viernes, 20 de junio de 2008

De nada admirarse (Analepsia CCXVIII)



“Los demonios son - según la tradición talmúdica – espíritus creados en el crepúsculo del Viernes por la tarde, a los que no correspondió ya cuerpo alguno debido a que entonces se produjo la irrupción del Sábado. De ahí se sacó posteriormente la conclusión (que quizá ya no era ajena a las mismas fuentes talmúdicas) de que desde entonces los demonios están a la búsqueda de un cuerpo y por esta razón persiguen a los hombres.”



Gershom Scholem, La Cábala y su simbolismo



Constantemente la gente dice: “fulano finalmente sucumbió a sus demonios”, “zutano estaba tratando de liberarse de sus demonios”. Y no dice mal, ciertamente. La existencia demoníaca no es cosa ni de cuentos ni de dogmas: hay demonios, casi tan numerosos y tan variados como humanos hay. Estos demonios, seres camaleónicos e insaciables, son los causantes directos de nuestra infelicidad: en realidad, aunque no lo percibamos, no existe otra razón ni agente para ella.

Comandados por el príncipe de la desesperanza, Eblis, vagan perturbados sin ningún otro afán que provocar la misma turbación que ellos experimentan, en otros. Para esto a veces toman sus cuerpos, a veces no: a veces atacan desde lejos, y a veces, cuando logran hacer más daño, se internan en el cascarón adámico, se vuelven parte de uno mismo.

Las esquinas están llenas de demonios: están aquéllos que, tras el escondite de una canción melancólica, se asoman y ríen, atajando contra el lastimado oído a mordidas y rasguños, siempre en pos del desquicio, siempre procurando la terrorífica inflamación del miocardio y el taladramiento apabullante del cerebelo.

Están los demonios que susurran entre sueños palabras caóticas, que insuflan el miasma de la confusión mediante suaves e imperceptibles soplidos de locura, que aturden con su bombardeo imaginario el firme terreno de la razón, ésos que derriban las parvadas de los pájaros silogísticos con un solo aleteo de sus gargóleas alas, moviendo su aire negro, su frío tormento.

Están los demonios mercaderes de falacias, los que capotean el velo de Maya con singular garbo y destreza, simulando y engatusando a diestra y siniestra a cuanta mosca caiga en su cinta adhesiva, placiéndose al ver cómo uno tropieza con su propia barba, cómo uno se pierde en su propio refugio. A veces mediante féminas, a veces mediante dinares, a veces mediante lo que uno menos espera verse engañado.

Están los demonios atadores de grilletes, quienes mediante la colocación de un peso extenuante sobre las extremidades y las coyunturas del afectado, infringen la penosa anomalía del la inactividad, de la sumisión bajo la más laxa de las desidias, de tirar el cuerpo al abandono y la mente al olvido, como un roble viejo agujereado por los insectos, como la pieza oxidada de un automóvil.

Están los demonios que hacen, desde la lejanía, llamativas señas de esperanza con el fin de atrapar a su incauta presa; ésos que mediante espejos reflejantes de la luz solar, emulan aquellos faros marinos que llaman, cual luciérnagas, decenas de navecillas mercantes, cargadas hasta el borde de ingenuidad. No tardarán mucho en hacer agujeros en la proa y llagas en la popa, en generar su colapso hacia el abismo, cementerio de ilusiones juveniles e impetuosos anhelos.

Están los demonios que preparan mejunjes y caldos hirvientes en la caldera de nuestro vientre, los mismos que se ponen en pirética acción a cada perturbación de nuestro límpido lago del momento tranquilo, ya sea por cualquier ruido, llamada de atención u ocasional distracción aleatoria. Un fuego fatuo sale de lo profundo del ser, no importándole al volcán si son las aldeas de sus seres más queridos las que arrastre con sus mortales fluidos y sus venenosos gases.

Un día más luminosos que otros, Dios, compadeciéndose de mí y de mi penosa situación, me susurró entre sueños: “ataraxía… ataraxía… ataraxía…”. Al principio no comprendí nada, definitivamente a causa de la sordera conceptual que los demonios provocaban en mí. Ahora lo sé. Hoy puedo estar cierto que, como reza más de la mitad de El Libro y como enunciara alguna vez el más divino de los hombres, el Señor me ama, dado que me otorgó misericordemente la más dulce de las mieles, la última de las respuestas.

La imperturbabilidad: tesoro entre los tesoros. Quiero imaginarme, porque casi siempre imaginar con fuerza equivale a profetizar (ese visualizar con claridad el destino inminente de la corriente río abajo), que después de esculpido el palacio vivencial y trabajada la cerámica anímica, ni siquiera un batallón entero de demonios podrá privarme de semejante y divino don. Por eso, del mismo modo que hicieran los pitagóricos, y con ellos los estoicos y epicúreos siguiendo la luz de su sol propio, he de enunciar la sentencia: “De nada admirarse”.

Que sea ella el estandarte de mi lucha, que sea ésta el escudo tallado sobre los mástiles de mis naves.


Los demonios no podrán tocarme ya. No podrán pinchar con sus metálicos tridentes ya más ni mi mente ni mi corazón.

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