Sobre aquel inconmensurable lienzo de plata y de concreto en donde los albatros hembra bailan y se desvisten de manera descomunal, y en donde los heliotropos explotan su dadivosidad en forma de festines policromáticos de singular belleza, un par de sujetos discurrían sobre la virtud. Como trasfondo de ese particularmente exótico y familiar paisaje, podían verse de lejos pequeños pedacitos de mercurio jugando y deslizándose sobre la lisa superficie ctónica de manera graciosa y por demás pueril.
Encontrábanse entonces, colocados de manera peculiarísima y despótica al mismo tiempo, esto es, frente a frente, un par de figuras de sobrio talante que no se distinguían bien precisamente por el hecho de ser figuras, modelos a escala, vagos y universales de la realidad. Al igual que las flores de opio yacen sobre los lomos de los grandes toros hindúes en las procesiones del Vyapakatva, estos dos hombres yacían, uno en la posición de la flor de loto, el otro sentado cómodamente sobre el caparazón abandonado de una tortuga, pacíficamente en aquel paraje.
Nada parecía perturbar su conversación. La manera plácida en que, mediante un armónico intercambio de voces templadas por la reflexión y la experiencia, se desprendían de sus opiniones, corregían sus conceptos, entretejían sus premisas y asestaban nuevos golpes al intelecto, era sin duda alguna uno de los espectáculos más bellos del mundo. Ese dúo del que les hablo correspondía, en esencia y presencia, nada más ni nada menos que al doctor de los doctos, Aristóteles de Estagira, y al preceptor de los preceptores, el Maestro Kong, ambos máximos agricultores de la virtud en su demarcación, uno en la Hélade, otro en la Tierra del Medio.
- ¡Por los furores de Loki! - levantó la voz el de barba rizada por vez primera, rompiendo momentáneamente aquella mágica placidez, que al igual que sus humildes túnicas, los envolvía, echando a volar también a una parvada de peces que, posada sobre uno de los limoneros situado al lado de ellos, disfrutaba de las caricias de Febo. - ¡Es sospechoso en manera altísima que los vientos que surcan nuestra atmósfera sean más fríos que los que surcan la de Urano! ¡En todos mis tratados he intentado demostrar exactamente lo contrario, pero aquí viene una vez más la majestad de lo real a hacer mis sueños trizas, a reconfigurar mi cubo Rubbick una vez que había hallado ya los seis colores!
- Que no te extrañe el desacoplamiento de las cosas y de las ideas. Las categorías son los cajones de la ropa sucia. Hay virtudes invisibles, mi estimado amigo. Hay leyes imaginarias que por el hecho de ser leyes muy a menudo se imponen sobre un conjunto de situaciones atípicas sin ninguna consideración, acto tan arbitrario y tan parco como ningún otro, casi equivalente a trasquilar a los zorros lanudos de las costas de Midgardsorm sin haberles cortado la glándula pineal primero - disparó hábilmente de sus silbantes labios el varón de la barba lacia.
- Podría disentir de lo que estás balbuceando, mi marmóreo y erectísimo compañero de situación, no por el mero hecho de no ajustarse a mi opinión particular, sino por que creo que acabas de incurrir en el grave pecado del desdecimiento. Me asombra de sobremanera escuchar esa rara música del laúd de tus cuerdas vocales, ya que, si bien tengo entendido, de manera ciertamente análoga a mi persona, en tus lares eras conocido con el mote del maestro de los ritos y de la restricción, el amo de las reglas y de las costumbres. Con la pretensión de no violar las redes que han sido tejidas por la racionalidad, yo, camarón más grande del común, debo permanecer en los confines de las marejadas y en las barrigas de los comensales. Es acaso esa mi naturaleza, dulce oyente, ya que huyo y repugno, al igual que los sacerdotes del culto a los números áureos, a las bestias monstruosas y quiméricas de la imprecisión y de la indeterminación. ¿No era ese tu caso, varón de las ropas amarillas?
- Necio y poco merecedor de esta charla sería si negara el orden y las leyes de las cosas, mi macedonio confidente. Pero esos peces escapan a nuestras redes, son tan extraños y tan sorprendentes en el estilo de su nado y en la conformación de su anatomía, que consiguen burlar nuestras carnadas y nuestros sebos. Son peces uranios, ajenos a nuestros fríos y a nuestros vientos. Apenas podemos intuir el momento en el que surcan los mares a lado de nuestra barcaza. No niego su existencia, pero si la capacidad de atraparlos: la libertad es el atributo que mejor les acomoda.
Según refleja tu desconcertado semblante te debe parecer bastante extraño que haya cambiado tan rápido mis velas para tomar nuevos vientos contrarios a la ruta que seguía antes con todos mis afanes. La verdad es que una mañana dentro de una charla no muy distinta a ésta, un deslumbrante y enceguecedor dragón, usando como artilugio las encendidas escamas de sus palabras, zarandeó a mi marinero y sacudió a mi piloto. Conocí al venerable anciano Tsé, fue él quien me llevo por caminos insospechados. Deberías de conocerlo un día de éstos, vive a pocos pasos de aquí, al pie de la montaña. Sería un placer llevarte hasta donde él, así estaría pagando moneda con moneda, cacao con cacao.
- No me desagradaría en ninguna manera, querido Kong. Es más, dirijámonos en este preciso instante hacia los aposentos de esa misteriosa criatura de la que has hecho mención. Porque buscador de tesoros soy, cuando un pavorido estulto parecería si me negara a sumergirme en las profundidades del mar en la búsqueda de lingotes y pedrería ¡Ea!, pues, levantemos nuestros cuerpos y emprendamos la amigable peregrinación.
Justo cuando comenzaban a desanudar la postura corporal que habían adoptado a lo largo de la conversación, un ave de mal agüero surcó los aires que habitaban sobre sus sapientes cabezas, y de manera súbita e igualmente inesperada, un fuerte soplido venido del norte, no tan amargo como dulce, se apoderó del lugar, evento que provocó que nuestros dos eminentes mercaderes cayeran a cuestas de la colina en donde se encontraban hace apenas unos segundos intercambiando oro plácidamente. El frío viento era atroz, tanto que las pequeñas ramitas de centeno que surgían como fuentes secas del fondo de Gea comenzaban ya a tornarse cristalinas, a volverse joyas de la Vieja Escandinavia, tierra de lobos y de gigantes. Un par de congeladas figuras, más indistintas y vagas que antes, armaban un escenario digno de cualquier tragedia helénica o de cualquier pintura paisajista ch'an al pie de esa colina. Había una fuerza emocional de incontenible fatalidad, pero henchida de un equilibrio de inefable soledad que sólo Sófocles hubiera podido describir, que sólo Huang Kiung-pi hubiera podido pintar.
Nada parecía perturbar su conversación. La manera plácida en que, mediante un armónico intercambio de voces templadas por la reflexión y la experiencia, se desprendían de sus opiniones, corregían sus conceptos, entretejían sus premisas y asestaban nuevos golpes al intelecto, era sin duda alguna uno de los espectáculos más bellos del mundo. Ese dúo del que les hablo correspondía, en esencia y presencia, nada más ni nada menos que al doctor de los doctos, Aristóteles de Estagira, y al preceptor de los preceptores, el Maestro Kong, ambos máximos agricultores de la virtud en su demarcación, uno en la Hélade, otro en la Tierra del Medio.
- ¡Por los furores de Loki! - levantó la voz el de barba rizada por vez primera, rompiendo momentáneamente aquella mágica placidez, que al igual que sus humildes túnicas, los envolvía, echando a volar también a una parvada de peces que, posada sobre uno de los limoneros situado al lado de ellos, disfrutaba de las caricias de Febo. - ¡Es sospechoso en manera altísima que los vientos que surcan nuestra atmósfera sean más fríos que los que surcan la de Urano! ¡En todos mis tratados he intentado demostrar exactamente lo contrario, pero aquí viene una vez más la majestad de lo real a hacer mis sueños trizas, a reconfigurar mi cubo Rubbick una vez que había hallado ya los seis colores!
- Que no te extrañe el desacoplamiento de las cosas y de las ideas. Las categorías son los cajones de la ropa sucia. Hay virtudes invisibles, mi estimado amigo. Hay leyes imaginarias que por el hecho de ser leyes muy a menudo se imponen sobre un conjunto de situaciones atípicas sin ninguna consideración, acto tan arbitrario y tan parco como ningún otro, casi equivalente a trasquilar a los zorros lanudos de las costas de Midgardsorm sin haberles cortado la glándula pineal primero - disparó hábilmente de sus silbantes labios el varón de la barba lacia.
- Podría disentir de lo que estás balbuceando, mi marmóreo y erectísimo compañero de situación, no por el mero hecho de no ajustarse a mi opinión particular, sino por que creo que acabas de incurrir en el grave pecado del desdecimiento. Me asombra de sobremanera escuchar esa rara música del laúd de tus cuerdas vocales, ya que, si bien tengo entendido, de manera ciertamente análoga a mi persona, en tus lares eras conocido con el mote del maestro de los ritos y de la restricción, el amo de las reglas y de las costumbres. Con la pretensión de no violar las redes que han sido tejidas por la racionalidad, yo, camarón más grande del común, debo permanecer en los confines de las marejadas y en las barrigas de los comensales. Es acaso esa mi naturaleza, dulce oyente, ya que huyo y repugno, al igual que los sacerdotes del culto a los números áureos, a las bestias monstruosas y quiméricas de la imprecisión y de la indeterminación. ¿No era ese tu caso, varón de las ropas amarillas?
- Necio y poco merecedor de esta charla sería si negara el orden y las leyes de las cosas, mi macedonio confidente. Pero esos peces escapan a nuestras redes, son tan extraños y tan sorprendentes en el estilo de su nado y en la conformación de su anatomía, que consiguen burlar nuestras carnadas y nuestros sebos. Son peces uranios, ajenos a nuestros fríos y a nuestros vientos. Apenas podemos intuir el momento en el que surcan los mares a lado de nuestra barcaza. No niego su existencia, pero si la capacidad de atraparlos: la libertad es el atributo que mejor les acomoda.
Según refleja tu desconcertado semblante te debe parecer bastante extraño que haya cambiado tan rápido mis velas para tomar nuevos vientos contrarios a la ruta que seguía antes con todos mis afanes. La verdad es que una mañana dentro de una charla no muy distinta a ésta, un deslumbrante y enceguecedor dragón, usando como artilugio las encendidas escamas de sus palabras, zarandeó a mi marinero y sacudió a mi piloto. Conocí al venerable anciano Tsé, fue él quien me llevo por caminos insospechados. Deberías de conocerlo un día de éstos, vive a pocos pasos de aquí, al pie de la montaña. Sería un placer llevarte hasta donde él, así estaría pagando moneda con moneda, cacao con cacao.
- No me desagradaría en ninguna manera, querido Kong. Es más, dirijámonos en este preciso instante hacia los aposentos de esa misteriosa criatura de la que has hecho mención. Porque buscador de tesoros soy, cuando un pavorido estulto parecería si me negara a sumergirme en las profundidades del mar en la búsqueda de lingotes y pedrería ¡Ea!, pues, levantemos nuestros cuerpos y emprendamos la amigable peregrinación.
Justo cuando comenzaban a desanudar la postura corporal que habían adoptado a lo largo de la conversación, un ave de mal agüero surcó los aires que habitaban sobre sus sapientes cabezas, y de manera súbita e igualmente inesperada, un fuerte soplido venido del norte, no tan amargo como dulce, se apoderó del lugar, evento que provocó que nuestros dos eminentes mercaderes cayeran a cuestas de la colina en donde se encontraban hace apenas unos segundos intercambiando oro plácidamente. El frío viento era atroz, tanto que las pequeñas ramitas de centeno que surgían como fuentes secas del fondo de Gea comenzaban ya a tornarse cristalinas, a volverse joyas de la Vieja Escandinavia, tierra de lobos y de gigantes. Un par de congeladas figuras, más indistintas y vagas que antes, armaban un escenario digno de cualquier tragedia helénica o de cualquier pintura paisajista ch'an al pie de esa colina. Había una fuerza emocional de incontenible fatalidad, pero henchida de un equilibrio de inefable soledad que sólo Sófocles hubiera podido describir, que sólo Huang Kiung-pi hubiera podido pintar.
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