jueves, 27 de agosto de 2009

Another version of the truth (Analepsia CMII)


El efluvio continuo de las razas y las épocas.

Ríos caudalosos de inútil barro insuflado.
Juego gris que se torna incomprensible.
Traicionero beso en la mejilla sagrada de la vida.

Retoños de neón y de acero
brotando a partir de la infértil superficie.

Juego de cruel inocencia derramado sobre atardeceres de oro.

Néctar hirviente que gotea, monótono,
sobre la densidad de los días y las horas.

El último fruto del Árbol de la Sabiduría
se ha hecho sudor ya, se ha hecho piedra caliza
que escurre, resbala, se hunde y se ahoga
tras las desnudas vértebras de la razón dormida.

Esperando el instante preciso, precioso,
nos quedamos aspirando las cenizas de las manos vacías.

Sombra incontrastable que se cierne sobre el hombre.

De lejos, desde el aparador de concreto,
redimidos, afeitados y domesticados,
¿penetramos lentamente en los misterios de la carne?

Se disuelve la voz entre los bosques de varilla y vidrio,
manojo de pesados instantes,
trazado de líneas de fuga y de aromas perpetuos.

Los colores-luz penetran y estallan en mil pedazos sonoros.
¡Mirad, de qué manera se iluminan los campos de las cruces venideras!

Lúcida ceguera que abre las ventanas al olvido.

Siempre las mismas delicias, las mismas rutas de escape al tiempo.
Imperio comunista de intereses y de aspiraciones
que marcha al batiente tambor de no se qué invisible redoble.
Ecos que resuenan detrás de todo nudo móvil de deseos y de apetitos.
Opulencia y miseria: sólo dos caras de la misma esfinge.

Las manos levantadas en plegaria hacia el cielo,
y los pies enterrados en la arena helada de la continuidad.

Carabela autoconsciente entre dos mundos, varada.
Obelisco que se yergue, magno, sobre las lindes de la nada.

El eterno retorno de lo mismo.

Morning bell (Analepsia CMI)



Sigilosa y precavida,
se cuela la nostalgia al despertar:
herrumbres del cielo,
látigo de la mañana rubia,
oxidada en sus puntas
y abollada en el centro de su pecho.
Astillas tempranas que llueven sobre la brisa,
luces que se abren de par en par,
descuidadas, llenas de vaho,
de bostezo primigenio y solitario.
Así es como emerge la conciencia:
se levanta el párpado-telón
desde la jauría infinita de los arrecifes somnolientos,
esos guijarros, pedazos incoherentes de mundo,
que resultan no más que ambiguos palmos de narices,
restos de certezas varadas
a merced del más suave sobresalto.
Ensoñación interrumpida:
animaciones vanas sobre sólidos lienzos,
antiguos,
monolíticos,
abandonados al delicioso beso de la fortuna diaria.
Arenas que se pierden dentro de sí mismas,
en implosión presurosa,
amarradas al instante eterno
de la mirada vagabunda.
Una mirada pulcra, sedosa, amable,
dulce pozo de memorias
pintadas sobre su superficie.
Mirada a su vez lagañosa e hinchada,
semi-ciega y pesarosa,
doble herida por debajo de las cejas.
Quisiera la mar ser agua,
agua y sólo agua,
hojaldre verdiazul,
fuga de Agosto,
sintaxis de un viento descontrolado,
espera augusta sobre las mesetas durmientes.
Pero no.
No es así.
Siempre es de la otra manera.
Simplemente así es.
Simplemente así sucede, nunca como en el ensueño.
Entonces el ofidio se muerde la cola,
y la canción se repite en el templo,
en el templo vacío de lo corpóreo,
en ese cuerpo hueco que no ha dejado de cesar del todo.
Las llamaradas estallan en la espalda,
se mojan en los recuerdos del sello nocturno,
para entonces, una vez sembradas,
emerger libres, en escapada,
como una parvada de islotes coloreados.
En la nueva noche, estreno de luna,
el brillo en la pupila se apaga de nuevo,
presto para escalar una vez más las ramas lúbricas,
inmersión de nueva cuenta en el estanque ígneo
del tiempo disuelto y la materia desintegrada,
dentro de aquel territorio auspiciado por Morfeo.
Pero, por ahora, es de día.
Soy un ave ahora,
sentada sobre el borde de la cama,
escuchando el hermoso rugido de los gallos
y el rústico correr del refrescante arroyo.
Desplegada esa sensación de cien mil años,
la recámara se atora en mi garganta,
y la vida pugna por reincorporarse de nuevo,
como un retoño de habichuela abriéndose paso hacia el sol,
resquebrajando el ajado rostro de su madre, la tierra.
Nada duerme, nada cae realmente.
Ni siquiera el cuerpo vacío, mucho menos la noche.
Sólo simulacros de batallas moribundas
sobre el techo de satín del Rey Silencio.
De lo demás, de lo nocturno,
siempre quedan esqueletos pétreos,
ecos de una estación que está por apagarse.
Así se pasea el vaivén de las horas,
así cantan el adentro y el afuera.
Escondida, tímida, arrinconada,
la niña nostalgia acecha y se ríe,
dura y fría amante,
siempre llevando la delantera, cabalgando
sobre el gélido horizonte del amanecer sempiterno.
Siempre es hoy… siempre es hoy y de mañana.
¿Qué sabor es éste, nuevo y viejo en mi boca?

jueves, 20 de agosto de 2009

El mar (Analepsia CM)




“Una pulgada de sensatez, y después una milla de imprudencia”: tal era la leyenda impresa en el letrero pegado sobre la puerta de entrada, escrita sobre un papel amarillento y bastante roído de las puntas. Al penetrar cuidadosamente en el inmueble, los vellos de los brazos se les erizaron de inmediato, sin previo aviso. Todo en la casa olía a moho, a madera apolillada y ladrillo mojado. Por un ventanal semi-roto llegaban a filtrarse diminutos hilos de luz vespertinos, los cuales, junto con la serie de telarañas que pendían de dos de las esquinas de la sala principal, otorgaba al lugar un cierto halo de tétrico anticuario, de bello descuido e indiferencia por las cosas materiales, por aquellas pertenencias que suelen esclavizar a la mayoría de la gente. El tintineo de las gotas de lluvia sobre los tejados de las casas vecinas, el eco del ave desconocida que graznaba insistentemente sobre los cables de luz al exterior, el tambor persistente de los latidos propios del corazón: todo elemento colaboraba un poco en la composición de una extraña sinfonía, misma que iba acrecentando su intensidad en la medida en que uno ponía atención a todos los detalles en conjunto, sin dejar pasar uno solo.


- Este lugar parece abandonado - aventuró el inspector.

- ¡No me diga! - respondió sarcásticamente su joven asistente, quizás de manera un poco irrespetuosa, dados los rangos bien definidos de cada quién.

- Pero no podemos darnos por vencidos así como así. Tenemos que seguir buscándolo. Adelante.

Al ir avanzando hacia el interior del inmueble, más y más elementos iban revelando de manera gradual pero poderosa un cierto temperamento, una cierta personalidad, un cierto modo de ser. Réplicas de Hokusai, de Klee y de uno que otro Waterhouse brillaban opacamente sobre los muros tapizados con un corrugado de alcachofas y garigoleados marrón del siglo antepasado, reproduciendo un collage bastante sui generis en plena consonancia con lo ocre del ambiente, un mosaico de impresiones, de muebles y de decoraciones que daban la quizás engañosa impresión de ser reliquias fermentadas durante varios lustros dentro de las barricas de la observancia, el desvelo y el cultivo del espíritu. En efecto, no era aquella una casa cualquiera, y mucho menos debía de serlo su (o sus) habitante (s).

En la medida en que los hombres iban penetrando la desconocida jungla que se abría ante su vista a través de los largos y altos pasillos, no podían dejar de hilar ideas respecto del tipo de inquilino al que se enfrentarían tarde o temprano en alguna de esas inquietantes esquinas, o en algún entrepiso inesperado que habría de tomarlos necesariamente desprevenidos. Un manojo de nerviosismo los atrapó por unos instantes, pero lograron salir venturosos de éste, y de otros dos más de manera consecutiva.

Una pequeña puerta en el suelo parecería conducir hacia una especie de sótano ¿Habría que entrar? No. Mejor continuar inspeccionado los pisos superiores antes que éste ¿Miedo? Por supuesto que no: sólo el necesario seguimiento de un protocolo que se lleva al pie de la letra en todas las operaciones de este tipo. No había que olvidar tampoco que no se trataba de una simple orden de cateo: se trataba, ni más ni menos, de una orden de aprehensión. Había que tener presente que medio escuadrón confiaba en la capacidad policial de nuestros camaradas, altamente preparados para este tipo de acciones. La cocina, el baño, el patio: todas piezas de museo descuidadas, víctimas del desgaste natural que provocan agentes como la humedad, el polvo y la falta de actividad enfocada a la preservación del entorno. Sin embargo, ampliamente atrayentes y singularmente seductoras, como una buena prostituta madura, como un buen vino añejado en una cadena considerable de generaciones con eslabones de oro.


- Muy bien... si el hijo de puta no está en casa, entonces ¿en dónde podría estar? Podría estar en cualquier otro lugar.


- Sus conclusiones nunca dejarán de sorprenderme, teniente. Siempre tan agudas y tan...


- ¡Ea, ea! ¡Ya me estoy cansando de tu sarcasmo, chico! ¡Sólo me expreso así, eso es todo! Pienso en voz alta... no tienes porque restregármelo en las narices ¡Como si tú nunca lo hicieras, bravucón! Acuérdate para qué hemos venido hasta aquí. No te distraigas ni un segundo. Tenemos que atrapar a ese bastardo.


Tal irrupción en apariencia discordante sirvió bastante para destensar un poco los ánimos nerviosos de ambos policías, uniéndolos más de manera paradójica en su persecución, agudizando sus sentidos hasta tal punto que se volvieron un poco más ágiles y más cuidadosos. Subieron la tercera de las escaleras, llegando por fin a la recámara que parecía ser la del dueño del lugar. Nada. Después una recámara, tras otra, tras otra. Nada de nuevo. Al fondo del pasillo, pudieron vislumbrar una recámara cerrada, incluso más pequeña que las anteriores. La áspera mano del detective tomó la perilla y la hizo girar haca la derecha.


La rechinante puerta se abre y la primera figura que permite ver la rendija semi-abierta a profundidad es la de un bulto sobrepuesto sobre el borde de la cama. Sus rasgos se pierden en la obscuridad del cuarto, que cae pesada, solemne, envidiosa de las miradas invasoras ¿Es un costal? ¿O es el hombre que están buscando? Aventurado comentario desde la distancia que se encuentran los dos, mirando como niños pequeños, mudos y extraviados, la profundidad del inhóspito bosque. Un terrible sentimiento se apoderó de ellos en aquel momento: no tanto el terror del posible encuentro violento con el inquilino, como el indescriptible extrañamiento de un “algo” que se avecina, y no se sabe qué es en definitiva. Un temor irracional, similar a la incertidumbre previa a la entrada dentro de una indeterminada obscuridad en la que se preven los más cruentos sufrimientos y terribles violencias, sin saber cuándo, por dónde ni de qué forma van a llegar, había tomado más y más terreno sobre sus cuerpos.


De manera fulminante, efectivamente, algo sucedió: una lucecilla blanca tornasolada, parecida al reflejo de una concha nácar golpeada por el sol sobre el lienzo arenoso de la playa, emergió del centro de esa masa todavía amorfa y extraña que se erigía frente a sus incrédulos y despabilados ojos. Desde ese estado de alerta en el que se encontraban sumergidos los detectives, parecía casi posible escuchar el aleteo de un colibrí en el jardín a unos cien metros de distancia; las pisadas marciales, al unísono, de las miles de termitas que invadían el interior de las paredes y los postes de la casa; las casi imperceptibles micro-frecuencias que producía el roce del aire colado por la ventana en choque con las cuerdas tensas de una arpa abandonada que yacía, inerme, a un lado de la cama. Ambos eran todo oídos, todos fibras nerviosas recorridas por un arroyo de energía cosquilleante y permanente, un flujo indetenible de sensaciones incendiadas.


Las miradas se iban hundiendo, cada vez más, dentro de aquella abertura luminosa sobre el bulto. De pronto, un despunte de dulzura y de tranquilidad emanó desde la parte baja de sus vientres, extendiéndose por sus miembros hasta alcanzar la nuca, deteniéndose en ese lugar. Una seguridad, casi de vientre materno, asaltó sus mentes posesas, colándose hasta el rincón preciado de los recuerdos más importantes de cada quién. En el más joven emergía de pronto la imagen de su querida esposa preparando el desayuno desnuda en la cocina, con sus bellas y tersas nalgas moviéndose de un lado para otro, discretamente, mientras batía energicamente los huevos con jamón que comerían juntos después de hacerle el amor sobre el fregadero. En el otro, el más viejo, solterón y amargado, salía a flote la mirada caritativa y casi sapiencial de su hound dog de nombre Elías, echado sobre su sillón, con su lengua larga y babosa apuntando hacia el sur, y encogido sobre sí, como esperándolo con ahínco tremendo a que su amo llegara a su hogar, con una sinceridad y ternura difícilmente identificable en ojos humanos.


Así permanecieron perdidos en las espesas malezas de sus sentidos confundidos con sus capacidades mnemotécnicas hasta que, así lo quiso Dios, o el diablo (o bien, ambos perfectamente coludidos), un jarrón de porcelana cayó estruendosamente muy cerca de sus cuerpos, sacándolos de su letargo de forma inmediata, y recuperando el nivel de adrenalina con el que comenzaron su ulterior cacería, sintiéndola como una inyección de heroína suministrada justo sobre la madre de todas las arterias.


- ¡Arriba la manos! ¡Identifíquese! ¡Ahora! ¡Quiero ver sus manos... ya!


Ningún movimiento de manos se produjo en la escena. Ahora, la silueta negra y penetrante había mutado en algo parecido a un feto de caballo, o más bien a una lámpara cubierta por un abrigo de piel, debería decir. Ya no era algo humano, y quizás nunca lo fue más allá de la esperanza de los policías de que así lo fuera. Suele suceder que las cosas se transforman para nosotros en la medida en que violentamos con nuestro deseo su verdadera naturaleza. Si nosotros queremos, una cuerda puede ser una serpiente, un puño cerrado una vagina, y la materia un conglomerado casi infinito de átomos y quanta. Todo depende de cuánto esmero, cuánta concentración de deseo, se le ponga a la ilusión generada. Nuestros dos protagonistas estaban perdiendo tal capacidad muy rápidamente, a tal grado que todo indicio de hombre ya se había desvanecido de allí. Sólo quedaba el punto de luz en el centro del obscuro bulto.


De nuevo, en la medida en que los policías volvían a fijarse inevitablemente en el orificio fulgurante que disparaba finos hilos sobre sus atolondradas pupilas, regresaron gradualmente a sus divagaciones, perdiéndose de nuevo en las intrincadas redes de las vívidas imágenes de su pensamiento, en su mundo interior. Uno de ellos empezó a imaginarse paseando felizmente por los Cárpatos tan ligeramente que podría jurar que se encontraba sobrevolando el área; y el otro realizando su rutina de ejercicios matutinos (ejecutando hiper-extensiones, más particularmente) sobre la nueva duela de su apartamento, fruto de tres meses de ahorros y de más de una desaveniencia consigo mismo respecto de su presupuesto y de la forma más correcta de administrarlo. Todo esto los embriagaba de placer y de simultánea tranquilidad, algo nunca antes sentido por ellos en esa divina intensidad.


Pudieron haber pasado varios minutos, incluso horas (¿quién lo puede afirmar con seguridad?) después de que el jefe hubiera lanzado su último grito sobre lo que esperaba que fuera su víctima, sentada sobre la cama. Ahora, la figura había adoptado una silueta similar a un homúnculo (un pigmeo gordo, o algo parecido); o quizás más bien a un almohadón de plumas que se retorcía de vez en cuando, poco a poco, de manera espasmódica. En realidad, ninguno de los presentes sabía con exactitud qué era lo que estaba aconteciendo en ese lugar. Empapados de sudor frío y con un pésimo aliento bucal, comenzaron a emerger suavemente de su letargo, acarreando la sensación de cuando uno sale de la deliciosa agua de una alberca hacia la intemperie ventosa que nos recibe afuera (con el detestable cambio brusco de temperatura que esto implica).


Paulatinamente fueron recuperando la noción del tiempo, ese sentido interno sin el cual, más que con el espacio, se nos aparecería todo como un inmenso mar de colores, sonidos y formas en el que, sumergidos de continuo, toda imaginación y emoción presentes e identificables quedarían disueltas, como cristales diminutos de sal, integrados en la masa líquida que se pierde en el horizonte y se enciende, como flor de fuego y montaña, con la tarde.


- ¡Muy bien! ¡Tú lo quisiste! ¡Voy a disparar! ¿Es eso lo que quieres? ¡Arriba las manos, pues!


Pero ninguno de sus “músculos” se movía. Permanecía allí, varado en su propio “cuerpo”, como esperando a que algún bienintencionado marinero lo empujara fuera de la orilla. La voluntad, del otro lado, estaba presente: el teniente quería alcanzar al bastardo, sacudirlo, incluso golpearlo un poco, y llevarlo directo a la comisaría, donde acabaría todo esto de una buena vez. “Sí: golpearlo, golpearlo quizás mucho. Quizás golpearlo hasta cansarse, hasta que el infeliz vomitara sangre y quedara tumbado sin moverse, inherte, y yo quedara junto a él, con una gran sonrisa, mirando hacia el techo. Golpearlo hasta... ¿matarlo? ¡Sí! ¡Sí! ¡Matarlo! ¡Matar al hijo de puta! ¡Hacerle pedazos!”. Pero a veces la voluntad no basta, como en este particular caso: las piernas entumidas, los brazos hormigueantes, la espalda y el cuello acalambrados y sólo ese punto luminoso, tan puramente blanco que daba asco, enterrado como alfiler magnético en medio de su alma.


Los pensamientos de ambos comenzaron a girar vertiginosamente sobre sí mismos a partir de cierto momento: olores, sensaciones y sabores comenzaron a mezclarse dentro de ellos. De la misma manera que en un sueño alguien puede estar conversando, siendo niños, con algún amigo de su infancia en la oficina en donde actualmente labora; o bailar plácidamente con su novia del bachillerato en la sala de la antigua casa de su abuela paterna; asímismo los recuerdos y la realidad presente se entremezclaban para ellos, enmedio de un coctel vívidamente desconcertante, dentro de una tómbola diabólica de bizarros materiales que no permitía recobrar el sentido común para cumplir definitivamente con su trabajo y salir de ese puto, confuso y maravillloso hoyo en el que estaban metidos.


La boca de ambos estaba demasiado seca. Aunque quizás no haya sido propiamente su boca lo que estaba seco: quizás era la puerta, o el sol, o el caballo de Gengis Khan, o un escalofrío en la espalda de una dama, o el residuo sólido del intestino grueso de alguna estrella famosa de cine. Quizás ya no tenían bocas, ya no existían más bocas en este mundo: las bocas habían dejado de ser bocas, para ser algo más que una boca, o algo menos, o algo más allá de todas estas cosas, de todas estas bocas.


El bramido del día y el bostezo del atardecer galopaban, como caballos salvajes, por las estrechas venas de los detectives. Picos nevados y antenas parabólicas se erigían a lo largo de la habitación, misma que había alcanzado ya el diámetro de Constantinopla entera, o de una molécula de dióxido de carbono, inmensamente microscópica, imperceptiblemente colosal. No eran ya ellos mismos los que solían ser. Eran otra cosa ¿Eran, en sentido estricto, alguna cosa?


Eran las diez y cuarto de la noche. Habían pasado cinco horas y media desde que habían irrumpido en el misterioso inmueble, con pistola en mano y los dos cojones bien inflamados de virilidad policiaca. Sedientos, con un agudo dolor de cabeza, se sentaron sobre un buró y comenzaron a jadear, aspirando todo el aire posible para poder sobrevivir. Desde luego, ya no había “nadie” sentado a la orilla de la cama. El que fuera (o lo que fuera) que estuviera allí, había escapado. Tardaron por lo menos otros veinte minutos para que ambos personajes retomaran la compostura, y comenzaran a darse cuenta del asunto. El mayor, sacudió el polvo de sus rodillas y dijo:


- Pues ya no está ¡Demonios! Se ha ido.


- Otra más de sus brillantes conclusiones – pensó para sí el muchacho, temeroso de que su recurrente sarcasmo fuera tomado esta vez por desacato. Un último chequeo al edificio: se mueven luces de linternas sobre las superficies rugosas, sobre los sillones y ventanas cerradas, tal vez atascadas. Todo en orden, nadie en casa. Hora de salir de allí.


“Una pulgada de sensatez, y después una milla de imprudencia”. Ninguno de los dos detectives pudo alguna vez sacar tal enigmática frase de sus recuerdos. Hasta la fecha, en ambos, permanece fresca la imagen de la nota pegada sobre el pórtico, meticulosamente centrada sobre el marco y dispuesta de tal forma que todo el mundo pudiera verla al entrar a la pequeña mansión. No obstante, ninguno de ellos pudo tampoco, en algún momento de sus vidas, adivinar el significado inherente a tales palabras. Los casos van, los casos vienen. En verano, las jacarandas florecen de manera majestuosa. Los gatos odian que el agua caiga sobre sus cuerpos. Y mi vecina, sabe sólo ella por qué, sale a barrer su banqueta a las dos de la mañana todos los días, sin falta. He de reconocerlo: la deja francamente impecable.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Una pequeña fábula Madhyamaka (Analepsia DCCCXCI)


Concentrábase el viejo en establecer definitivamente las cuatro características esenciales de la larva, con todo el afán posible que puede poseer un erudito, y con toda la sabiduría que le permitían sus canas: - Es viscoza, pequeña, movediza y repugnante – repetía sin cesar, como una cuádruple letanía desplegada en forma ordenada a lo largo de ese instante. Respiraba tranquilo, sonreía, sintiéndose guardían de un tesoro invaluable, su más célebre descubridor.

No obstante, en la medida en que sus ojos penetraban más y más el cuerpo amorfo y vivaracho del insignificante gusano, silenciosamente y contra su voluntad, descubría más y más minucias derivadas de sus cuatro últimas determinaciones con las cuales adjetivarlo, con las cuales diversificarlo: lo viscozo se compone de lo brilloso y de lo lúbrico, por ejemplo ¿Y no acaso lo brilloso se compone de lo reflejante y lo reflejado, y lo lúbrico de lo líquido y lo coloidal? Así, se abrían más y más posibles ramificaciones taxonómicas al paso de su honda investigación observacional. Sin embargo, durante su discurso oficial, no dejaba de enunciar impasiblemente sus cuatro nobles verdades a diestra y siniestra: “La larva es viscoza, pequeña, movediza y repugnante”. Y sus discípulos le aplaudían animosamente.

- Algún día la larva será polilla – era una preocupación que taladraba su mente muy a menudo, que no lo dejaba dormir bien. Si tal cosa sucediese, las cuatro características esenciales descubiertas brillantemente por él deberían de mutar indefectiblemente hacia otra cosa completamente distinta e impredecible: una absoluta catástrofe para su tesis demostrativa con pretensión de validez universal, una bomba en los cimientos de su sistema perfectamente acabado. Inmediatamente borraba tal pensamiento y pasaba a otras ocupaciones que lo apartaran de semejante incertidumbre.

El cuerpo del insecto era pequeño, pero menos pequeño que el de la hormiga negra, y más pequeño que el del escarabajo pelotero. Sin embargo, todos eran pequeños, ¿o no? En este caso, ¿qué querrá decir “pequeño” en última instancia? ¿Podría la larva ser grande y pequeña a la vez? ¡Por supuesto que no! ¡Contradictio in adjectum! Una cualidad esencial debe ser sólida, unilateral, siempre erguida como la columna que sostenía el templo en donde el anciano se resguardaba del frío en ese momento. Ambigüedad es falibilidad, indeterminación inaceptable dentro del archivero impecable de las cosas del mundo.

Las posibilidades semánticas y hermenéuticas, de interpretación y de re-combinación parecían brotar como un manantial de insatisfacciones en el razonamiento de nuestro pobre protagonista casi todos los días. - ¿Cómo un gusano tan simple, tan nimio y tan insignificante puede albergar toda una avalancha de dificultades tan molestas? – apuntaba dolorosamente el hombre para sí mismo, nunca hacia los demás por temor al descrédito. Los predicados se multiplicaban como conejos, así como los postulados posibles con pretensión de anquilosar, de cristalizar lo esencial de la larva, para después colocarlo orgullosamente en el glamoroso aparador de la historia del pensamiento. Al final, su lengua lo único que trababa respecto del tema era: “La larva es viscoza, pequeña, movediza y repugnante”. Y sus textos seguían siendo vitoreados, altamente estimados y estudiados.

De pronto, las reflexiones de nuestro sabio tocaron fondo, un fondo atroz e irreversible: - ¡La larva está, o bien llena de cuasi infinitas cualidades definitivas, o bien, está vacía de todas ellas! ¡No parece haber un estrato último para congelar su naturaleza que valga! El anciano sudó profusamente: sintió un vértigo descomunal, su garganta se anudó y calló al suelo de rodillas, casi sin aliento. Él mismo, en ese mismo instante, había sido vaciado de todo lo que él era, de lo más significativo y entrañable para él, del sentido mismo de su existencia. Sin embargo, la mezcla de estoicismo e hipocresía a menudo hace prodigios con la vida devastada de las personas. Era cierto: no había punto de retorno, de sincero desdecimiento. Demasiado tarde ya, para él y para todos, para la historia misma. Y es que en efecto, como todos sabemos hoy, una larva siempre es viscoza, pequeña, movediza y repugnante... y nada más que eso.

Acerca del problema de la mímesis en el arte (Analepsia DCCCXXVII)



Desde mi punto particular de vista, la mímesis en tanto teoría estética no es, por mucho, la mejor manera de explicar el fenómeno originario de la creación de una obra de arte, aquel punto de partida previo al despliegue de lo que acontece al interior de nuestro ojos y en los bordes de nuestros oídos en el momento justo de la apreciación individual, de la “demora” artística (Heidegger). Explicación siempre es expresión, tanto en el arte como en la filosofía. Magritte vio muy claro esto, por ejemplo, a través de sus múltiples “clarividencias”, magníficos péndulos siempre oscilantes entre ambos polos. El solo hecho de iniciar la ambiciosa empresa de tratar de hilvanar una serie de pañoletas bordadas cuya significación no se encuentra ni al derecho ni al revés de la tela, mucho más allá de las fronteras impuestas normalmente por los capataces de las Reales Academias de las Lenguas o de las Escuelas de Artes y Ciencias, ya marca el comienzo de un matrimonio reflexivo-expresivo cuyos lazos son mucho más difíciles de romper que los establecidos habitualmente por las bodas institucionalizadas de la razón y el sentimiento.

Además, huelga decirlo, tal pretensión mimética absoluta en el arte resulta, a fin de cuentas pueril, prácticamente insostenible. No puede haber mimesis “perfecta”, según creemos, si entedemos por ésta una copia exacta de lo que se ofrece ante nosotros, de las impresiones que nos llegan a través de nuestros aparatos sensitivos: aparecerá en todo momento, en contra o a favor de nuestra voluntad, algún margen chueco en el cuaderno o alguna explosión luminosa sobre el cielo ennegrecido que haga voltear, aunque sea por unos segundos, las cabezas de las cabras que pastan cómoda y desinteresadamente sobre las llanuras sibaritas de la vida contemporánea. Una percepción es siempre interpretación, interpretación particular irrepetible e irreconciliable una de otra. Sin embargo, al mismo tiempo, no se puede hacer otra cosa por medio de la práctica artística, desde cierto horizonte, que potenciar el ejercicio mimético de todo aquello que nos es manifiesto sobre el reflejo de los vidrios del vaso roto que yacen sobre el piso, pues toda pretensión de reproducción de una realidad pulcramente distorsionada y metamórficamente alterada es también, cosa de niños teóricos (de niños tontos, desde luego). Nada es nuevo bajo el sol, y sobre las narices, mucho menos. Somos copistas porque estamos vivos, y atrapamos el mundo.

Así, la pregunta por la sutil frontera divisoria que separa el significado y el significante, o por el verdadero estatuto de la realidad en sí misma y lo que es su reproducción (su alteración o su deformación por parte del artista) se transforman, en el lienzo del verdadero “imitador”, en un juego de esgrima en el que nadie al parecer salir victorioso, pero en el que todos salimos heridos, o a veces incluso muertos, dependiendo de la potencia de la estocada: la muerte del teórico traductor del arte (el esteta) por el espadazo de las paradojas semánticas y lingüísticas. Pues, en cualquier tipo de acto poiético, todo imitador es creador, tan original y tan innovador como le hubiera gustado a Huidobro que fueran todos. Un buen imitador sabe que lo que llega a explicar a través de sus obras es siempre sólo un pedazo de aquella laca brillante que fue capaz de rescatar, no sin cierto desvelo y sufrimiento, de las astillas muertas del buque naufragado en la conciencia cotidiana, sumergido a menudo en medio de las cornetas y de los motores del agreste e inhóspito territorio del día a día. Lo que obtiene es algo sorprendente.

La preponderancia pululante de aquellas imágenes que pueblan nuestros sentidos, que los sublevan y que los amansan dependiendo de las circunstancias establecidas, es la misma que al final del recorrido llenará de solidez y de materialidad valiosa (o no) todo lo que emerja de nuestras manos, sea música, pintura o literatura, entre otros cien mil híbridos más. No podemos desligarnos de lo que percibimos, pues somos eso, y nada más: mímesis de un mundo pensado, de un mundo soñado quizás por alguien que aún no ha a acabado de despertar del todo. No obstante, no somos sólo lo que percibimos, visión reduccionista y unilateral de los alcances humanos: somos también todas esas otras cosas que no alcanzamos a ver, ni a oír, ni a saborear con el paladar especializado de nuestro intelecto hermanado a nuestros instrumentos perceptivos. Somos también el mar, embravecidamente verdiazul, lleno de pequeños puntos metálicos que saltan y se comunican con el éter mediante susurros ininteligibles, imágenes que sólo alcanzamos a ver en sueños, en la poesía, en el éxtasis espiritual, en los viajes alucinatorios. Somos también esos puntos metálicos, esos peces saltarines de cabeza en cabeza, plantando sus semillas germinales sobre las perspectivas individuales de las que nos creemos amos y maestros durante algún momento de nuestras vidas.

Pero somos sólo ellos en la medida en que imitamos lo evidente de manera distorsionada, para mostrar lo no-evidente de suyo, lo velado que esconde el misterioso muro de la mirada vulgar (si es que existe tal cosa, si es que hay miradas que abran y otras que cierren cosas). Es así como hemos erigido, siglo tras siglo, las magníficas torres y las abrumadoras catedrales que integran el rostro apolíneo de nuestra cultura, mismas que hoy por hoy roban millones de aplausos y de fanfarrias en todos los recónditos callejones esnobs y en todas las plazas públicas de turistas, tanto en las ágoras como en los sótanos, pero que en algún momento en la mayoría de los casos no eran más que guijarros esparcidos caprichosamente sobre la arena de la sociedad, sin ningún ojo que las distorsionara, sin ningún oído que torciera su estructura.

Estos grandes monolitos espirituales, estas grandes obras de arte, además de ignoradas, fueron en algún momento rechazadas, puros engendros informes fruto de la inquietud y la tensión anímica, burbujas dentro de otras burbujas que pugnaban por romper una a la otra, de manera preponderante, hasta develar algo que no existía antes de manera presente, palpable, tangible: lo demasiado nuevo produce terror casi siempre, hasta en las mentalidades más flexibles. El dejo a la imaginación, las puertas abiertas del juicio, esa humildad sutil del soplido de la insinuación se olvida a menudo en la teoría estética, por lo cual es destruida durante el enfrentamiento contra una mano gigante que las aplasta como a moscas encarnada en la práctica contundente del artista-creador desde una relación directa entre obra y espectador, ser demiúrgico al que francamente no le importa saber si lo que ha creado se trata en efecto de una creación pura, o bien, de una imitación pura (y dudo que al espectador promedio tampoco le importe). No obstante, pese a todas las características que se les pueda achacar a estas piezas insustituibles de historia de la deformación performada, nunca podrá desligarse de ellas aquel componente mimético / anti-mimético que integra la totalidad de las mismas, esta especie de petición de principio platonizante, que tampoco podemos tirar por completo a la basura. Bajo diferentes gradaciones y de acuerdo a diferentes taxonomías, estás obras son y no son, de manera simultánea, copias de la realidad circundante. Son estas mismas obras parte inseparable de esta realidad, así como una lavadora es tan natural como una piedra por estar compuesta de minerales y compuestos de la tierra; pero a su vez tan ajenas a ella, así como un árbol es igual de artificial que una locomotora por el mero hecho de ser un compuesto orgánico de diferentes elementos simples que la Naturaleza nos otorga bajo la óptica de la química más básica. Se muestra así, mediante este ejercicio reflexivo, el plexo desnudo de la relatividad en el arte.

Como sucede con casi cualquier dilema filosófico terminado en aporía antinómica, el vínculo de la mímesis artística con el postulado de un estatuto ontológico más esencial o más originario que otro (la escisión entre la realidad y la copia, la naturaleza y su reproducción, etc.), no resulta más que un señalamiento de advertencia colocado a las lindes de la experiencia estética del ser humano, resultado del detonante de una intuición difícil de apaciguar, que emerge al contemplar un retrato fotográfico de alguien, al observar una pintura paisajística de algún lugar en particular, o de presenciar cualquier otra manifestación que tenga pretensiones, manifiestas o no, de emulación y refracción de lo que aparece ante nosotros.

Desde luego, existen algunos artistas que problematizan este tipo de oscilaciones epistemológicas mucho más que otros, unos cuyo discernimiento es más sutil, más ágil y menos ingenuo, sobre todo a partir del surgimiento de las vanguardias del siglo veinte, célebres libertadoras de la pesada tiranía del canon figurativo y de la univocidad técnica. El artista se convierte así en un hábil jugador con los nombres y con las imágenes, en un tahúr de las apariencias y de los simbolismos, en un ilusionista y escapista de los lugares comunes. El buen artista actual pone de manifiesto, a través de la reproducción de una réplica muy particular de su entorno y de él mismo, aquello que no puede ser dicho, pero sí en cambio, espléndidamente mostrado (Wittgenstein). Representa entonces aquella criatura extraña y extrañante que, una vez rota la jaula de oro en la que se encontraba presa, establece vibrantes y thaumáticos mundos a través de la marcha batiente de su escapada, y que mediante el derramamiento de su vómito celeste sobre los hombres y sus edificios nominales, logra erizar más de una vez los cabellos de millones de copias al carbón de un ideal humano que, pese a sus casi infinitas reproducciones a gran escala (en sus dos versiones originales, masculino y femenino), no termina de cuajar del todo como proyecto acabado.

martes, 11 de agosto de 2009

Elephanta vulgaris (Kinda Song) [Analepsia DCCCIX]



Sacre bleu, sacre bleu!
The rainy man’s coming! (bzzzz!)
Don’t get this thing started! No, no, no no!
Las manos en el cuello me hacen vomitar:
Santo Homo Sapiens.
Nunca amé a nadie tan bella como tú.
Tapanco’s getting better!

¡Salta, tres, salta tres, salta diez!
Empuja la cocina
[the fuckin’ gasolina (Calle 13)!]
I can’t see a shit inside of this thread
¡Me pica la amnesia
atrás, en la gerencia!
Se, es, se, es… o no es.

Tango style, tango style! (prrrrrtt!)
¡Me aplicas las marranas!
Sin-te-ti-za-dor… ¡Ayúdameeeeee!
¡Presto, presto: molto pericoloso
se pone el firmamento!
Y sin querer
ya te saqué un pie (jo jo).

Clavel de Siracusa
no dejes tu camisa
over the graveyard! No, no, no no!
Sumerge tu pupila
between those yellow bright lights
¡Es Dios! ¿O no? ¡No, no, no no!
¡Hay un Jabberwocky atrás del comaaaaaal!

¡Ahhhhhhhhhhh!
Ohhhhhhhhhhhh!

A’ right!!! (* Finale *)