martes, 11 de noviembre de 2008

Espontaneidad (Analepsia DCI)












Regresar hacia la intimidad pura. Recorrer una y otra vez los caminos de vuelta hacia el jardín de los cerezos. Zarpar hacia las cosas desde el destello primigenio de vida, inocente y limpio, como un bostezo matinal, como un desnudo pensamiento.


Repasar de manera incesante los colores y los numerales, con el fin de fijarlos en el cenit de la reminiscencia. Bautizar con palabras tímidas las islas venideras. Bañarse en aguas perfumadas, adornar los cabellos con los pétalos de la ligereza.


Tirar por la borda lo mismo al propósito que al despropósito. Elevar una oración a los antepasados desde las antesalas blancas del corazón durmiente. Meditar sobre el estrecho puente del olvido. Sembrar sobre los surcos salados que atraviesan tus mejillas.


Resquebrajar de un golpe los moldes y las máscaras del mundo, sólo por un instante. Exponer las manos curtidas a las doradas caricias del sol. Sentarse sobre la roca y ser la roca misma. Dibujar como los niños: jugar, dormir y despertar siempre con un “porque sí” entre los dientes. Brisa de juventud temprana. Anhelo de claridad velada. El efecto insospechado del amor verdadero.

Sobre la impermanencia: dancing in the Buddha’s palm (Analepsia DC)














Sentado sobre una losa de cara a la pétrea plazoleta blanca y roja, de manera intempestiva, las ruidosas turbinas del avión del deseo surcan el viento por encima de mi cabeza. Debido aparentemente a la inercia del vuelo, algunas notas de saxofón que se encontraban por allí suspendidas terminaron por amalgamarse con unos setos verduzcos con pequeñas florecillas amarillas que adornaban la entrada de uno de los comercios situado a pocos metros de mí. Eran flores muy parecidas a las de la vainilla, pero con pétalos un poco más delgados.


De manera simultánea e igualmente inesperada, un ágil perro maltés pasa corriendo fugaz, a un costado mío, y con el rabillo de mi ojo he logrado atrapar su sustancia en menos de un segundo. Si el movimiento es acto, también es aroma de tiempos lejanos, fragancia de estatuas erectas y de reinos reducidos a átomos invisibles. Ni siquiera el dulce y despreocupado canto de la niñita de anaranjados caireles que goza jugando frente a la fuente ha podido hacerme cambiar de opinión. Mi argumento es infalible, pues carezco de uno.




Vuelve a pasar la misma aeronave por el mismo lugar por donde desgarró las nubes la ocasión anterior. Pero yo ya no soy ése, aquel sujeto al que le fue bendecido el cráneo con un escandaloso beso la ocasión pasada. Soy otro, así como la nave es otra: no podría ser la misma. Ahora soy un minúsculo escarabajo que cruza las agrestes estepas rusas recitando en su idioma original múltiples y profundas oraciones de aquel cristianismo perteneciente a la iglesia ortodoxa. Asemeja mi nuevo cuerpo a un grano de café de grandes dimensiones, o a alguna semilla emergente del carnoso y concupiscente núcleo de ciertas frutas tropicales.


Nada me ha apartado nunca de los legendarios bosques colgantes, cabellera húmeda de Mnemosine, la madre de las artes: si permanencia es memoria, el poema de Parménides no es sino una bella y antigua oda al recuerdo. Pero un recuerdo sólido, indestructible e inconmensurable: monolito cosmológico sin mácula ni contradicción, pulido y brillante como el alba manzana nacarada del Árbol del Bien y del Mal. La única manzana blanca que ha existido: como el limpio mármol, como la porcelana pura, como la sal originaria, como estas largas paredes y altos arcos de la plazoleta en donde me encuentro ahora, en donde me encontraba ayer, anteayer, hace un mes, hace un año…

Menú a la carta (Analepsia DXCIX)















Cruzando a pie las estepas de cristal subterráneo, súbitamente emerge de entre las etéreas espigas de acero un par de burbujeantes manantiales de estruendo. Varias ninfas translúcidas con ropas de eco y resonancia retumban con cadencia y antiséptica gracia de extremo a extremo del paraje. El polvo baila sobre la blanca llanura nevada, y a lo lejos todo un conglomerado de abedules índigo-violáceos voltea a ver a las alondras. Las nueces que han quedado en el piso, inmaculadas, se elevan como gotas de mercurio amado hacia el cónico ápice del mundo, aprehendiéndolas en su núcleo, su singular galaxia.



Y la gente come, ríe, se viste, camina y odia.



Pétalos de plata y de nácar rosado circundan los rizados cabellos de los ángeles mudos: el tapiz sagrado de sus cráneos. Las raíces y las ramas del fondo del océano explotan y se impactan contra las cálidas espaldas de la fortaleza de amatista, tan elegante y tan erecta como siempre lo ha sido, a través de las comarcas y los sellos. Un beso de cera y otro de esfera se guardan y fluyen en los interminables ríos internos del carmín y la esmeralda, aprestando el vuelo hacia los confines de las olas titilantes y de la frescura del pecho del halcón invisible, padre y madre de la aurora boreal, abanico espectacular del sueño de Dios.



Y la gente duerme, defeca, copula, platica y se rasca.



Al parecer… nada fuera de lo normal.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Ejercicio estilístico: elegancia sobre la arena (Analepsia DLXXXVII)













Por el momento, la práctica del haikú ha sustituido a la pintura y al dibujo en mi itinerario catártico. He logrado paisajes de mayor magnitud emocional y de más extrema precisión imaginativa con la técnica de los tres versos y de las diecisiete sílabas, que en lo que había hecho hasta el momento según considero, en las artes plásticas durante este último año.

Aunque los míos no sean haikúes estrictamente canónicos en métrica silábica o en temática apegada al canon budista zen, conservan, según creo, los rasgos más relevantes que considero indispensables para esta forma de poesía japonesa: el ritmo, la espontaneidad, el vínculo con la naturaleza y el lirismo onírico. La cultura nipona y su arte, admirable por su apología al silencio y al minimalismo tanto moral como estético, ha aportado su espíritu a los siguientes retratos de mi alma reflejada en las cosas; cuestión que, como dijera de manera conclusiva en uno de mis trabajos: “Hay alma en las cosas, y las cosas son Alma”.

Las lámparas, medusas
de luz
en la superficie del agua.

Los ríos del mármol:
relámpagos
de estoicismo labrado.

Garabatos del lago:
discretas
las ondas en el espejo.

Muros de papel.
La tinta:
las momias del habla.

Frío en mis dedos
y escarcha
en los pies de la conciencia.

Dos altas palmeras.
Rascacielos
de los dioses primigenios.

Barras de neón azules.
Noche:
la porcelana de tus pechos.

La negra torre de obsidiana:
escalofrío
en la espalda estilizada.

Gotas de música lenta
escurren
desde el canto de la aurora.

La efervescencia pasa.
La carne queda… y el tiempo.
Ese extraño señor.

Veo tus hombros…
¿Humo de cigarrillo?
El frío tiene noche.

La mente mira atenta.
Se abre paso el crepúsculo
manchando a las cabezas de tarde.

Desorden de las hojas.
No hay árbol sin ramas.
La tiranía del orden.

Mis hijos son ellos.
Ninguna pirueta en vano.
Zarpa el sonido por la ventana.

Un ave recorre la laguna.
Se ha fundado un imperio.
Ahora hay blanco en el agua.

Las cortinas del mundo
son hoy
tus párpados somnolientos.

Las olas se rompen.
Un instante llega
y la sal lo cristaliza.

Un búho desgarra el aire:
la madrugada
que reclama su territorio.

A menudo el fuego
no es el enemigo:
es vestido y sustento.

Cerrado el camino.
Un perro descansa
frente al antiguo zaguán.

El perno gira
sobre otro perno
que también gira.

Gota de mercurio:
Alfa
y Omega.

Rebota la luz
en la fragilidad
del silencio.

El sueño
viene y arropa
al niño y al anciano.

Las praderas
y el terciopelo.
Suave inhalación.

Arrullo de río
y murmullo
de ciudad.

Gran sacudida
aquella,
la de la quietud.

La rojiza lengua
que humedece
las palabras muertas.

Sólido paisaje.
El masaje
del alma en tensión.

Un tierno pétalo de rosa
basta
para sobrevolar el mundo.