miércoles, 23 de junio de 2010

Lo vulgar clarividente (Analepsia MDC)


Cuando hay sol en plenitud, lo único que nos mantiene expuestos al peligro de su radiación es esa magnífica sensación de confort que nos arropa amorosamente las espaldas, en un abrazo magnífico y trascendente, aún a sabiendas del inminente ardor posterior sobre nuestra piel y de su posterior degeneración ¿Entonces, en verdad es cierto que sólo bajo la lluvia se forjan los hombres? Uno se asoma por la ventana, tres, cuatro, cinco, a veces seis veces al día y casi no se consigue apresar lo sustancial del acto. Y por acto entiendo los demás actos, los últimos y los primeros, y todos los de enmedio. Somos los seres que siempre se quedan en las orillas. Las numerosas e intrincadas arrugas de las manos a menudo son caminos más amables que los surcos por donde transcurren nuestros pensamientos.

Sí: hay clarividencia en lo vulgar. Y mucha.


Todos somos vulgo, vulgus, un conglomerado común de idéntica constitución aunque se persista en negarlo: no hay manera de diferenciarse de nuestros semejantes en lo esencial, ni mérito alguno en tratar de hacerlo. Allí está, frente a todos nosotros, como un condenado a la mitad de la plaza pública siendo abucheado por las enardecidas turbas, la avaricia de los gobernantes convirtiendo en jirones el patrimonio común. Allí está también, el insaciable apetito de los consumidores destruyendo el equilibrio natural de nuestro ecosistema. Allí están, la banalidad de las modas y de las apariencias, las extravagancias ideológicas y de culto que rayan en lo absurdo, la sobrevaloración del cuerpo y de los bienes materiales, la enajenación de las masas a través del poder mediático, la sed de dominio sobre la que han estado construidos los basamentos del terrible constraste de las clases sociales desde tiempos inmemoriales: la inequidad, la hipocresía, el odio injustificado. Allí están, esos cúmulos de voluntad de poder que todos perciben y que a todos molestan, precisamente porque huelen a nosotros cuando detestamos ser quienes somos, cuando traemos a cuenta el ayer e intentamos descifrar el mañana.
Todo esto es muy fácil de ver, y casi siempre por eso me parece despreciable. Despreciable por sencillo, por visible, porque todos podemos juzgarlo, y estar de acuerdo con ello ¿Quién podría negar algo tan nítido, tan molestamente transparente, tan directamente situado en el centro de nuestra incumbencia?

Lo que no se alcanza a ver tan fácilmente, lo arduamente aprehensible: es eso lo realmente atrayente para mí, aunque, de manera paradójica, me rebase por completo, y no pueda comprenderlo en absoluto.

Aquello sustancial que se evapora pronto, que se oculta, que hace señales.

Las revoluciones se componen de gente sumamente ávida para esclarecer la vulgaridad, esa vulgaridad que sí importa, que nos importa demasiado porque nos duele sin excepción, porque no somos tan estoicos después de todo.
Sin éstas, no podríamos decir propiamente que somos alguien, con memoria y con nombre. A estos precursores les debemos nuestra historia, nuestras instituciones, nuestros monolitos culturales. Estos clarividentes de lo vulgar vieron muy bien lo que todos vemos, y supieron alterar, solidariamente y con un sólido carácter pleno de efectividad y de una admirable inteligencia práctica, aquellas cosas que nos lastimaban a todos las retinas del entendimiento, transfigurando lo evidente en otra cosa, igual de evidente al cabo de un rato, pero fundamental en su momento. No obstante, aquello invisible de lo que hablo casi siempre logra evadir a las acusaciones generalizadas, a las tomas de partido, a las grandilocuentes voces, al liderazgo nato y a la voz inmortal del descontento humano. Rehuye los territorios en donde todo mundo puede opinar, alegar, luchar por lo correcto.

Es ese delicado e incomprensible hilo infinito que une todas las cosas.


Es el espejo confuso del mundo en la gota de agua que pende de los pétalos de las flores.


Es la nota musical que burla nuestros espectros auditivos e intelectivos con singular parsimonia.


No hay manera de apresar exitosamente el orgasmo de una mujer entregada en cuerpo y alma al amante, ni el llanto cariñoso de un pequeño niño contra tu pecho, sollozando en confortable consuelo. No se puede fijar sobre el corazón la desbordante sensación de completud que acontece en la contemplación de la vista panorámica de los atardeceres.

Así como no nos es posible conocer los límites de nuestras sensaciones, tampoco nos es posible conocer los límites de nuestras cosmovisiones.


Sumergido en esos límites, algo sale de control en nuestras convicciones de las que estamos hechos, algo desborda las normas del buen juicio y de pronto, como una frágil nave se vuelca durante una violenta marejada, uno se pregunta: ¿es que acaso sé algo certero del mundo, tan sólo un poco? ¿No son todas mis creencias fundamentales meras estupideces colectivas, meros prejuicios desdeñables, vagos como espejismos o como sueños? Desde luego que no lo son, pero, ¿y si lo fueran, qué?
Entonces nos arden los ojos por mirar demasiado fijamente al horizonte, y uno voltea la cara hacia lo cotidiano, hacia lo familiar, dejando a nuestras espaldas brillar a las metáforas más deslumbrantes y megalíticas que hemos creado: la eternidad, la omnipotencia, la omnisciencia, entre otros tantos sustantivos que se han empleado para denominar a lo sagrado. Nace así la nostalgia en nuestro seno. La añoranza corrosiva de lo inalcanzable. Saboreamos dulciamargamente nuestro confinamiento, y tratamos de arreglar nuestra prisión lo más que se pueda, para pasar bien el rato, para no sufrir tanto, para que no sufran los otros por carecer de lo más básico y de lo más lógico para nuestro contento, para nuestro bienestar colectivo, para nuestro cebo diario. Eso está bien.

Ser vulgar está bien, cuando se es clarividente.


Pero lo bueno nunca es suficiente.


Por ende, algunos de nosotros, casi jalados por un magnetismo misterioso,
como un haz de polillas ciegamente atraídas hacia el halo fulgurante de la bombilla eléctrica, necesitamos periódicamente de los rayos implacables del sol del misterio, de esos rayos invisibles de onerosa y de flagrante imposibilidad, aunque nos quemen en vida.

lunes, 14 de junio de 2010

Resplandores de medianoche (Analepsia MDXCIX)


Algo habita detrás de las luces.

Un trozo de indecisión, un hálito informe, un fulgurante exceso de significado.

Nada como su nocturno silencio.

Sobre la añoranza (Analepsia MDLXXIV)


Atravesados por esa sensación con sabor a pasado inmediato por la que somos súbitamente iluminados al caer en cuenta de lo felizmente vivido, de vez en vez la saciedad y la completud nos asaltan de manera reconfortantemente sólida, anudadas e indiscernibles de la palabra mágica que todo lo contiene al dejar escapar lo accesorio: añoranza. Las fiestas familiares, los viajes, los paseos por el parque, las carcajadas deliciosas y los juegos magníficos con los otros, esa niñez andante sobre un frágil puente tendido entre las peripecias y las grandes alegrías compartidas con una serie de personas que se importan mutuamente, amalgamadas de manera íntima entre sí.

Afuera, durante el día a día, un panorama de una solidez impecable se yergue ante nosotros, sin ecos aparentes de algo que nos anteceda: los altos edificios, los troncos de los árboles sin un ápice de subjetividad, todo perfectamente ensamblado, esterilizado, pulcro de ánimos, sin ninguna carga emotiva aparente. Entonces, por azares del destino, al desatarse una serie de conexiones asociativas a partir de un nimio suceso completamente imprevisto, regresan de pronto, como el impetuoso oleaje de un huracán, la vieja silla de mimbre del bisabuelo, el olor del guiso exquisito de la abuela a mitad de la semana, las bromas y las chanzas del abuelo y del tío, la carcajada encantadora de la hermana, la mirada cariñosa y omnicomprehensiva de la madre que atraviesa todas las posibles fronteras de la hipocresía mundana. Una melodía suave y acompasada, un trozo de seda tierna del lecho que roza en el rostro cuando uno está a punto de abandonar el estado de vigilia, un abrazo desinteresado bajo la lluvia, igual de sedoso y de sincero que sus significativos acompañamientos, un llanto florido de anhelos y de un compromiso puro e ineludible con alguien que no soy yo: se manifiesta la transparencia del alma, generosa en todos sus despliegues.

Todos construimos grandes monumentos de vez en cuando al vivir, eso es verdad, muchas veces sin siquiera darnos cuenta, sobre todo durante nuestros nóveles años. Por desgracia también decidimos quemarlos cuando creemos que ya no nos sirven, cuando pensamos que no necesitaremos de ellos jamás; no obstante, en contra de la soberbia y el engreimiento que rodean nuestro inevitable crecimiento, siempre quedan las cenizas de las flores y de las mariposas más bellas del orbe, aunque no logremos distingirlas del todo enmedio de las opacas partículas flotantes a nuestro alrededor, camuflajeadas con los cenizos guijarros y las motas de polvo que bailan al unísono ritmo de la monotonía. Un par de pasitos cautelosos de la pequeña niña que apenas logra controlar con propiedad su cuerpecillo, encaminada hacia ti, con los ojos brillantes y una determinación muy grande, como si se fuera el último pilar que sostiene la tierra, el lecho seguro en donde las aves descansan después de su larga migración hacia el sur: he allí la definición de lo invaluable. El amor suele ser una misteriosa tela que recubre de manera hermosa todas las cosas, suavizando sus filos y aumentando su brillo, una capa que refresca y que nutre con sus inusuales colores incluso a las sensibilidades más taimadas, a los recovecos más resistentes y recios del corazón del hombre.

¿Cómo conservar la llama, la fragancia, la voz, la tersura, la efectividad espiritual de lo que nunca retorna y sin embargo siempre permanece con nosotros, eso que nunca nos abandona después de haberse ido para siempre? ¿Qué es la remembranza de lo bueno sino una caja de recurrentes resonancias que nos conducen al propio exilio de nosotros mismos, tan dulces y tan preciadas que logran desviar toda nuestra atención del instante presente, transportándonos hacia lares ya recorridos, pero sin embargo desapercibidos en sus detalles? ¿Cómo recuperar lo que fluye inmisericordemente a través de los atardeceres y los amaneceres, cómo atesorar lo que por naturaleza tiende a desvanecerse sutilmente entre las incapaces diez fibras de nuestros dedos?

Gratitud: tal vez el secreto aguarda a la sombra, en la reciprocidad resultante del acto auto-reflexivo más noble posible. Cuando en una palmada resuenan todas las palmadas anteriores, o cuando a través de un beso se logran abrir los ventanales por donde escapan impetuosamente las numerosas parvadas del ánimo liberado: la añoranza actúa entonces en todo su esplendor, trayendo a cuenta todos nuestros años de un solo golpe, sólo para mostrarnos lo ilusorio de la tesitura real del tiempo, y el falso parámetro de las distancias que hay entre el hoy y el ayer, unidos por frágiles cuerdas compuestas de imágenes y de sonidos maravillosos, mosaicos de todas las dimensiones empalmadas que se han descubierto hasta la actualidad. Allí, la relacionalidad de lo existente se obvia de maneras insospechadas, y emerge esa rara pulsión, casi anti-humana, que muchos han hecho el basamento de sus credos y de sus caminos de redención a lo largo de nuestra historia: agapé, caritas, karuna.

Del modo en que yo lo veo, resulta implausible el verdadero aprecio de nuestro presente sin haber regalado antes una honda y persistente mirada a las ricas vitrinas de nuestro pasado enterrado. De obviedades como ésta se construyen a menudo nuestras inclinaciones.

miércoles, 9 de junio de 2010

Brindis simbolista (o la emulación de las gárgolas) [Analepsia MDXXIII]


Una vez que ha florecido el corazón cauterizado
gracias a las lívidas gotas de la voz del tiempo
encarnadas grácilmente en el ardor de la palabra,
esa vieja y nueva luz de ansiosos virajes y de agnósticas crucifixiones;
una vez que nuestro órgano más amigable y confiado,
familiar al filo de las sales y a las púrpuras costras,
ha llegado finalmente al muro de concreto de lo externo,
es preciso derretir entonces, en su honor, de manera inmediata,
una cera diminuta, color tinta, del tamaño de la aurora,
con el fin de preservar lo etéreo que aún retiene
el mudo, remanente misterioso de las cosas.

Así, al virar el cuello hacia el nido de los cambios,
lejos de las oportunidades evaporadas y de las emociones emergentes,
uno ya no encuentra simplemente arenas privadas, peligrosas bocas o eternas vanidades,
sino una serie de apetecibles raciones de un alimento que se desconoce aún,
algo precioso,
informe,
titilante,
familiar con la profundidad cáustica del Yo que no se ve
pero que se deja sentir al arrollarse a sí mismo con singular fiereza,
arremetiendo contra todo lo profano que se tambalea frente a sus ojos,
temblorosos, pálidos, crujientes,
apoyados en la tibia cuna de sus álgidos recuerdos.

Las nubes nos sirven el té, y la mañana se calla.
El verde aliento del absintio asemeja la oración de la séptima trompeta.
Un pajarillo insignificante canta desde los cables en tensión
la ronda y la faramalla de la pluma habilidosa.
El ingenio se aviva detrás de las herméticas cortinas,
y la realidad inicia su prófano baile, desnuda y ebria,
sobre los restos de los libros apilados
que sólo suelen leer los monjes y los apestados.

Sus ecos triunfales, maestros denigrantes, celestes perdedores,
hacen temblar por un instante la superficie del agua de la monotonía.
Y eso es todo lo que necesito de ustedes.
¡Y pensar que fueron menos que polvo, que paja, que el ala trozada de un albatros!
La revancha del descaro ha comenzado,
y terminará en unos días, mientras pasa la tormenta.
Aquí, bajo el sombrío techo de la mente activa,
veo desfilar una lastimada horda de símbolos grandilocuentes,
de espíritus de penetrantes aromas que traspasan todavía hoy
las fronteras inconmesurables de los países y la historia.
Las distancias van amainando su efecto, mientras las ropas se resbalan con lentitud.
Quedo, al fin, una vez más entre ustedes,
con mis huesos comulgando con sus miasmas.

Si alguna vez lograron, poetas malditos, astillas roídas por su violenta patria,
penetrar a través de mis cuencas vacías
reconfigurando impetuosamente el molde de mis días azules, índigo y violeta,
fue porque así lo he requerido, y no por mera necedad libresca
ni por aquel común y deleznable artificio culterano.
Han sido el hambre, la pena, el calor flagrante del infierno
los que me han llevado hasta sus llanos y perversos ventanales.
Desde allí me he asomado y les he visto, de espaldas,
y he visto también a la mar de frente, ídolo pétreo,
preñado de ese fugaz pero sustancial bostezo,
ese brillo, ese candor, ese desvelo,
ese rayo de sol que se filtra por el domo.
Hoy emulo sus bramidos
y me incrusto en sus costillas,
homenajeándolos,
como un hijo bastardo que jamás podrán reconocer,
extemporáneo y anacrónico,
pero descendiente de ustedes al fin.

He de practicar tal ejercicio con un placer hirviente, malsano, concientemente extraviado,
tal que ni el viento ni el fuego podrán siquiera intimidar.

Su transporte será la carroza de mi purificado desprecio
y sus líricas cumbres, el asta desde donde hoy rasgo los cielos.
Brindemos hoy: Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont.
Embriaguémonos 'de vino, de poesía o de virtud',
hasta que cante finalmente el gallo negro de la extinción absoluta.

martes, 1 de junio de 2010

El profeta del crepúsculo: monologometría [Parte 1] (Analepsia MDX)



"Si lo importante es ser sublime en cualquier género,
se es mucho más en la maldad.
Al ladrón de poca monta se le escupe en la cara,
pero no se le puede negar una especie de consideración
a un gran criminal."

Denis Diderot, Le Neveu de Rameau  

"La repugnancia hacia lo sórdido no es más que otra expresión de una suceptibilidad para lo delicado. No existe percepción de belleza sin su correspondiente rechazo."

Ezra Pound, Polite Essays

 

Nunca ha sido una cuestión de asesinar 'por el puro hecho de hacerlo', como suelen argumentar algunos criminales 'de avanzada' con el afán de afirmarse sobre una muletilla rimbombante, pretensiosa de reflejar una supuesta libertad de acción más allá de todo interés mundano: 'la finalidad sin fin de lo artístico del crimen', 'la develación de la carencia de todo basamento ético y político', 'la actualización del desmembramiento de todos los cuerpos morales', 'el violento asomo al abismo del sinsentido del hombre' y toda esa calaña de astillas de palabrería podridas compuestas de filosofemas rancios, sumamente vacíos de contenido. Tampoco es cuestión de atentar en contra de la vida humana para suplir y subsanar intereses secundarios, o más bien terciarios, como la fama y la sed de posteridad, la remembranza y la preservación de nuestra reputación, o hasta un alegado amor incondicional a nuestros semejantes: eso es para mentes vulgares, para calcas miserables producto de las pautas históricas, para gente hipócrita y resentida con su pasado y su presente, sin verdaderas experiencias positivas de la vida, y lo que es peor, sin una pizca de sensibilidad imaginativa ¿Qué cuál es nuestro movil entonces? ¿Necesitamos describirlo en específico, doctor? Muy bien. Todo proviene de un sublime sentimiento que brota poco a poco, tierno, espumoso, acogedor, desde el fondo del estómago, dulce como la miel más dulce que se pueda encontrar: durante esos maravillosos instantes de desbordamiento y desmesura, uno se despabila, se estira, se infla; uno mismo se transforma en una lengua gigante, en una ancha y receptiva lengua llena de papilas gustativas que se estremecen al más leve roce con las esencias más poderosas, y es entonces como se comienza a lamer con avidez y desenfreno, casi eróticamente, toda la porquería que hay en el mundo. Claro está, a uno esa porquería le sabe dulce, muy dulce, toda envuelta bajo un matiz de profunda dulcificación, produciendo un deleite constante a través de la ejecución de los pequeños detalles. Si tratáramos de encasillar la determinación de nuestro 'motivo', podría decir que es algo muy cercano a la obtención del placer, del delicioso regocijo propio ¿O es que acaso hay algo más que nos motive a hacer las cosas que nos importan? Difícilmente, ¿no lo cree usted así?

Estudios y terapias psicológicas, mapas neurológicos, radiografías del alma. Nada de eso funciona aquí, mi amigo. No se puede tratar de darle forma a aquello que por definición es informe, disoluto, tenebroso. No existe curación para la dicha. "Tu familia te amaba, Albert... ¿por qué?", me repite entrecortadamente el psiquiatra desde el otro lado de la mesa, una y otra vez, con un café frío a lado y un nervioso cigarro entre sus dedos. Lo que ha dicho no lo pongo en duda. Siempre he sido un niño muy querido, un joven muy estimado. Fui el primogénito, el hijo ejemplar, el más armonioso en el trato con mis hermanos y con mis allegados. Mis padres esperaron tres años planificando todo para mi nacimiento, de una manera obsesivamente esmerada, según me han contado: todo debía ser perfecto a mi llegada, las sábanas muy limpias y fragantes, los almohadones muy suaves y bastante amplios, los contornos de los dibujos de payasos y de magos del papel tapiz sobre la pared, impecablemente delineados. Tampoco sería capaz de decir que tuve todo lo que un niño podría desear, pues eso es imposible, nadie consigue ese tipo de felicidad, siempre falta algo, alguna estupidez pueril que sobrepasa las espectativas paternales: un juguete, un postre, un paseo por el parque de diversiones, o yo qué se. No obstante, resultaba algo muy parecido a la plenitud. Una cuasi felicidad, diría yo. Lo mismo durante mi pubertad, durante mi adolescencia, y durante mi reciente juventud: envidiable estabilidad emocional, óptimo soporte económico, relativo éxito en todas las empresas que alguien desearía emprender alguna vez durante las primeras etapas de su vida. Si ha existido en esta tierra algún paradigma de familia tierna y amorosa, esa debía de haber sido la mía, es mi caso sin duda alguna ¿Entonces, por qué ese tipo de obvias aseveraciones, doctor? Por supuesto que mi familia me amaba, y yo a ellos en reciprocidad. Francamente, no vienen al caso todas sus inquisiciones, no va a encontrar nada que le deje satisfecho. "¿Por qué?", me pregunta una y otra vez, como un autómata deplorable. Bueno, eso es fácil de contestar, lo acabo de hacer, pero no de transmitir, y menos a personas como usted, tan limitadas en su capacidades intelectivas y sensitivas.

Forzando las analogías con las quizás usted se sienta familiarizado por ser ya lugares comunes de la divulgación 'científica' de nuestros días, a menudo matar resulta como probar el LSD por primera vez, un viaje espectacular de nuevas y sorprendentes sensaciones, o como la explosión del orgasmo sexual con alguien con quien se mantiene una profunda conexión psicológica, algo muy duro de recuperar con terminologías clínicas y anquilosamientos lingüísticos. Yo diría más bien, si nos movemos hacia otro ámbito más interesante para mí, al de la religión, que se asemejaría metafóricamente a algo así como, siendo ferviente cristiano, beber la sangre de un costado del cuerpo del Señor de manera delicada y tenue, lamiendo su entresijo con pasión verdadera hasta el fondo de su viva carne, para después voltear, embriagado, hacia las estrellas postradas sobre la infinitud del firmamento: una verdadera comunión sacramental con el Creador del Universo, con lo más profundo que poseemos como especie. No espero que me entienda usted ni sus colegas, ni ahora ni después (a lo mejor nada más estoy jugando con sus mentes, barajando con imágenes excitantes por imposibles: también cabe esa posibilidad si lo piensas bien), y mucho menos que me permitan hacer lo que he venido haciendo durante todo este tiempo de manera periódica y regular, pues desde un principio supe que estaba prohibido, vedado, legalmente restringido por esos gordos sabios de pelucas blancas y pesados martillos, situados todos como chacales en celo resguardando las puertas de la mediocridad, esos reguladores del desagüe de los sentimientos residuales de toda la orbe.

A veces me parece que esta época todavía sigue estancada espiritualmente en el medioevo. Desde hace unos pocos decenios, aparentemente se han ido relajando algunos candados concernientes a las prohibiciones sexuales, uno tras otro, y las corazas que un día protegieren el pudor y la integridad del género humano durante siglos, caen ahora al suelo como costras de mugre, tan estorbosas y tan innecesarias como en definitiva ellas solas podrían serlo. Pero, posiblemente, eso sólo es la fachada de las cosas: las corazas morales más duras que nos envuelven no se removerán jamás por medio de la 'flexibilidad' de nuestros estatutos gubernamentales, ya se encuentran amalgamadas con nuestros huesos. Yo, junto con otros tantos insectos rastreros adelantados a su tiempo (porque sería pecado tratar de ocultar nuestro inherente auto-aprecio), anuncio la aurora del día en que cometer un asesinato y torturar a un ser vivo, poco a poco, hasta el arrivo de su muerte, sea igual de tolerado por la justicia como la homosexualidad, la prostitución y la pornografía: rezo fervientemente todos los días para que esto acontezca pronto. Falta muchísimo para llegar a esas cumbres, muchas costras de mugre caídas y desvanecidas en el suelo del pasado: conseguiríamos derruir por fin el más grande de los tabúes en los anales de lo humano, ese estorboso mandamiento primordial legado por nuestros ancestros semíticos, el errado principio del que parten todos los acuerdos políticos y todos los contratos sociales, todos los groseros egoísmos. Quizás sean sólo sueños vacíos los míos, sueños de niño, aspiraciones huecas, pero me placen de sobremanera. No es posible confiar en la evolución, ese anclado mito inglés, ni un poquito siquiera, casi todo lo echa a perder con los años. Desde hace milenios hasta la fecha, se han tenido que buscar pretextos disfrazados de otra cosa para ejecutar las masacres y los descesos aislados, aquellos irrecuperables, preciosos momentos llenos de inefable deleite: títulos vergonzosos como 'la guerra santa', 'la defensa de la patria o de la raza', 'la rebeldía de los derechos del hombre', 'la pena capital', 'la defensa propia', y un cúmulo considerable de patrañas inauténticas. No, les digo, no se escondan temblorosos tras las faldas de la sapiencia aparente, y entréguense decididamente al delicioso banquete que se ofrece en los tablones del deseo, sin razones accesorias. Casi nadie me escucha, o por lo menos simulan no escucharme. Se encuentran temerosos, sobre todo de sufrir castigos por parte de los otros, como todos los groseros egoístas. Temen a la ley, pero también temen a los alcances insaciables de sus apetitos más hondos.

El hombre le tiene miedo al propio hombre, a sí mismo: este no es ningún secreto ni mucho menos, sin embargo sorprende que no sea ya un concepto reconocido por todos a vivas voces, una especie de 'certeza clara y distinta' de la que hablaba ese francés, me parece raro que no se grite en los mercados y que no se enseñe en las escuelas. Así, el hombre despliega su horrísono alarido en el momento justo de quedar frente a frente con un espejo. Y yo les digo: no, no teman. Disfruten del tremebundo espectáculo de ustedes mismos, de la cara deforme de su propia autoconciencia ¿De qué hay que temer al final? No hay nada terrible al final, sólo la ausencia de uno mismo. Lo interesante está enmedio, en el transcurso del camino. No hay razón para gritar, aquí estoy yo, yo guardaré sus pasos si es que han decidido disfrutar con los otros. "¿Qué es lo que ves en la tarjeta?", insiste el Dr. Hampton, más nervioso que antes, lo cual ya es decir algo ¿Cómo no irritarse un poco cuando eres tratado como un simple simio? Bien, le contestaré. Veo una muralla multicolorida desbordante de anhelos aletargados, una serie de arrecifes compuestos de un júbilo estrepitoso e inconmensurable, una hilera de capataces que tiran pedazos de músculos y de médula ósea por el borde de un acantilado, alimentando gentilmente a las ballenas y a los delfines de fuego que cruzan por encima de las rocas. Veo a mi madre, el abrazo caluroso y entrañable de mi madre, el refugio más hermoso que alguien pueda encontrar en toda su vida. Veo la fuerza y la simpatía de mi padre, ese hombre admirable de buenos sentimientos, aquel que siempre me brindó su apoyo de manera incondicional y comprensiva, todo un modelo social a seguir, como el santo patrono de la moralidad china hubiera mandado. Veo la espiral de los tiempos desmoronándose de manera inigualable, el resquebrajamiento de las paredes de granito y de casiterita que enarbolan nuestra historia, lo que hemos sido, veo el horizonte luminoso de lo que estamos posibilitados de ser. Veo el púrpura brotar como una flor sobre la carne ajena, bostezando trémula a las orillas de nuestra mortalidad, extendiéndose por todo el piso como una nube que se expande más y más bajo la conducción del viento. Eso es lo que veo. Si usted no ve lo mismo, bueno, en verdad lo siento bastante. No puedo hablar más en serio.


Seductor de masas me han llamado, pues se dice frecuentemente que las masas son violentas, iracundas, ciegas, irracionales. En realidad represento todo lo contrario. Mi mensaje (si es que se puede llamar mensaje a la práctica de un cierto tipo de hedonismo) se encuentra dirigido a la gente selecta, especial, a los mejores de nuestra especie, a los aristós como se decía en griego, los preferidos de los dioses. Un alemán desequilibrado supo visualizar a grandes rasgos este fenómeno, bautizándole como 'el superhombre' hace ya unos siglos. Pero aún su 'superhombre' me parece débil y sumiso, demasiado cristiano en comparación con las exigencias de un verdadero hombre superior, un asesino nato, pues seguía atado al anhelo de superación de nosotros mismos en relación con un ideal borroso y vago, todavía embarrado de humanismo barato, y no supo degustar de lo que ya somos varios de nosotros, 'superhombres' ya de entrada, pasándole completamente desapercibido el mayor de los placeres que alguien pudiere experimentar durante su corto tiempo en la tierra, la cumbre de la emocionalidad y del discernimiento, aquello que divide a un hombre de un caballo, o de la corteza de los árboles: la capacidad de perpetuar la transgresión física y anímica de sus semejantes hasta su punto de quiebre último; la refinada posibilidad de saborear todas sus pequeñas emociones y pensamientos antes de su extinción absoluta; ese penetrar violento y amoroso en un otro que no soy yo de una manera distinta del coito, mucho más pura y encaminada, menos mecánica; una de las rupturas definitivas con el principio de individuación que nos ata a nuestra miseria mundanal, cotidiana, menesterosa, de seres grises y abnegados por la inercia: nuestra transfiguración decisiva de hombre en insecto, un 'super-insecto', porque los mejores hombres son también los peores, los más temidos, los más rastreros, los más despreciables. Las masas no son capaces de imaginarse siquiera esto, resulta inconcebible para ellos, y de allí el choque directo de la libertad de mis actos con las restricciones jurídicas reinantes, pues las leyes están hechas para las masas, no cabe duda: son estatutos para conducir camiones de redilas, grilletes para sostener bestias. Los más viven y no saben por qué ni para qué viven. Son, como dijera un argentino bajo otro contexto, unas meras 'máquinas de vivir'. No pueden ser estos mis seducidos, puesto que temen al dolor de la coacción y a la muerte como a nada en el mundo, sin detenerse a reflexionar ni un poco sobre los posibles orígenes de este miedo, y... quién sabe, quizás sería pertinente agradecerles también por su estupidez, porque quizás, y sólo quizás, sin ese sentimiento primitivo de terror al dolor y a la muerte arraigado en sus conciencias, no nos resultaría tan delicioso el acto del asesinato crepuscular que hoy anuncio, o que más bien me empeño en magnificar retóricamente. En el fondo ya no hay que anunciar nada nuevo: todo está allí.

Por encima de cualquier otro sentimiento, al menos para mí, se encuentra la sublimidad. Para poder matar como se debe, de manera sublime, el primer paso es perder por completo el miedo a la muerte. Eso es lo esencial, y debe estar por encima de todo lo que hagamos anteriormente. Sin embargo, a menudo se suele confundir esta pérdida del miedo a la muerte con la necesidad imperiosa de salir de la vida. Craso error. La mayoría de los suicidas apresuran su término no por su pérdida del miedo a la muerte, sino, por el contrario, por el demasiado apego a las cuestiones terrenales e insignificantes que les atan como perros encadenados a sus postes, provocándoles un sufrimiento mediocre, opaco, sin un verdadero ni digno resplandor final. Dicen algunos otros que es imposible perder por completo el miedo a la muerte, pues se encuentra tan arraigado en nuestro interior (amalgamado con nuestros huesos) que es menester mantenerse subyugado ante él toda nuestra vida. Esto es parcialmente cierto, ya que aunque por desgracia siempre queda algún remanente de primitivismo en nuestras almas, somos muy capaces de alcanzar una libertad muy superior de la que estamos acostumbrados, y esta libertad radica principalmente en saber aplazar lo inaplazable, y en saber apurar lo progresivo: en jugar con nuestra línea de tiempo, en torcer nuestras posibilidades. Se deben de conocer ambos extremos del terreno para jugar con ellos de manera aleatoria sobre del cuerpo y el alma de uno mismo y sobre todo en la del otro, ya que no hay luz sin sombra, y el reverso de una es la cara visible de la otra, como vieron de manera adecuada algunos chinos y su contemporáneo griego, hace ya muchos siglos atrás.

No, no es sólo 'matar por matar', como un pedante resentido; ni tampoco 'matar para algo', como un bandido cualquiera, por dinero, por sexo o por poder político. Es algo que oscila entre estas dos cosas, más intrincado, más delicioso aún. No, señores, nada parecido a lo que imaginan según la costumbre. No me subestimen de esa manera, se los pido por favor. No madre, no padre, no hermanos. No fueron presas de mis filosos e incandescentes besos por despecho, ni por odio ni rencor hacia sus personas o al mundo en el que nací. No se les ocurra pensar eso jamás, si es que todavía existen en alguna otra parte, aunque lo dudo mucho. Todo fue obra de un inconmesurable amor hacia ustedes y a la vida, alumbrado por una luz que muchos de los espectros mesurables de este mundo aún no alcanzan a captar. Aquí, detenido, enclaustrado, anclado, atrapado como el insecto que soy, me encuentro esperando el designio de los paseadores de ovejas. Miro a través de las rendijas de mi obnubilada memoria, y sólo puedo alcanzar a ver con gratitud mi pasado como un todo brillante desde lejos, como un majestuoso paisaje impresionista compuesto de pequeños puntos coloridos y de señalamientos afortunados. No hay una sola mancha de culpa en mis ropas, de arrepentimiento. Ni el frío ni la obscuridad de sus celdas podrán arrebatarme este ardor interno que hoy almaceno, esa intensa llama que durará encendida dentro del farol de mis costillas hasta el fin de los fines, ese cercano y lejano huésped que ya espera con tranquilidad y seguridad implacable el exilio. Mi final, el final, tiene que ser más placentero, mucho más delicioso que esto. Ya encontraré la manera de transformarlo...

Intersticio (Analepsia MDIII)



Un anciano comiendo su helado,
justo a la mitad de las escaleras del tren subterráneo,
en el horario más concurrido de la estación.


Eso es la serenidad.