jueves, 21 de enero de 2010

El otro segundo gran mandamiento (Analepsia MXXX)


Sólo la letra prevalece tras las eras, haciendo en efecto posible que Borges le obsequie sus trabajos a Lugones, y que Qohelet siga siendo todavía nuestro sabio padre, nuestro anciano consejero, tan loco y tan cuerdo como el también monarca Lear y su séquito maldito de bufones y serpientes. Uno siempre, por costumbre o convicción, se despide de los otros al anochecer: se le arropa al niño otorgándole un cálido y sincero beso en la frente, se le persigna al marido, se le abraza a la madre y a la hermana, deseándoles plenitud en su reposo y un alivio prolongado mientras abandonan la concretud de la existencia, durante unas cuantas miserables horas. La piedra de toque ha llegado al corazón entonces, transmutando en sólidos y dorados granos de trigo y de centeno, aquel despreciable cúmulo de vulgaridad y de monotonía que solía pesar sobre nuestras espaldas, masa amorfa de necedad y de egoísmo que antes prevalecía, como cortina de espesa niebla, alrededor de los cuerpos y de las cabezas más allegadas a la nuestra.

Finalmente, al caer la noche, uno observa con taciturno sosiego y con una inenarrable tranquilidad de conciencia, los rostros y las figuras de los otros desvanecerse en la ignominia, perderse en la lejanía, del mismo modo en que uno lo termina haciendo todos los días, como el sol, más o menos a la misma hora. Todos igual de débiles, igual de obedientes, igual de receptivas y de mansas víctimas que uno mismo frente a la involuntariedad de lo acaecido, igual que cualquier individuo que decida colocarse el apellido genérico “hombre” como adorno de sus ropas. Toda injuria se disipa, toda testarudez se evapora, todo encono se desvanece dando paso a un continuo reconocimiento de la fatalidad humana, de su profunda impotencia y su omnisciente ignorancia: el dulce sueño que lo iguala todo, al igual que la muerte. Sólo entonces, y sólo durante esos fugaces y particulares momentos, es cuando a uno le es posible amar verdaderamente al prójimo, sabiendo de antemano que el amar no es más que una avasalladora reacción innata ante la honda y dolorosa comprensión de las cosas y de los hechos, una inesperada y sublime afirmación de la vida, vacía y terrible como es, indescriptiblemente hermosa en su resplandeciente falta de valor absoluto. Por eso también digo: “Amad la lectura, y aún más a la escritura, amadlas tanto como se le ama al prójimo, porque sólo la letra es capaz de vencer lo inevitable”.

lunes, 11 de enero de 2010

On mirages [De la serie: "Las criaturas del hombre"] (Analepsia MXX)


"El propósito no es sino el esclavo de la memoria,
De violento nacimiento pero poca validez,
Que ahora, inmaduras las frutas, se pegan al árbol,
Pero caen sin sacudirlas cuando están maduras.
Muy necesario es que olvidemos
Pagarnos a nosotros mismos lo que nos es debido.
Lo que a nosotros mismos en la pasión proponemos,
Acabada la pasión, el propósito lo pierde.
La violencia tanto del dolor como de la alegría
Sus propias ejecuciones consigo mismos destruyen.
Donde la alegría más festeja, más se lamenta el dolor;
El dolor se alegra, la alegría pena, por un leve accidente.
Este mundo no es para siempre, y no es extraño
Que también nuestros amores con nuestras fortunas cambien,
Pues es una cuestión que todavía tenemos que probar
Si el amor guía la fortuna, o la fortuna al amor.
Caído el gran hombre, mira huir a sus favoritos;
El pobre ascendido hace amigos de enemigos;
Y hasta ahora el amor cuida de la fortuna:
Pues al que no lo necesita nunca le faltará un amigo,
Y quien necesitado pone a prueba a un amigo hueco
Directamente lo repara para enemigo suyo.
Pero conviene terminar donde empecé,
Nuestras voluntades y nuestros sinos corren tan contrarios,
Que nuestros planes pronto son derribados:
Nuestros pensamientos son nuestros, sus finales nada tienen de nuestros."


William Shakespeare, 1601



miércoles, 6 de enero de 2010

Breve meditación sobre el minimalismo (Analepsia MXIX)


¿Desde qué anchos y largos ventanales es posible asomarse al fenómeno del minimalismo? ¿Desde qué eminentes paredes de cristal, desde qué barandales de metálica tersura? ¿Es acaso este fenómeno un mero ejercicio estilístico que ensaya la catarsis de la ausencia, un logro ascético de perfección técnica, un proceso aséptico contra las infecciones deplorables del mundo contemporáneo? ¿O quizás la expresión más conciente y más precisa de la muda sacralidad de lo Uno, de la carencia innombrable del No-Ser?

Considerado a menudo sólo como un soplo de polen metálico sobre los ojos agresivamente saturados de objetos, los oídos de ruido y la inteligencia de barroquismos sensibles y de letras porosas, el minimalismo parece ser mucho más de lo que en realidad se ha esbozado que es, o en sus propios términos, mucho menos de lo que en realidad se aspira a que sea. Less is more: dictum medular de su estética subyacente. No olvidemos este dato, de capital importancia para la entera (in)comprensión de sus no-propósitos.

En las canteras del minimalismo se ofrece, casi como en ningún otro contexto ni zona productiva, material blando y maleable para la práctica de la dúctil esgrima de la poética: la hermosa sinfonía de los espacios abiertos y los tiempos congelados, largas planicies de tenues vacíos, de cómodas y acogedoras nadas que, unidas en amalgama con el efecto de la relajación de las cuerdas que atan la mirada a la multiplicidad de los entes, devela la unidad en lo esencial inmanente, en cada pedazo de materia bruta, aislada y coherente.

Danza, canto, juego de esencias. He allí su definición más óptima, la más reduccionista ¿Qué es el minimalismo, en última instancia (de haber tal), sino pura y llana reducción de todo lo que existe, labor incansable del intelecto para con la realidad y de las horas con lo eterno? La pulcritud de asumirse en la precaución afectiva, en la moderación de lo autónomo, de rozar por unos instantes la frágil piel ósea de la simplicidad. En ella, adecuadamente encuadrado, el punto se integra y la línea de desliza hacia territorios inconmensurables, de manera idónea, ideal, idealista. Vértices solidarios, firmes estructuras asentadas sobre la serenidad sensorial, en la falta exacta, en la acabada incompletud. Perfume de atmósferas y movimientos lentos, apacibles, suaves y metódicos paneos por encima de las ciudades y de la vida natural. Monotonía que enarbola horizontes, paisajes congelados de sosiego beato, pacífica batalla entre luz y sombra, equilibrio irrepetible que resulta de ella.

¿Cómo es que se consiguen el tipo de efectos que tienen sobre el hombre joyas espirituales como la paisajística Chan y Zen de la pintura budista-taoísta, como los violines de Pärt y el piano de Satie, como los edificios de nuestro Luis Barragán y los videoclips del ajeno Chris Cunningham, como el platónico suprematismo ruso de Málevich y la también rusa grandeza mística de Tarkovski, como el trazo de la inocente y elegante caligrafía del haikú sobre la ceniza arena del jardín callado, como los puntuales beats y las secuencias atmosféricas aisladas del Intelligent Dance Music incluso? Parecería que no nos dan ningún efecto, sino al contrario, desvanecen limpia y hábilmente las sombras indeseables del efectismo en el arte: este tipo de tesoros descubren, mediante su muy básica pero misteriosa gracia, la inimaginable virtud de situarse en medio de las cosas y de no necesitar de nada más que de lo presente. Un par de muros, de sonidos, de luces cenitales, y no más que eso. Allí está el contento propio del sí mismo, la gustosa contemplación del espectáculo mutista.

No creo pecar tampoco al calificar al minimalismo como una estética de lo sublime por encima de otras más, puesto que, quisiera escuchar, ¿qué existe más sublime que los picos nevados que alzan, solitarios y silenciosos, a la orilla de los pueblos? ¿Qué hay más sublime que el continuum del cielo infinito, sin ninguna nube ni ave en él que le manche; o que las magnificentes mesetas del mar calmo, carente de embarcaciones, sostenido sobre los cuatro rumbos como un espejo abismático de nuestras metafóricas profundidades? Es el vacío que hay en ellos lo que apuntala la duda primaria y el deseo de vacuidad, lo que inicia la combustión instantánea de las palabras y los conceptos frente a la majestad de lo indefinible que sobrevuela sobre nosotros, sosteniéndonos sobre sus lomos. El thauma en el hombre responde, en su estado más inmediato y más permanente, al minimalismo de la mente en grandes concentraciones: la captación del sunyata universal no se logra del todo, sino bajo algún tipo de estado minimalista que ofrezcan, modestas, nuestras capacidades espirituales.

Dentro de este delicioso y transformador juego, no con lo irracional sino con lo a-racional que es el minimalismo mismo, es muy pertinente el no-esperar, el esperar nada, pues nada viene en realidad antes o después de él, sino sólo lo que se muestra en su desaparición de los extremos temporales, es decir, en su montaje presente. El mejor remedio contra teleologías vanas y contra preciosismos pretenciosos se encuentra asimismo en el minimalismo. El sólo hecho de atribuirle al minimalismo un uso, como remedio contra algo, ya es empezar a enlodar las flores (Wittgenstein sabía muy bien esto: su “filosofía” lo refleja, como casi ninguna otra lo logra). El minimalismo, siendo él mismo como es, se erige sobre el sentido y el sin-sentido bajo el disfraz de eminente espiga de acero, vigía de los módulos concretos, de los panales de aluminio y de las colmenas de albo yeso: nada se le pregunta, pues todo ya se ha respondido a través de su sólo estar, de su sólo callar en la soledad de las formas y los arquetipos del mundo.

Me sigue pareciendo que lo que he adelantado sobre el fenómeno del minimalismo aquí, es en realidad muy poco para todo lo que deseo expresar y agradecer respecto de esta sutileza: dejemos que así sea por el momento, acorde con su íntima naturaleza y por el beneplácito de su noble estirpe de sencillez.

El mundo a la mano (Analepsia MXIII)


Con singular delicadeza y esmero
paso las páginas, una por una,
¿y qué es lo que encuentro?:
salidas, entradas, pedazos de barro
y mares perdidos enmedio del bosque.

Allí está: la montaña blanca,
erguida y olvidada
por los halcones pasajeros,
aquellos que solían hacer sus nidos en lo alto,
y la gota de rocío
que reflejaba puntual, sus nieves, a diario.

No es lo mismo abrir los ojos que abrir la carne.

Allí está: la gabardina bien abrochada,
los lentes y el aserrín de lado, derramándose
encima de las herramientas viejas.
Trazos de un entrecejo encendido
por estallidos varios y renovadas confrontaciones.

También allí está la recámara,
y el velo de Maya que la recubre.
En el librero, apilados en pares y en tercias,
se encuentran, sin uso,
los manuales éticos y los códigos morales,
ambiguas manchas de ilusas tinturas.

Soberbio y tibio como siempre,
el saber absoluto me visita y me arropa en las noches más frías;
me cuenta historias fantásticas, cuentos de niños,
fábulas de peces-luz
y de armazones míticos para dormir tranquilo.
Me cuida como una verdadera madre,
me da alojo en su cálido seno,
mientras allá, afuera, en la intemperie,
las cosas se hinchan, estallan y nunca regresan.

Él permanece, sin embargo, amoroso, entonándome canciones de cuna,
una tras otra,
liberando esas aves perfectas de polen y arena.

Y uno sigue pasando las hojas,
paseando a las hojas,
se siguen posando las hojas
sobre la tensa superficie de la iletrada laguna.
Uno sigue siendo rescatista de horas ajenas
y pulidor incansable de piedras de río.

¿En dónde es que está la medula, dime?
Porque yo no la siento, ni la veo, ni la oigo.
Quizás detrás de todas las cosas,
o por debajo de ellas,
como aseguraban a rajatabla,
pedantes,
las milenarias barbas rizadas.

En realidad lo que soy primordialmente lo he encontrado
pasando los ojos
por encima de los vastos atlas y de las hondas enciclopedias.
Ciertamente, allí está todo: lo viejo, lo nuevo, lo que viene en camino.
Está también tu brazo, tu mano, tu dedo, tu uña, tu huella dactilar.
Están los Himalayas, Antoine Lavoisier y el Apocalipsis.
Está lo de arriba, como lo de abajo, y hasta lo de enmedio.
Tierra a la vista: savia de viajes, néctar de estudios.
Ahora es que lo miro todo, pero nunca lo he visto.
No es lo mismo abrir los ojos que abrir la carne.

Pericia (Analepsia MIII)


Es así como el pianista,
de frente a su instrumento,
se prepara las manos,
y dispara, despiadado, los cielos.

También es así
cuando,
por casualidad,
la chica se desnuda,
translúcida,
enfrente de la ausencia.

¿Cómo es que sólo
un leve inclinarse revela,
de reojo y sin esfuerzo,
la porción exacta de luz
y de sombra que se necesita
para retratar al tiempo?

El manejo de los instantes
le pertenece a los maestros.
Hay maestría en desnudarse,
así como la hay en colgar las flores
sobre los pórticos de las despedidas,
o en sonreírle a los perros
cuando éstos ladran y más molestan.

Es el oficio lo que cuenta.
Los ojos y los rincones
se doblan de par en par
al apenas tañerse las cuerdas de lo exacto.

Es así como el pianista, al final, baja la tapa del piano.