viernes, 20 de junio de 2008

En una templada noche de otoño (Analepsia CLXII)












En algún punto de La Historia Universal, que no es lineal sino sinuosa, ni tampoco rigurosa, si no más bien ideal, un elemento del saber se disparó y dejó atrás a los otros que le antecedían: semejante ejercicio de desprendimiento me permitió la plena percatación del percance que se asentaba sobre las vísperas de aquel instante. Nadie en ese preciso momento pudo si quiera intuir la complejidad y los matices que iba adquiriendo aquel singular fenómeno, tan extraño, poco estrecho y profundamente redondeado. Los extremos se iban ramificando, la helada y majestuosa lógica de las cosas se expandía e iba abriendo brechas a todo lo largo y ancho del continental imperio del Cosmos.

Unos surcos que antes apenas eran imperceptibles, ahora se enarbolaban sobre los aires como gigantescas rasgaduras del éter. Símbolo por símbolo, el dibujo cada vez era más claro y mayormente discernible: una magna concentración de puntos en el espacio multiforme se derramaba gradualmente, de manera atroz pero absolutamente bella, sobre la superficie de lo no-existente.

Como grandes brazos concéntricos de una legendaria y anciana galaxia, esta inusitada expansión se iba transformando cada vez más en algo que no tenía en modo alguno sentido, pero que contenía dentro de sí, de manera aislada, a la vieja usanza de una mónada leibniziana, toda su esencia, su más puro soplo de vida. Las descripciones parecerían cortas respecto a esta catástrofe del entendimiento, sin embargo algo se puede hacer con el fin de rescatar lo indescifrable. Y en el esfuerzo queda el mérito, según creo yo y los guerreros santos.

Partamos de lo esencial: nada. Una vez instalados en este vericueto de la nominación humana, podemos avanzar hacia una segunda característica: una explosión no siempre es ruidosa, ni estruendosa. Hay explosiones, como la del orgasmo privado, que sólo las escucha Dios, y nadie más. También hay explosiones invisibles, como la del estornudo imaginario o la del bostezo ajeno. Es por eso, y sólo de esta manera, que el singularísimo evento del que doy cuenta en estas líneas no tuvo por qué ser conocido, pero sin duda tuvo que haber sido detonado.

Sigamos a lo largo de nuestra atrevida pero sustancial aventura. Este acontecer tampoco estaba sujeto a las leyes que conocemos y a las que estamos acostumbrados a lidiar segundo tras segundo. Era absoluto, es decir, ab solutum: completamente suelto, libre y autosuficiente. Se devoraba a sí mismo, al mismo tiempo que se engendraba y se vomitaba a la vez. La vejez de los conceptos ni siquiera tocaba sus plantas, y sus aspiraciones, que eran huracanes de lo desconocido, succionaban todo aquello que no tenía fin. Por ende, todo esto que estoy relatando es verdad irrefutable en todos los mundos posibles, con entera claridad y distinción.

Si seguimos con la enumeración de sus posibilidades como ente terrenal, terminaremos, muy posiblemente dentro de tres mil seiscientos millones de años, y si nos apuramos, en unos dos mil ochocientos millones tal vez. Pero como mis pies son muy cortos y mi vista astigmática, he de detenerme justo aquí en la epopeya de su descripción.

Este suceso, sin embargo, tenía otra característica muy particular: era luz infinita. Difícil imaginarnos tal cosa dentro de nuestras deficientes y posmodernas mentes occidentales, pero de ninguna manera imposible. Así como el sabor de una buena taza de café puede durar para siempre dentro de nuestra boca, o un cosquilleo debajo de nuestro ombligo nos intercepta junto con la imagen viva del individuo idealizado, de la misma manera una luz puede o no tener fin. Pregúntenselo a Al-Khuwarizmi o a Nagarjuna: ellos no me dejarán mentir. Con la misma velocidad con la que una bala expansiva penetra la púrpura y lasciva carne del costado de un soldado mercenario, con esa sutil destreza, con ese golpe de ira ontológica, así, la luz irrumpe, e irrumpe, e irrumpe sin fin.

Pero aún queda un problema. Antes dije que la luz podía no tener fin, y ahora sostengo que lo que no tiene fin son las tinieblas. Porque ¿en qué momento las tinieblas y la luz se hacen eternas, se prolongan hasta siempre? Pues precisamente en ese preciosísimo momento que les estoy trayendo a cuenta, a manera de fragmentos disociados de certeza, trozos estrellados de verdad. Y en ninguno otro más. Por eso lo atesoro como a mis propias lágrimas, pues es un don visionario que me fue otorgado el día de mañana.

Un testimonio de esta envergadura no debería ser menospreciado por nadie, ni siquiera por el más soberbio de los literatos, ni por el más tirano de los reyes. Ellos vieron con sus propios ojos el nacimiento del Sol y su muerte en el crepúsculo, eso lo se reconocer muy bien. Pero nunca vieron lo que yo vi. Ni nunca lo verán. Es más: ni siquiera estoy seguro de haberlo visto, soñado o mirado de reojo. Fue una de esas circunstancias en las que, accidentalmente, se es partícipe de ellas casi sin resistencia, como el espermatozoide penetra en el piadoso huevo de la génesis. Y yo no me desprendí de mi cola al penetrar en aquello, aunque si tuve que desprenderme de mí mismo, de mí como hasta ese momento me había conocido.

Hablé de ramificaciones, de rasgaduras y de temblores metafísicos. Pero no he hablado ni de las ramas secas del otoño de mi alma, ni de la rasgadura larga y llana sobre mis espaldas amarillas, ni de los terremotos que produjo aquel fenómeno en la atmósfera presente. Pero quizás estoy exagerando. Estoy haciendo una hipérbole de lo que simplemente sucedió, y de lo que no tiene sentido que le siga sacando anécdotas, como se le saca la savia a un árbol para fabricar veneno. Además, incurro constantemente en terrible peligro, peligro de despeñarme del mundo, de perderme entre ustedes.

Si algo definitivo puedo enunciar de este suceso mágico que cambió la forma de experimentar lo experimentable dentro de mi limitado campo de acción-cognición, es que fue sublime. Y lo sublime, como dijo Kant cuando no nació en Königsberg, es como una parvada de flores divinas ¿Cuánta sublimación cabe en un suspiro junto al cuello, en rascarse la espalda después de una hora de comezón contenida, en mirar los ojos de una pequeña niña que mira a su vez, absorta, reír a su hermanita? Les sorprenderá saber que ese momento, ese instante magnífico de hieráticas conexiones, de profundísimas e insondables mitologías, lo encontré tirado, en la acera, cuando iba camino a mi casa.

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