Poco se ha hablado, es casi un hecho, de Favorino de Arles (80 – 150 D. C. aprox.) dentro de la historia de la filosofía occidental en comparación con otros pensadores griegos de la antigüedad. Representante del escepticismo medio en el periodo helenístico, alumno de Epicteto y maestro de Aulio Gelio, casi ha desaparecido de los anales y manuales. Y es que, según mi teoría, que no es apresurada ni irrelevante, esta especie de "olvido historiográfico" se debe, primordialmente, a la excelencia de su estirpe por encima de la de los demás amantes de la sabiduría. Aseveración que, a su vez, nos hace preguntarnos: ¿y qué es aquello excelente que este personaje ostentaba, aquello que provocaba la envidia de sus contemporáneos y la amnesia deliberada de sus comentaristas? Es muy simple: este ser humano estaba completo, había nacido perfecto.
Así como Lao-Tsé emergió del vientre materno hacia el mundo, teniendo como partero al mismo Sol, cuando ya contaba con ochenta y dos años de edad, es decir, en plenitud completa de su sabiduría y en el cenit de su espiritualidad, Favorino se incorporó a las filas de los mortales bajo el designio y protección del demonio Eros, fusionando en sí mismo las dos facetas necesarias para la comprensión absoluta del misterio del mundo, los dos momentos eternos de la dualidad cósmica que subyacen en todo principio vital y universal, y muy particularmente en la naturaleza de los vivientes en forma de polos opuestos, es decir, a través de su sexualidad: la masculinidad y la feminidad, el macho y la hembra, los lados soleado y umbrío de la colina. Favorino, al igual que la deidad absoluta Siva-Sâkti pregonada por los maestros del Indo, albergaba en su constitución fisiológica y anímica el día y la noche, lo bello y lo sublime, el principio y el final, y demás analogías de plenitud y complementariedad.
Entre las marmóreas paredes de Atenas, tanto como bajo los elegantes techos de Roma, como un suspiro de Eolo, corría la máxima "Medé ton hélion êinai kataleptón": una de sus más afamadas premisas, de las más atacadas por sus contemporáneos. Pocos comprendían al fin el sentido metafórico que ésta albergaba en su fondo. Ya en el griego más fino, o en el latín más acabado, no cesaba de emanar el caudal de erudición de sus suaves labios, engalanado por sus anchas espaldas y su estrecha cintura, por su femenino talante y su seductor varonil encanto. Maravilla bisexual, eunuco, hermafrodita… ¿qué importa al fin? La belleza de su rostro, la dulzura de su voz, la sedosa cortina de su cabellera, en fin, la totalidad de sus atributos eran expelidos de su ser como un canto hipnótico de sirenas que ululan desde sus arrecifes carmesí; la expresión y disposición de simetría perfecta de su grácil cuerpo hacia sumergirse a todo el que le veía y le escuchaba durante el discurrir de sus lecciones y sus declamaciones en una especie de letargo indescriptible, mismo que remontaba a su auditorio al tipo de paz que todos vivieron al interior del vientre materno: una tranquilidad sin ruido, rodeados de cálida y confiable sustancia, de fiel y entrañable despreocupación.
Su doctrina, dicen, era bálsamo para las heridas, ingeniosa sutura de la ignorancia y la insensatez. No pronunciándose ni de un lado ni de otro a la hora de la discusión, sacaba siempre debajo de su manga una razón completamente válida para oponerse a su antítesis, haciendo ver, como por medio de un translúcido crisol por breves y efímeros instantes, a la diosa Aletheia desnuda, tímida y escondidiza como suele ser siempre. Enarbolando elocuentísimos y hermosos edificios poéticos, desplegaba, como plumaje de pavo real, toda su capacidad creativa en los terrenos de las musas, haciéndose ver frente a su atenta audiencia como fino artesano de los tesoros del corazón.
Pródigo compositor, hábil retórico, culto hombre de mundo. Sin embargo, en este caso en particular y en lugar de todo lo anterior, ¿por qué no hacer referencia a él primero y con mayor ímpetu aún, como fructífera creadora, singular pensadora, ilustrada mujer cosmopolita? Existe, si usamos la misma lógica de la que ella se valía para derrumbar sus propios argumentos, el mismo porcentaje de posibilidades de hablar de lo uno como de lo otro ¿Qué es más verdadero, pues, no basados en el área inguinal, sino en el espíritu? Los ángeles, según algunas fuentes talmúdicas, no son ni adánicos ni évicos, sino una forma abstracta de ser, una esencia pensante depurada de las impurezas carnales, bien asexual o bien bisexual: no se sabe con exactitud. Recordemos la doctrina del “humano ideal” de San Gregorio de Nisa, en donde se sitúa la perfección de la naturaleza del hombre más allá de la diferenciación genérica, fruto lamentable del pecado original según el cristianismo ¿No podría ser entonces, pregunto ahora, Favorino, el más divino entre los pensadores que han formado parte del mundo griego, y quizás, apología a mi ignorancia, de la humanidad?
Se ha dicho de Favorino, no se sabe aún si en su favor o en su contra (que para él-ella hubiera sido de igual valor, como ya hemos revisado), que era menos un filósofo que un literato amigo de la filosofía. Y no lo dudo ni por un segundo. Los hermafroditas no pueden ser, por definición, completamente filósofos, y para fundamentar esto anterior hay una poderosa razón de fondo: son muy superiores en inteligencia para quedarse en las sesgadas y parciales determinaciones que implica la dialéctica, el lenguaje y el pensamiento discursivos, silogísticos y argumentativos.
Cuando los hijos de Hermes y de Afrodita hablan, lo hacen siempre con la conciencia plena de la falibilidad y la ambigüedad del lenguaje, así como de la naturaleza dual de lo existente, procurando no caer nunca en las trampas insípidas de las aporías y de las antinomias. La filosofía no es su esencialidad: lo es Sophía, la diosa sabiduría misma. Aquel que se sirve del discurso más que servir al mismo, ni siquiera es digno de elogios, pues el elogio mismo ya es lenguaje, y es más preciado para este ser el silencio que se le ofrenda. Las burlas de Luciano, burdo idiota (con pretensión de filósofo al fin), respecto de su condición bifurcada y de su consiguiente imposibilidad para dedicarse a la cacería dentro de los agrestes territorios de Minerva, no hicieron más mella en su alma que las que hizo el imperceptible sol sobre su delicada piel a lo largo de su vida.
En segundo lugar, y quizás de manera más determinante, al encontrarse en este modo completo en su constitución originaria, Favorino podía dedicarse de lleno a la contemplación de las cosas y los asuntos del mundo, y a la admiración de la belleza sempiterna del Cosmos que subyace en cada fragmento del mismo: no había ningún obstáculo de naturaleza carnal, de pulsión sexual, que se lo impidiera. Poros y Penia habían contraído matrimonio al interior de su organismo desde su primer día sobre la Tierra; la urgencia carnal, la sed del instinto, esta especie de dhukka erótica que devora con sus llamas agónicas el frágil cuerpo del que fuimos compuestos, era completamente inexistente en él-ella.
El enorme muro infranqueable que se levanta frente a todos los que aspiran a una vida devota y dedicada a la búsqueda del conocimiento y el cultivo de las artes, era para Favorino, una simple roca que podía patear lejos de su efigie, sin ningún esfuerzo. Era obvio que, teniendo dentro de sí tanto al hombre como a la mujer en la más universal de las concepciones, fuera incapaz del enamoramiento y de la infatuación amorosa provocada por un ser humano, del más mínimo desvarío y desequilibrio emocional derivado de las pasiones desbordantes que se engendran al querer llenar esa ausencia del género opuesto, ese hueco platónico que perfora nuestro espíritu. Y de allí su principal perfección, según creo.
Quizás, de entre todos los escépticos, y aún de todos los filósofos helénísticos, fue la persona que alcanzó, de manera mucho más natural que como Gautama escapara al samsara bajo la sombra del mango, la ataraxía de manera plena, continua, definitiva. Nadie lo habría logrado antes, ni los pirrones, los epictetos o los epicuros, con todos sus ejercicios, sus lecciones y su ascetismo intelectual. Su corazón, sin turba ni mácula, era un remanso impasible en donde descansaban los cisnes, en donde navegaban los nenúfares. El favor de los dioses estaba de su lado. Ananké había sido tutora benévola, las moiras cariñosas abuelas.
No extraña, después de todo, que “hayamos olvidado” casi por completo a Favorino. Las más buenas cosas, como las más malas, siempre permanecen en la memoria colectiva, girando en la espiral incesante de las épocas y las eras. Pero las demasiado excelentes, así como las en extremo terribles, nunca salen a la luz, debido a la intensidad de sus fulminantes rayos; se entierran de manera cautelosa bajo las profundas aguas del río Lethe, para evitar cualquier tipo de sobresalto innecesario, algún colapso de conciencia en los otros. Tal vez, en otro sentido del original propuesto por nuestro iluminado hermafrodita, haya sido esa la razón por la cual haya dicho: "El sol mismo no puede percibirse". Es demasiado para el ojo; es, como Nietzsche dijera respecto de la verdad, simplemente insoportable para el hombre. Favorino de Arles como el legendario sol de los filósofos: como aquel ser imperceptible, demasiado uranio, demasiado angélico, demasiado íntegro para nuestra humana aprehensión.
Así como Lao-Tsé emergió del vientre materno hacia el mundo, teniendo como partero al mismo Sol, cuando ya contaba con ochenta y dos años de edad, es decir, en plenitud completa de su sabiduría y en el cenit de su espiritualidad, Favorino se incorporó a las filas de los mortales bajo el designio y protección del demonio Eros, fusionando en sí mismo las dos facetas necesarias para la comprensión absoluta del misterio del mundo, los dos momentos eternos de la dualidad cósmica que subyacen en todo principio vital y universal, y muy particularmente en la naturaleza de los vivientes en forma de polos opuestos, es decir, a través de su sexualidad: la masculinidad y la feminidad, el macho y la hembra, los lados soleado y umbrío de la colina. Favorino, al igual que la deidad absoluta Siva-Sâkti pregonada por los maestros del Indo, albergaba en su constitución fisiológica y anímica el día y la noche, lo bello y lo sublime, el principio y el final, y demás analogías de plenitud y complementariedad.
Entre las marmóreas paredes de Atenas, tanto como bajo los elegantes techos de Roma, como un suspiro de Eolo, corría la máxima "Medé ton hélion êinai kataleptón": una de sus más afamadas premisas, de las más atacadas por sus contemporáneos. Pocos comprendían al fin el sentido metafórico que ésta albergaba en su fondo. Ya en el griego más fino, o en el latín más acabado, no cesaba de emanar el caudal de erudición de sus suaves labios, engalanado por sus anchas espaldas y su estrecha cintura, por su femenino talante y su seductor varonil encanto. Maravilla bisexual, eunuco, hermafrodita… ¿qué importa al fin? La belleza de su rostro, la dulzura de su voz, la sedosa cortina de su cabellera, en fin, la totalidad de sus atributos eran expelidos de su ser como un canto hipnótico de sirenas que ululan desde sus arrecifes carmesí; la expresión y disposición de simetría perfecta de su grácil cuerpo hacia sumergirse a todo el que le veía y le escuchaba durante el discurrir de sus lecciones y sus declamaciones en una especie de letargo indescriptible, mismo que remontaba a su auditorio al tipo de paz que todos vivieron al interior del vientre materno: una tranquilidad sin ruido, rodeados de cálida y confiable sustancia, de fiel y entrañable despreocupación.
Su doctrina, dicen, era bálsamo para las heridas, ingeniosa sutura de la ignorancia y la insensatez. No pronunciándose ni de un lado ni de otro a la hora de la discusión, sacaba siempre debajo de su manga una razón completamente válida para oponerse a su antítesis, haciendo ver, como por medio de un translúcido crisol por breves y efímeros instantes, a la diosa Aletheia desnuda, tímida y escondidiza como suele ser siempre. Enarbolando elocuentísimos y hermosos edificios poéticos, desplegaba, como plumaje de pavo real, toda su capacidad creativa en los terrenos de las musas, haciéndose ver frente a su atenta audiencia como fino artesano de los tesoros del corazón.
Pródigo compositor, hábil retórico, culto hombre de mundo. Sin embargo, en este caso en particular y en lugar de todo lo anterior, ¿por qué no hacer referencia a él primero y con mayor ímpetu aún, como fructífera creadora, singular pensadora, ilustrada mujer cosmopolita? Existe, si usamos la misma lógica de la que ella se valía para derrumbar sus propios argumentos, el mismo porcentaje de posibilidades de hablar de lo uno como de lo otro ¿Qué es más verdadero, pues, no basados en el área inguinal, sino en el espíritu? Los ángeles, según algunas fuentes talmúdicas, no son ni adánicos ni évicos, sino una forma abstracta de ser, una esencia pensante depurada de las impurezas carnales, bien asexual o bien bisexual: no se sabe con exactitud. Recordemos la doctrina del “humano ideal” de San Gregorio de Nisa, en donde se sitúa la perfección de la naturaleza del hombre más allá de la diferenciación genérica, fruto lamentable del pecado original según el cristianismo ¿No podría ser entonces, pregunto ahora, Favorino, el más divino entre los pensadores que han formado parte del mundo griego, y quizás, apología a mi ignorancia, de la humanidad?
Se ha dicho de Favorino, no se sabe aún si en su favor o en su contra (que para él-ella hubiera sido de igual valor, como ya hemos revisado), que era menos un filósofo que un literato amigo de la filosofía. Y no lo dudo ni por un segundo. Los hermafroditas no pueden ser, por definición, completamente filósofos, y para fundamentar esto anterior hay una poderosa razón de fondo: son muy superiores en inteligencia para quedarse en las sesgadas y parciales determinaciones que implica la dialéctica, el lenguaje y el pensamiento discursivos, silogísticos y argumentativos.
Cuando los hijos de Hermes y de Afrodita hablan, lo hacen siempre con la conciencia plena de la falibilidad y la ambigüedad del lenguaje, así como de la naturaleza dual de lo existente, procurando no caer nunca en las trampas insípidas de las aporías y de las antinomias. La filosofía no es su esencialidad: lo es Sophía, la diosa sabiduría misma. Aquel que se sirve del discurso más que servir al mismo, ni siquiera es digno de elogios, pues el elogio mismo ya es lenguaje, y es más preciado para este ser el silencio que se le ofrenda. Las burlas de Luciano, burdo idiota (con pretensión de filósofo al fin), respecto de su condición bifurcada y de su consiguiente imposibilidad para dedicarse a la cacería dentro de los agrestes territorios de Minerva, no hicieron más mella en su alma que las que hizo el imperceptible sol sobre su delicada piel a lo largo de su vida.
En segundo lugar, y quizás de manera más determinante, al encontrarse en este modo completo en su constitución originaria, Favorino podía dedicarse de lleno a la contemplación de las cosas y los asuntos del mundo, y a la admiración de la belleza sempiterna del Cosmos que subyace en cada fragmento del mismo: no había ningún obstáculo de naturaleza carnal, de pulsión sexual, que se lo impidiera. Poros y Penia habían contraído matrimonio al interior de su organismo desde su primer día sobre la Tierra; la urgencia carnal, la sed del instinto, esta especie de dhukka erótica que devora con sus llamas agónicas el frágil cuerpo del que fuimos compuestos, era completamente inexistente en él-ella.
El enorme muro infranqueable que se levanta frente a todos los que aspiran a una vida devota y dedicada a la búsqueda del conocimiento y el cultivo de las artes, era para Favorino, una simple roca que podía patear lejos de su efigie, sin ningún esfuerzo. Era obvio que, teniendo dentro de sí tanto al hombre como a la mujer en la más universal de las concepciones, fuera incapaz del enamoramiento y de la infatuación amorosa provocada por un ser humano, del más mínimo desvarío y desequilibrio emocional derivado de las pasiones desbordantes que se engendran al querer llenar esa ausencia del género opuesto, ese hueco platónico que perfora nuestro espíritu. Y de allí su principal perfección, según creo.
Quizás, de entre todos los escépticos, y aún de todos los filósofos helénísticos, fue la persona que alcanzó, de manera mucho más natural que como Gautama escapara al samsara bajo la sombra del mango, la ataraxía de manera plena, continua, definitiva. Nadie lo habría logrado antes, ni los pirrones, los epictetos o los epicuros, con todos sus ejercicios, sus lecciones y su ascetismo intelectual. Su corazón, sin turba ni mácula, era un remanso impasible en donde descansaban los cisnes, en donde navegaban los nenúfares. El favor de los dioses estaba de su lado. Ananké había sido tutora benévola, las moiras cariñosas abuelas.
No extraña, después de todo, que “hayamos olvidado” casi por completo a Favorino. Las más buenas cosas, como las más malas, siempre permanecen en la memoria colectiva, girando en la espiral incesante de las épocas y las eras. Pero las demasiado excelentes, así como las en extremo terribles, nunca salen a la luz, debido a la intensidad de sus fulminantes rayos; se entierran de manera cautelosa bajo las profundas aguas del río Lethe, para evitar cualquier tipo de sobresalto innecesario, algún colapso de conciencia en los otros. Tal vez, en otro sentido del original propuesto por nuestro iluminado hermafrodita, haya sido esa la razón por la cual haya dicho: "El sol mismo no puede percibirse". Es demasiado para el ojo; es, como Nietzsche dijera respecto de la verdad, simplemente insoportable para el hombre. Favorino de Arles como el legendario sol de los filósofos: como aquel ser imperceptible, demasiado uranio, demasiado angélico, demasiado íntegro para nuestra humana aprehensión.
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