Una voz.
Plata fundida con el aire.
Electricidad a través de ninguna parte.
Conciencia de la fría superficie del aluminio.
Las maderas, cálidas y negligentes, saetas de roble.
Los pies no son pies ya.
Aclimatación del espíritu.
Arrobamiento de la carne.
Fulgurante señal del terremoto medular.
Ojos perceptivos de las ondas sonoras.
Cimentación de los parámetros de conmoción.
Paisajes rosas tenues y violáceos.
Roce del satín con las femeninas pieles.
Olor penetrante a canela de Singapur.
Una figura: dos, tres… cuatro.
Un silencio, un bemol, un compás.
El tren sigue su curso, las ventanas son hermosas.
Los cabellos aletean. El cielo vive.
Hay humo que no atosiga.
Hay lumbre que no petrifica.
Hay vitrales que polinizan. Catedrales que esterilizan.
La orilla del Sol. La cuarta parte de Júpiter.
Marmóreas columnas se erigen de la nada.
De un punto fijo, nacen las auroras boreales.
De una bocina, de una garganta, de una caja de resonancia.
Túneles conductores hacia las ignotas tierras.
Sirenas recostadas sobre los acantilados con caracolas en sus labios.
La luna las lame. La espuma las viste.
Hipnosis. Éxtasis. Éntasis.
El pulso de Gea. El recuerdo de la explosión primigenia.
Pliegues. Montañas de sonoro asbesto. Llanuras de vibrante óxido.
En medio… un moderado almuerzo. Un frugal ímpetu.
Usanzas milenarias. Vanguardistas emisiones.
Bajo las bendiciones necesarias, la porcelana brilla.
La roca sustenta. Las cataratas vuelven en sí.
Y uno permanece no como uno mismo, si no de otras desconocidas maneras.
Llega el momento. El volumen es adecuado.
La espalda se encuentra lista para recibir el sagrado látigo.
Un acorde.
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