sin morada, vagan sin furia ni pena al azar de las corrientes oceánicas; dictada su suerte por el vaivén aguamarina de la atmósfera suspendida, no dejan de maldecir a nadie, no cesan de vituperar hacia ninguna parte.

Cocktail de sensaciones es el ser humano, amasijo de proyectos y de tensiones que nunca se destensan del todo. Pasiones y palabras veleidosas, un entusiasta y magnífico mosaico de altibajos y explosiones cósmicas generadoras de mundos, physis de todas las cosas. Vapor, lengua y lascivia; hedor, grava e ira; incienso, corteza y melancolía. Locomotora sin frenos, exaltación de las inexpugnables vibraciones de la eterna emotividad, terremoto de danza, de canto, de celebración y de redes de lo incognoscible.

En cada esquina un grito, una alabanza, un grano de arroz. Albricias, regocijo y llanto; fiesta y estacas de acero pendiendo de un hilo por encima de las inocentes cabezas. Retablos carcomidos y bellos paisajes de luces pirotécnicas en el negro cielo de Abril. Carnavales y caderas sudorosas, pechos palpitantes sedientos de besos. Miles de papeles multicolores coqueteando con el viento, planeando como albatros sobre los hombros de la multitud convulsionada por Baco y sus bacantes. Ojos animales, escritura desatada, febril integración, fusión hermosa de carne con carne, de hueso con hueso.

Ritos, rupturas y marchas marciales. Tambores, ecos que retruenan y que disparan justo al centro del alma. Tormenta e ímpetu que dejaron escuela, bayonetas de pie y sin dueño. Celestiales voces operísticas, maestros de las cortinas púrpura, de los listones de oro y de las albas fachadas. Una nota y luego otra, locura y frenesí dentro de una esfera de cristal en la que nieva ocasionalmente, cuando se invierten los suelos, cuando se decanta el cenit.

Escalofrío, sensación, sabor; dulce y amargo a la vez. Puñaladas despiadadas sobre la alfombra persa de Khayyam, tesoros españoles de los galeones hundidos de Cervantes. Ecos de voces que salen de lo profundo, dantescas apariciones antes de Dante, antes que todos. Y de nuevo… calma. Berlioz nunca llegó al nivel de Bach, y sin embargo es recordado y mundialmente famoso. Su esfuerzo radicó en no dejarse llevar por los acordes, sino por la corriente poderosa de la flagrante inspiración.

Ser humano: caja concéntrica de lo mejor y peor del orbe, de las medusas y los cancerberos, de las ninfas y los genios de Saturno. Ramas del árbol torcido que tiende hacia los lados, que se expande hacia ambos extremos: hacia el Tigris y el Éufrates, hacia el Volga y el Dniéper. El otoño sin patriarca: el estilo, forma, contenido; congregación burguesa en Yakarta, alarido sordo del djeridú en medio del espectáculo místico de los broncíneos gimnosofistas.

Caudal, fuerza magnética, la conciencia y la inconciencia metidas en camisa de once varas. Un plumón desavenido de ganso cae lentamente sobre la tensión superficial del lago de plata: un pez lo ve y se esconde tras las rocas. Nos ocultamos constantemente por quién sabe qué cosas, y nunca nos percatamos que lo que se nos viene encima ya pasó, y si no ha pasado, es que nunca llegará. Los infantes jugando alrededor del pilar de los lamentos, los perros bebiendo directamente del pozo de las agonías. El papalote… volando alto como un sueño; el águila, volando bajo como un perro. El infante es vuelo, y el papalote, niño. Todas las cosas se encuentran con todas las cosas. Y el alma las envuelve con su amoroso y comprensivo manto de los avatares.

Un hombre no es hombre sin su mujer, y sin embargo, la mujer es la perdición de los hombres. La mujer es también un ser humano, no obstante, tiene algo de Dios dentro de su vientre. El nombre genérico del ser humano se ha tomado bajo la palabra "hombre", y las mujeres respingaron las narices a causa de semejante parcialidad. Todos los hombres son racionales, Sócrates fue un hombre: por lo tanto, Sócrates fue racional ¿Qué diría Diótima respecto a esto? ¿Sacaría el látigo y lo batiría sobre las espaldas de los uros? No, jamás. Las mujeres no harían eso, ni siquiera pensarían en hacerlo. Despellejarían vivo al durazno y hervirían agua con sus convulsas pasiones. Las mujeres tienen exceso de alma. Los hombres… también.

¿Qué digo, señoras y señores, honorable público? ¿Exceso de alma? ¡Eso es imposible! ¡El alma está perfectamente bien repartida en todos los hombres y en todas las cosas! No le falta ni le sobra nada a nadie: hay armonía sempiterna circulando por nuestras vías energéticas, por nuestras autopistas de la fogosidad que llamamos venas y arterias. Bueno, sí, eso es cierto ¿Pero que hay de Barrabás y de Mozart? ¿No era uno un alma grande y otro un desalmado? ¿Qué hay de los mahatmas y de los parias? ¿No son los unos cuasi ángeles y los otros algo cercano a una piedra? ¿Será que no es lo mismo alma que Alma, atmán que Brahmán?

¡Santa, bendita lluvia, remolino! ¡Mojas mis pecados y los haces añicos! ¡Los buscas en los túneles inconmensurables de mi espíritu y los transformas en guijarros inservibles! ¡Nimiedades y falacias! ¡No hay nada bajo el sol que no sea digno de encomio, excepto todo lo que no empiece con letra mayúscula! Mis cabellos empapados me transmiten un frío que es absorbido por el humus de mi cráneo, mi boca tuerce una sonrisa: oigo el tintinear de las campanas acuíferas, un aeroplano pasa por encima de las azoteas. Arrojo el libro al destierro, acojo al frío para que se caliente.

Así como en algún momento Toshihiko Isutzu dijo: “tengo comezón”, así mismo en cualquier momento ostentamos la potencialidad de dejar este mundo. El remanso de los dichos y los aforismos a veces nos apartan de esta noble verdad; simultáneamente, los murciélagos, al recorrer el mismo territorio todas las noches, se han vuelto dueños de sus vidas ¿Puede alguien dueño de su vida, morir? Difícilmente, creo yo. Sería como pedirle peras al olmo, u olmos a la pera (cosa todavía más descabellada).

De la misma manera en la que en los responsorios se extingue vela tras vela, se apaga ilusión tras ilusión hasta llegar a la obscuridad total, a la muerte del Cordero de Oriente; con la misma potencia anímica que el Tenebrae de Gesualdo, nos hundimos en los misterios de la carne y de la resurrección dentro del inmenso mar negro de lo incompleto. El hombre, sea polaco, sea pampero, navega con el asta rota por en medio de las alebrestadas aguas del Arqueronte: allí donde no hay cosas, sólo almas que cruzan de un lado al otro, todo el tiempo, eternamente.

¡Oh, Jeremías, emisario del sufrimiento! ¡Oh, Isaías, mensajero del éxtasis! ¡Oh, patriarcas del contraste, ustedes lo vieron antes que yo, ustedes fueron humanos antes que yo! Los ojos por la ventana van lento, van sellados con la borrasca y el estruendo del tren, la maquinaria pesada que yace bajo las plantas, que conforma el armazón, que conjuga lo pasional y lo mecánico. Los virajes del piloto, las vías que no han sido recorridas, el recogimiento que no tiene dueño: legado para todos nosotros, adorable público, damas y caballeros hoy aquí presentes.

Varados en playas ajenas, nos levantamos y seguimos nuestro camino hacia la casucha donde se albergan los refrescantes cocos. Esa choza a lado de los cocoteros, hecha con base en troncos arreciados y lianas medio podridas. A primera vista parece una pocilga pero… no hay que dejarse engañar por Maya y sus artimañas. Ese lugar no es más que descanso del corazón, en donde se tocan las arpas y las armónicas de cristal. Allí donde se pliegan los tafetanes de todas las naciones a través de todos los tiempos y de todos los lugares, donde la Gloria y la Dignidad resplandecen con singular potencia sobre los múltiples ojos de los cuatro vivientes, y donde los aires y los fuegos, ataviados con sus mejores vestimentas, vibran al encuentro implacable con las energías del Norte y del Sur: de allí somos.

Ese lugar en donde, sin necesidad del opio ni de la amanita, nos trasladamos a tierras ignotas, a parajes fuera de nuestra actual constitución lógico-epistemológica del mundo y del Cosmos, lejos de nuestra tradición perceptual y ontológica del sujeto y del objeto, apartados de nuestra actual configuración estética y de nuestras bases éticas y morales, dirigidos ciega e impetuosamente hacia la columna vertebral de la Metafísica: una vez allí, hemos llegado a nuestro destino, al mismísimo aposento del Alma y sus manifestaciones. De allí parten todas las almas, desde allí se emiten todas ellas para que recaigan y sean incubadas en las cosas; allí empieza el mágico y misterioso viaje hacia lo existente del que hablaba un cuarteto de escarabajos no hace más de un lustro.

Convulso presente, chamánico impulso, irascibles sacudidas. Fiebre, chispas, rabia: lumínicos destellos que a espasmos agónicos someten la absoluta obscuridad, vueltas del cuerpo sobre su propio eje lejos de todo parámetro de cordura. Ardor, espuma, deseo: espectaculares fuentes que danzan sobre terreno ardiente, que gritan y emulan rugidos que surgen a borbotones en plena tierra seca. Peronés y clavículas que emergen abruptamente como espigas del plantío; azules flores de agave que se abren al espeluznante bramido del estertor de Baphomet. Sudor, vibraciones, violencia: álgido e inconstante como el hierro líquido o como la espina dorsal de una hermosa virgen que está experimentando su primer orgasmo. Explosiones mudas se desatan bajo tierra, manantiales de pura sangre bovina emanan de lo más profundo del taller de Hefestos. Los corceles galopantes de Darío y los cañones trémulos de Bonaparte son poca cosa comparada con la desquiciante fuerza con la que la voluntad empuja, destruye y quiere salir de su prisión corpórea. Algo nunca antes visto desde el Big Bang, sin duda, hasta que el hombre llegó.

Un arranque del alma desbordada es llama que no se extingue jamás. Sin embargo, los campos y las selvas no se queman muy a menudo. Casi siempre hace frío en esos lugares, nada del otro mundo. Hay búhos, topos y esas cosas. Campesinos caminando con sus sombreros chistosos roídos por diminutos ratones. Cercas con astillas y caminos sin pavimentar. Una clara y quieta noche, en la que hasta los latidos del corazón de las cigarras es posible escuchar. Pasan dos cuervos surcando el cielo, uno es blanco y el otro igual: nada fuera de lo común. Lo más extraño es que todas estas cosas, siendo lo que son, cosas, tengan el alma suficiente para causar una catarsis, un paro cardiaco o una auto-inmolación en cualquier momento.

Hay lienzos sin pintar y jarras sin vino todavía. Hay cosas que no han llegado a su máxima y plena significación aún, y yo soy una de ellas. En los días abruptos y desmejorados, bajo los edificios salitrosos y de vigas oxidadas, es posible que un niño esté escondido tras los escombros y salga a nuestro encuentro, con sus mejillas rosadas, con una sonrisa que nos haga recordar el primer amanecer del mundo. Aunque las uñas y la punta de los dedos se tornen color índigo de vez en vez, aunque los náufragos posen su mirada en el horizonte todas las tardes al borde del acantilado y aunque el nido de la guacamaya se vea amenazado por el frugal apetito de la iguana… el abedul sigue en pie, el río sigue regresando al mar, el perfume sigue seduciendo. La creencia en algo fundamenta todas las cosas: el alma las vigila paciente, con ternura maternal, dirigiéndonos una mirada plena de amor.

Lo anterior nos recuerda una narración que se ha perdido entre los jirones y los harapos de la Historia, la cual describe la fundación de la que actualmente nosotros conocemos como 'La ciudad de los chacales': “… El gran dios Pie-Mano miraba incesantemente el reloj de arena que le servía para calcular la duración de su reinado; cada vez era menos arena la que se situaba en la parte superior del cronológico artefacto. Un día, alegando y disertando acerca de lo bueno y de lo malo con su cónsul, No-Mente, decidió dejar un presente a su pueblo antes de abandonar el trono. Tomó un puñado de huesos y de cráneos, lo mezcló con hilos de oro y cenizas sagradas del Volcán Nihil, y lo dejó fermentar por tres días y tres noches continuas.

La mañana del cuarto día, la obra estaba formada. Sus súbditos chacales estarían muy agradecidos con él por siempre, habría conseguido la fama y la gloria eternas: había creado lo que actualmente la tribu de los anglos han dado el nombre de stillness, o cualidad de permanencia. No-Mente, complacido con su soberano y absorto ante semejante logro, sólo pudo balbucear: 'Lástima que le sea entregado a una manada de bestias voraces e insaciables'. Pie-mano contestó: 'No todo el tiempo permanecerán salvajes, evolucionarán y serán como tú y luego como yo'. A lo que No-Mente contestó arteramente: 'Si se les entrega el presente ahora, permanecerán chacales toda su vida, y nunca tendrán la oportunidad de evolucionar'. Pie-Mano se percató de su error, se echó a llorar y, decepcionado amargamente, se tomó el regalo de un solo trago, provocando que todo lo que estaba a su alrededor se desintegrara: fue así como la ciudad de los chacales desapareció de la faz de la tierra. Pie-Mano todavía sigue allí, varado y brillando de angustia. Sigue allí… y es hermoso verlo”.

En última instancia, y a donde nos condujeron todas estas marejadas de letras y vericuetos palabrescos, disertaciones acerca del alma y las cosas, damas y caballeros, querido público que hizo el honor de acompañarnos hoy, es a la percatación de una singular verdad; a saber, que la búsqueda es una y la misma: el averiguar el fundamento del Universo equivale a determinar la verdadera naturaleza del Sí-mismo, la composición química de la gota de agua salada es la misma que la del vasto y poderoso gólem al cual denominamos océano. La sed es la sed bajo todos los reyes y sobre todos los reinos. Cuando buscamos el alma en las cosas, buscamos la nuestra propia; cuando ansiamos su iluminación, las cosas tiemblan de ansia junto con nosotros.

De cara al nadir y de espaldas a Los Cuatro Grandes Nervios Cósmicos del Vínculo Primigenio, mi rostro tiembla y mi espalda se transforma en pecho; el polvo en nada, y la Nada en Todo, tal y como lo reza El Manual que no es manual, que ya era manual antes de que se inventaran los manuales. La brisa vespertina roza de nuevo mis mejillas, una vez más, de la misma manera como lo hizo cuando era viejo, como lo hará cuando sea niño. Un torrente de flores efervescentes cae de la espigada jacaranda, desciende en cascadas de adviento atacando mi cabello, bañando mis sueños y los de todos los hombres bajo el suave y perfumado manto de la redención. Un costado de mí se vuelve marrón obscuro, el otro se enciende de resolana. Mi sombra se hace larga, cada vez más larga; pareciera que quiere alcanzar algo muy lejos de mí, como si al romper los horizontes mediante la estilización de su espectral sustancia fuera al encuentro directo con el otro lado de lo que hay, de lo que yace y se eleva al unísono en las tierras prohibidas de La Puerta de los Infinitos Prodigios.

Hay alma en las cosas, señoras y señores. Y las cosas son Alma. De eso no me queda la menor duda. Gracias. Buenas noches.