domingo, 22 de junio de 2008

Sobre el nazareno (Analepsia CCCI)

Dentro del vago fenómeno del cristianismo decimonónico y sus múltiples implicaciones teóricas, han existido sólo dos hombres que, hasta el momento, han merecido mi humilde consideración y mi honda conmiseración: el profeta de la auténtica cristiandad y el verdadero anticristo.

Sören Kierkegaard el nombre del primero, Friedrich Nietzsche el nombre del segundo.


Desde las alturas, a la derecha y a la izquierda del Padre respectivamente, permanecen ambos en alta estima por parte de las huestes celestiales, siendo sujetos de una valoración inigualable mientras contemplan el mundo y sus vicisitudes, ya lejos de los efectos de todas ellas: uno por irracional amigo, otro por acérrimo enemigo.

viernes, 20 de junio de 2008

Belleza [Mon épitaphe] (Analepsia CCC)

















He notado, con base en una serie de observaciones y de experiencias que se extienden y se pierden en las profundidades de mis capacidades mnemotécnicas, una simetría casi imperceptible, intrincadamente compleja y difícil de discernir basada en el carácter aparentemente caótico de los hechos y los acontecimientos que integran la totalidad de la realidad, lo que conocemos vulgarmente bajo el nombre de 'vida'. Y es que, hechos tan aparentemente aislados como los emocionantes viajes de Drake por los océanos, el estudio del comportamiento de los yacarés en el Amazonas Central, el descenso en el valor de las acciones de la bolsa de Tokio el mes pasado y el primer orgasmo de una dulce jovencita en Noruega que tiene lugar justo en este momento, aunque difieran en tiempo-espacio y los principios de identidad entre ellas sean prácticamente nulos, aún así existen hilos muy delicados que, de una o de otra manera, conectan estas múltiples e hipotéticas dimensiones del acontecer, de manera muy vaga para nosotros, principiantes en el arte de vivir, creando una realidad absoluta, completa, sin fisuras, en la que todo lo que existe es susceptible de converger, y lo potencialmente posible se convierte o se decanta, a su vez, en lo existente. Lo existente, para nuestra percepción, no se compone de otra cosa si no de vínculos, de paisajes intelectuales fragmentados, de verdades y falsedades aisladas, de quimeras caprichosas y monolitos sagrados.


Así que, tomando en cuenta nuestras limitantes y nuestro campo de acción restringido en esta inabarcable e innombrable realidad perfecta, lo único que nos queda es tratar de hilvanar una serie de redes en donde los hechos y los acontecimientos tengan la mayor coherencia y organización posibles, posibilitando (valga la redundancia) sinapsis causales y voluntarias entre momentos y lugares (reales o hipotéticos) cuyas características principales sean la vastedad y la inagotabilidad semántica, a manera de una cristalización que, partiendo de un núcleo, se va expandiendo hacia sus extremos infinitamente, mediante una asombrosa pero inusual simetría oculta. Cabe aclarar que al principio, esta secuencia cohesionadora de segmentos virtuales y reales, parecerá, como la realidad en sí cuando no la estudiamos con cuidado, profundamente caótica. De allí el nacimiento de principios científicos como el de la relatividad, el de la fractalidad, el de la entropía, el de la estocástica, entre otros similares.

Pero nada importa al principio ni al final tampoco, porque tales realidades no existen en sí definitivamente, aunque aparezcan a manera de postulados variables en nuestro devenir cotidiano y aunque funcionen como un parámetro que guíe nuestros virajes, para así, no perderse en el absoluto. Lo que importa realmente es lo que coexiste, habita y se produce entre esos dos polos vagos y rodeados por neblina, esas figuras fantásticas de redención lógica llamadas Alfa y Omega. Lo aparentemente caótico al principio ha de ser mi sello característico en los malabarismos y las acrobacias con lo real, aunque, posteriormente, en una retrospectiva panóptica de lo ocurrido, se pueda encontrar el patrón que guiaba todas las líneas de interpretación posibles a mis voliciones, representaciones y obras, y se pueda enunciar con todas sus entonaciones y en la plenitud de la sinceridad, el siguiente enunciado: "Ciertamente, ha vivido de una manera bella".

En ese momento, las trompetas de lo eterno resonarán en la totalidad de las moléculas aéreas que conforman el éter. El rechazo que sentía Schopenhauer por la filosofía hegeliana y Kafka por sentirse escarabajo se integrarán, como gotas de mercurio, a lo no-pronunciado, a lo que alguna vez pudo ser, fue, hubo de ser, está siendo, será, posiblemente nunca será, entre otras variantes temporales que aún no hemos descubierto. Las florecillas de la camomila y su fragante olor a curación, las amargas e incendiarias páginas del Rubaiat del gran Khayyam, los músculos que conforman los cuartos traseros de un buey blanco bebiendo a las orillas del Ganges, un par de telarañas vibrantes suspendidas en una esquina de cierta cabaña abandonada en New Hampshire, la exquisita y agitada piel de una danzarina de ébano nigeriana frente a la pira ceremonial, la alabarda que erigió Anibal sobre su elefante enmedio del estremecedor rugido de su ejército, el sonido del relámpago amortiguado por un par de pueriles manecitas que se asustan cada vez que llueve, el trozo de barro que se quedó al borde de las sandalias de Abraham al ascender por las laderas de Morija con Isaac de la mano, la gota de miel que pende graciosamente de uno de los bigotes de un oso pardo, el capital y fresco regalo de Herodes a Salomé al calor de la lascivia, los velos blancos que cubren el cuerpo inexistente de la cebolla, el engrane que mueve las manecillas del reloj de pulso de un ocupado empresario en Dublin, la bebida de cacao y maíz que olvidó tomar el rey Quetzalcóatl antes de perderse en los confines de la mar, el sudor que correrá por la frente del atleta al estallar la señal de salida: todo en un punto y en ninguno. Hoy, siempre, nunca.

Ese punto soy yo. Y yo soy ese punto, todos los puntos. La imaginación no es arma más poderosa que la percepción, pero sin duda más benévola. Un caudal tan potente de energía y un magnetismo tan puro como el presente en este tipo de intuiciones intelectuales no puede ser callado por la sombra de un simple nubarrón. Incluso el nubarrón se reduce a un punto. Y decir 'reducir' ya es retórica: ¿qué cosa hay más infinita que un punto? Abandonémonos, pues, al caos de la Madre Necesidad, dejemos que nuestra sístole y nuestra diástole marchen al marcial ritmo de lo que nunca se detiene, y, aunque no nos percatemos de ello y quizás sin haberlo siquiera deseado, al final, habremos construido el más sublime de los palacios, el más indescifrable de los laberintos, el más inexpugnable de los templos: el Gran Ojo de la Historia estará allí, seguramente, para contemplarlo. Y si es juicioso, dirá: "Yo no encuentro en este punto otra cosa, más que belleza."

Strepittendo Tremendous de Nostra Alggia (Analepsia CCLXXV)

















Y allí estaba: sentado en un rincón, junto a la puerta de la celda, portando estoicamente sus pantaloncillos de lino y su camisa de fuerza color hueso. -Todo tuyo. Ya puedes platicar con él si quieres… o mejor dicho, si puedes- dijo riendo socarronamente uno de los guardias del hospital psiquiátrico que estaba de guardia en aquel momento. Sacó sus llaves, que debieron de haber sido más de doscientas cuarenta y dos, y me abrió la puerta del cuarto, no sin antes darme las últimas normas de seguridad por si las cosas se salían de control. Aquel lugar poseía una belleza casi inexplorada. Una extraña combinación de calma y de embriaguez empapaba el rostro pálido y fantasmal del recluso, lleno de surcos prematuros por toda su tez. Podría haberse tratado tan sólo de un bulto cualquiera de ropa blanca en magnífica proporción acomodado sobre la pared, y sin embargo, me aventuré a dirigirle la palabra:

-Buenas tardes. Usted debe ser el señor Aguillón… ¿no es así?

-¡Un Bon Sai es más rápido que una carreta, y más fugaz que un perro vienés! ¡Puede que la vida sea corta, pues comienza otra vez! ¿Qué te trae por aquí, piltrafa de oro con orgullo de marqués? ¡Porque no es lo mismo un marqués de Xololoi que una monja de los siete ríos. Río uno, río dos… ¡y ya me ando cayendo al precipicio! ¡Ja, ja!¡Je, je!

-Verá, Sr. Aguillón… vengo a hacerle unos estudios. Quizá esta pueda ser su gran oportunidad para ser evaluado positivamente y dado de alta de este…

-¡Para, para, que me quemas las quimeras capilares, tonto de mal agüero!- me interrumpió con una voz similar a la de un loro ronco por el frío invernal. - ¡Ten presente en tu cajita de zacates godos, tu memoria chiquitita, que ni unni más pudieron paslazarme nunca de la hambruna, quiapropósito mal misiento, no vayaser quenún chubasco, se derritan mis largas botas del púrpura sperpentto! ¡Oh, tan lejos está la gloria, farogüey del tigre y del fermento!

La atmósfera cada vez se tornaba más pesada, y su par de pupilas negras inquisidoras y brillantes de delirio, se clavaban poco a poco sobre las débiles mías. Me sentía incómodo, a la deriva. No tenía ni la más mínima idea de qué era lo que estaba por suceder. Sudé profusamente ¡Sólo era un hombre, carajo! ¡¿Cómo es posible que pueda producir ese efecto en un psiquiatra, que tantas prácticas y horas de lectura dedicó tan sólo para saber afrontar la cruda realidad en estos casos?! Pero allí estaba: la cruda realidad frente a mí. No era un hombre ordinario: era un poderoso huracán enjaulado en carne de hombre. El roce de su ropa con mi piel erizaba mis cabellos, emanando una energía descomunal y espeluznante. Sus palabras no eran simples sinsentidos: eran rítmicas, punzantes, acertadas y gramaticamente fascinantes, caían como relámpagos de Agosto sobre mis oídos, tenían un "noséqué" de admirables y de aterradoras. Su aliento emanaba magma, jalea del núcleo terrestre ¿Por qué yo? ¿Por qué me habían mandado a interrogar a este hombre? Desde luego, era mi trabajo, pero…

-¡¿Qué es lo que escondéis en eze silenccio, híbrido cárculo de Pintamáiz?! ¡¿Por quá no falas de una buena vez, y te dejas de tanta jerga eztúpida del verbo Ezzztupidez?

-Sí, Sr. Aguillón, di…disculpe. Sólo estaba pensando.

-¡Pensar, pensar y nunca acabar! ¡Centurias of men pensantes, filozoofus a peso el kilo! ¡Másnunka un gran progresso, il homo sigue siendo il mezmo simio! ¡Mentira ke la mente evolva, pues en presto caso, vosylló seríamos ya animal divinno!

-U…Usted… ¿recuerda su vida antes de ingresar a este lugar?

-¡El zpaccio repletito de pájaros canores, y la célula divide a sus vecinos! ¡Distinción entre Hallájuerah y Hakiadenthro; NO existe, tóntulos cochinos! ¡Todo es Todo y Nada es Nada, cherto: no zoi adivino! ¡Temporatto siezcurre como miel al panadero, más los senos desnudos de miamorantte es lo único que retengo dil Pachatto!

Se me dificultaba la respiración un poco más a cada minuto que trascurría junto a esa bestia genial. DIAGNÓSTICO CLÍNICO: INSANO MENTAL ¡Mentira! ¡Cien y mil veces mentira! ¡Ese hombre estaba más cuerdo que yo! Su lucidez era tal, que deslumbraba a los necios y acomplejados psiquiatras que lo encerraron. Este hombre no estaba enfermo: el pobre se había equivocado de mundo. Era un ave rara en cautiverio, una especie en peligro de extinción. Su historia estaba llena de puntos ciegos; no se sabía donde había nacido, ni el nombre de sus padres, ni casi cualquier dato que pudiera facilitar su entendimiento. Sólo estaba escrito en la cédula de ingreso al manicomio, que había sido hallado a lado del cuerpo inerte de una mujer desnuda, sobre el piso en una cabaña a pocas millas del centro de la ciudad, la que con seguridad había sido su mujer, o algo por el estilo. Me pregunto si…

-¡Joven bridón de bata azul, retoño de la tierra desperatta… ¡¿Por qué me miras con phobos in yur ais? ¿No videas que soy tu hermano razahumán, y no un lajartto comegüevos? Tell me: ¿No eres feliz, tierno ñú de quinquadígitos? ¿Késseso que te oprime y no te deja volar in pax? ¿Es acaso tu laboris? ¿Cuesto talvez tu famillhia? Cuéntame tus penas, hijodelviénto, y io con todo gusto daré la responza a tuo quejido interrno.

Ahora la situación estaba al revés: Era él quien me estaba psicoanalizando, tratando de lidiar conmigo ¿Inconcebible? No lo creo. Yo ya había caído rendido ante sus pies cuando recuperé la conciencia. Estaba llorando inconteniblemente, una melancolía inexplicable se había apoderado de mí. Sus palabras tenían magia, llegaban al origen de mi ser. Era como un conjuro, un rezo que se había ido colando poco a poco dentro de mí. Él sólo acariciaba mi cabeza recargada en sus rodillas mojadas por mis lágrimas, y me daba pequeñas y espasmódicas palmaditas en la espalda. De pronto erguí la cabeza y vi como en un sueño su rostro brillar como blanca porcelana, sonreírme con un aire de completa comprensión, y, todavía con ojos de loco, aproximó sus labios hacia mi oído y murmuró en voz baja:

-Dejameakí, no te priocupez… ¿no ves que mia morada isdispléis? Ya no derrames il aqua salatta. Mejor encuentraltuyo. Y una vez qui lo encuentres, no te motives diallí… así, como io. Anda, anda… Lla no miagas más cuestionnas. Vete… leaveame in pax. La felichitatte la findeé aquí… ¿pa' que mio muovo? ¿No todo el mundo bvsca hesto? Anda… leaveame. Leaveame in pax.

Sonaron las llaves de la cerradura de la celda. - ¡Se acabó la visita doctor! ¡Ya es hora de salir! - . Me levanté del suelo, sacudí mi bata azul del polvo acumulado, y no pude mirar hacia atrás. Esa noche cené un par de huevos fritos con tocino y frijoles refritos a un costado, acompañados de pan tostado, un refrescante vaso de jugo de naranja con apio, y una buena taza de té de hierbabuena.

Rieles y serpientes (Analepsia CCLXIII)














Frente al umbral de las luminosas puertas, saetas sonoras hirieron sus costados.
Él rió con calma patente, con un esbozo de polvo y redención en el rostro.
Arenas movedizas los territorios del corazón y de la mente:
caleidoscópicas perspectivas, vapores holográficos, fantasmas.
A veces el suave olvido emerge, acecha, y se instala.
Se le espera como se espera al presente. Y el mundo cambia.
Todo es lumbre, blanco y policromático maná ígneo.
Un fuego que cauteriza, que acaricia, que penetra y cura.
Una delicia que divide tierras, que abre mares.
Por la buhardilla de las cosas, a veces uno se asoma a ver al otro.
Y se encuentra a uno mismo: a veces de espaldas, a veces de perfil,
más casi nunca de frente.
Las pesadas herraduras las desintegró el hábil atleta,
no mediante el mazo, sino activando sus potentes piernas.
Bailarín de luz, imagen borrosa y entrañable.
Un cálido beso desde el recoveco de los recuerdos.
La ira de lado, y la tristeza a nuestros pies.
Con el júbilo en un puño y los pies descalzos
el niño despierto camina solo hacia el sagrado delta.
Un par de halcones siguen su mirada, su insulsa y trascendente trayectoria,
y se asombran de su dócil cabellera, de la pureza de sus ojos.
Dueños de nuestros corceles, a veces rebelión equina.
Amos de nuestros canes, de vez en cuando una mordida.
Hoy rentamos la posada. Mañana quizás buscando un aposento.
La nave que marea, que deja que el mar la manipule.
La esfera celeste que da vértigo, que espanta al espíritu.
El tesoro que cae al pozo. Y allí se queda… o no.
El reto constante de la puesta de la luna, del amanecer y del ocaso.
Del poco hablar y mucho respirar.
Un hielo en la espalda. Una caricia en sus senos.
Un eléctrico anhelo que construye, que fundamenta.
Humo que forma las auras, dinámico ímpetu inmóvil.
Rastros que infectan la carne, bendito anatema divino.
Algo crece, y no se deja emancipar.
Algo florece, y corre tras las rocas.
Un esqueleto se forma en el vientre, se extrae y regresa.
El libro se abre. Fulgor, destellos, música sacra.
Es el viento el que silva alegre, es el agua que canta dichosa.
Es la vida que vibra y se apaga. Energía que circula infinita.
Síntesis de los frutos y de los caminos, de los profetas y los asesinos.
Red de los lugares y de los momentos, la sombra del árbol del mango.
Se erizan los vellos, se dilatan las pupilas…allí viene…
…allí viene...

Fábulas psicotrópicas: primera entrega (Analepsia CCXLIV)




Sobre aquel inconmensurable lienzo de plata y de concreto en donde los albatros hembra bailan y se desvisten de manera descomunal, y en donde los heliotropos explotan su dadivosidad en forma de festines policromáticos de singular belleza, un par de sujetos discurrían sobre la virtud. Como trasfondo de ese particularmente exótico y familiar paisaje, podían verse de lejos pequeños pedacitos de mercurio jugando y deslizándose sobre la lisa superficie ctónica de manera graciosa y por demás pueril.

Encontrábanse entonces, colocados de manera peculiarísima y despótica al mismo tiempo, esto es, frente a frente, un par de figuras de sobrio talante que no se distinguían bien precisamente por el hecho de ser figuras, modelos a escala, vagos y universales de la realidad. Al igual que las flores de opio yacen sobre los lomos de los grandes toros hindúes en las procesiones del Vyapakatva, estos dos hombres yacían, uno en la posición de la flor de loto, el otro sentado cómodamente sobre el caparazón abandonado de una tortuga, pacíficamente en aquel paraje.

Nada parecía perturbar su conversación. La manera plácida en que, mediante un armónico intercambio de voces templadas por la reflexión y la experiencia, se desprendían de sus opiniones, corregían sus conceptos, entretejían sus premisas y asestaban nuevos golpes al intelecto, era sin duda alguna uno de los espectáculos más bellos del mundo. Ese dúo del que les hablo correspondía, en esencia y presencia, nada más ni nada menos que al doctor de los doctos, Aristóteles de Estagira, y al preceptor de los preceptores, el Maestro Kong, ambos máximos agricultores de la virtud en su demarcación, uno en la Hélade, otro en la Tierra del Medio.

- ¡Por los furores de Loki! - levantó la voz el de barba rizada por vez primera, rompiendo momentáneamente aquella mágica placidez, que al igual que sus humildes túnicas, los envolvía, echando a volar también a una parvada de peces que, posada sobre uno de los limoneros situado al lado de ellos, disfrutaba de las caricias de Febo. - ¡Es sospechoso en manera altísima que los vientos que surcan nuestra atmósfera sean más fríos que los que surcan la de Urano! ¡En todos mis tratados he intentado demostrar exactamente lo contrario, pero aquí viene una vez más la majestad de lo real a hacer mis sueños trizas, a reconfigurar mi cubo Rubbick una vez que había hallado ya los seis colores!

- Que no te extrañe el desacoplamiento de las cosas y de las ideas. Las categorías son los cajones de la ropa sucia. Hay virtudes invisibles, mi estimado amigo. Hay leyes imaginarias que por el hecho de ser leyes muy a menudo se imponen sobre un conjunto de situaciones atípicas sin ninguna consideración, acto tan arbitrario y tan parco como ningún otro, casi equivalente a trasquilar a los zorros lanudos de las costas de Midgardsorm sin haberles cortado la glándula pineal primero - disparó hábilmente de sus silbantes labios el varón de la barba lacia.

- Podría disentir de lo que estás balbuceando, mi marmóreo y erectísimo compañero de situación, no por el mero hecho de no ajustarse a mi opinión particular, sino por que creo que acabas de incurrir en el grave pecado del desdecimiento. Me asombra de sobremanera escuchar esa rara música del laúd de tus cuerdas vocales, ya que, si bien tengo entendido, de manera ciertamente análoga a mi persona, en tus lares eras conocido con el mote del maestro de los ritos y de la restricción, el amo de las reglas y de las costumbres. Con la pretensión de no violar las redes que han sido tejidas por la racionalidad, yo, camarón más grande del común, debo permanecer en los confines de las marejadas y en las barrigas de los comensales. Es acaso esa mi naturaleza, dulce oyente, ya que huyo y repugno, al igual que los sacerdotes del culto a los números áureos, a las bestias monstruosas y quiméricas de la imprecisión y de la indeterminación. ¿No era ese tu caso, varón de las ropas amarillas?

- Necio y poco merecedor de esta charla sería si negara el orden y las leyes de las cosas, mi macedonio confidente. Pero esos peces escapan a nuestras redes, son tan extraños y tan sorprendentes en el estilo de su nado y en la conformación de su anatomía, que consiguen burlar nuestras carnadas y nuestros sebos. Son peces uranios, ajenos a nuestros fríos y a nuestros vientos. Apenas podemos intuir el momento en el que surcan los mares a lado de nuestra barcaza. No niego su existencia, pero si la capacidad de atraparlos: la libertad es el atributo que mejor les acomoda.

Según refleja tu desconcertado semblante te debe parecer bastante extraño que haya cambiado tan rápido mis velas para tomar nuevos vientos contrarios a la ruta que seguía antes con todos mis afanes. La verdad es que una mañana dentro de una charla no muy distinta a ésta, un deslumbrante y enceguecedor dragón, usando como artilugio las encendidas escamas de sus palabras, zarandeó a mi marinero y sacudió a mi piloto. Conocí al venerable anciano Tsé, fue él quien me llevo por caminos insospechados. Deberías de conocerlo un día de éstos, vive a pocos pasos de aquí, al pie de la montaña. Sería un placer llevarte hasta donde él, así estaría pagando moneda con moneda, cacao con cacao.

- No me desagradaría en ninguna manera, querido Kong. Es más, dirijámonos en este preciso instante hacia los aposentos de esa misteriosa criatura de la que has hecho mención. Porque buscador de tesoros soy, cuando un pavorido estulto parecería si me negara a sumergirme en las profundidades del mar en la búsqueda de lingotes y pedrería ¡Ea!, pues, levantemos nuestros cuerpos y emprendamos la amigable peregrinación.

Justo cuando comenzaban a desanudar la postura corporal que habían adoptado a lo largo de la conversación, un ave de mal agüero surcó los aires que habitaban sobre sus sapientes cabezas, y de manera súbita e igualmente inesperada, un fuerte soplido venido del norte, no tan amargo como dulce, se apoderó del lugar, evento que provocó que nuestros dos eminentes mercaderes cayeran a cuestas de la colina en donde se encontraban hace apenas unos segundos intercambiando oro plácidamente. El frío viento era atroz, tanto que las pequeñas ramitas de centeno que surgían como fuentes secas del fondo de Gea comenzaban ya a tornarse cristalinas, a volverse joyas de la Vieja Escandinavia, tierra de lobos y de gigantes. Un par de congeladas figuras, más indistintas y vagas que antes, armaban un escenario digno de cualquier tragedia helénica o de cualquier pintura paisajista ch'an al pie de esa colina. Había una fuerza emocional de incontenible fatalidad, pero henchida de un equilibrio de inefable soledad que sólo Sófocles hubiera podido describir, que sólo Huang Kiung-pi hubiera podido pintar.

Encomio encubierto a Parménides (Analepsia CCXXXIX)















Una entrega es siempre una entrega. No importa si es deliberada o involuntaria. Es el escuchar constante del susurro de las musas que circundan nuestros territorios, incitándonos a realizar las proezas humanas más descabelladas, las obligaciones éticas más ineludibles.

Un impulso es siempre un impulso. Es ese látigo amañado que fustiga las espaldas de los irreflexivos en el atrio de la culpabilidad, o bien, ese primordial empuje de la voluntad creativa de producir lo inesperado con los materiales más mundanos que se tengan a la mano.

Una promesa es siempre una promesa. Aún sin ligazones metafísicas con cierto interpelado y sin compromisos con demasiada densidad recíproca, la palabra escribe con letras de oro en superficie de carne y sangre, inviolables materiales. El aire, ineludible testigo.

Un abrazo es siempre un abrazo. No por demasiados brazos que se tengan, ni por demasiada calidez que se propine, ni por exceso de hipocresía o de intencionalidad, sino por el acto mismo de abrazar, de tratar de alcanzar la finitud del otro con la periferia de la propia nuestra.

Un final es siempre un final. Y no hay nadie en este mundo que pueda contravenir esta premisa.

El comienzo es siempre el último de los finales.

De nada admirarse (Analepsia CCXVIII)



“Los demonios son - según la tradición talmúdica – espíritus creados en el crepúsculo del Viernes por la tarde, a los que no correspondió ya cuerpo alguno debido a que entonces se produjo la irrupción del Sábado. De ahí se sacó posteriormente la conclusión (que quizá ya no era ajena a las mismas fuentes talmúdicas) de que desde entonces los demonios están a la búsqueda de un cuerpo y por esta razón persiguen a los hombres.”



Gershom Scholem, La Cábala y su simbolismo



Constantemente la gente dice: “fulano finalmente sucumbió a sus demonios”, “zutano estaba tratando de liberarse de sus demonios”. Y no dice mal, ciertamente. La existencia demoníaca no es cosa ni de cuentos ni de dogmas: hay demonios, casi tan numerosos y tan variados como humanos hay. Estos demonios, seres camaleónicos e insaciables, son los causantes directos de nuestra infelicidad: en realidad, aunque no lo percibamos, no existe otra razón ni agente para ella.

Comandados por el príncipe de la desesperanza, Eblis, vagan perturbados sin ningún otro afán que provocar la misma turbación que ellos experimentan, en otros. Para esto a veces toman sus cuerpos, a veces no: a veces atacan desde lejos, y a veces, cuando logran hacer más daño, se internan en el cascarón adámico, se vuelven parte de uno mismo.

Las esquinas están llenas de demonios: están aquéllos que, tras el escondite de una canción melancólica, se asoman y ríen, atajando contra el lastimado oído a mordidas y rasguños, siempre en pos del desquicio, siempre procurando la terrorífica inflamación del miocardio y el taladramiento apabullante del cerebelo.

Están los demonios que susurran entre sueños palabras caóticas, que insuflan el miasma de la confusión mediante suaves e imperceptibles soplidos de locura, que aturden con su bombardeo imaginario el firme terreno de la razón, ésos que derriban las parvadas de los pájaros silogísticos con un solo aleteo de sus gargóleas alas, moviendo su aire negro, su frío tormento.

Están los demonios mercaderes de falacias, los que capotean el velo de Maya con singular garbo y destreza, simulando y engatusando a diestra y siniestra a cuanta mosca caiga en su cinta adhesiva, placiéndose al ver cómo uno tropieza con su propia barba, cómo uno se pierde en su propio refugio. A veces mediante féminas, a veces mediante dinares, a veces mediante lo que uno menos espera verse engañado.

Están los demonios atadores de grilletes, quienes mediante la colocación de un peso extenuante sobre las extremidades y las coyunturas del afectado, infringen la penosa anomalía del la inactividad, de la sumisión bajo la más laxa de las desidias, de tirar el cuerpo al abandono y la mente al olvido, como un roble viejo agujereado por los insectos, como la pieza oxidada de un automóvil.

Están los demonios que hacen, desde la lejanía, llamativas señas de esperanza con el fin de atrapar a su incauta presa; ésos que mediante espejos reflejantes de la luz solar, emulan aquellos faros marinos que llaman, cual luciérnagas, decenas de navecillas mercantes, cargadas hasta el borde de ingenuidad. No tardarán mucho en hacer agujeros en la proa y llagas en la popa, en generar su colapso hacia el abismo, cementerio de ilusiones juveniles e impetuosos anhelos.

Están los demonios que preparan mejunjes y caldos hirvientes en la caldera de nuestro vientre, los mismos que se ponen en pirética acción a cada perturbación de nuestro límpido lago del momento tranquilo, ya sea por cualquier ruido, llamada de atención u ocasional distracción aleatoria. Un fuego fatuo sale de lo profundo del ser, no importándole al volcán si son las aldeas de sus seres más queridos las que arrastre con sus mortales fluidos y sus venenosos gases.

Un día más luminosos que otros, Dios, compadeciéndose de mí y de mi penosa situación, me susurró entre sueños: “ataraxía… ataraxía… ataraxía…”. Al principio no comprendí nada, definitivamente a causa de la sordera conceptual que los demonios provocaban en mí. Ahora lo sé. Hoy puedo estar cierto que, como reza más de la mitad de El Libro y como enunciara alguna vez el más divino de los hombres, el Señor me ama, dado que me otorgó misericordemente la más dulce de las mieles, la última de las respuestas.

La imperturbabilidad: tesoro entre los tesoros. Quiero imaginarme, porque casi siempre imaginar con fuerza equivale a profetizar (ese visualizar con claridad el destino inminente de la corriente río abajo), que después de esculpido el palacio vivencial y trabajada la cerámica anímica, ni siquiera un batallón entero de demonios podrá privarme de semejante y divino don. Por eso, del mismo modo que hicieran los pitagóricos, y con ellos los estoicos y epicúreos siguiendo la luz de su sol propio, he de enunciar la sentencia: “De nada admirarse”.

Que sea ella el estandarte de mi lucha, que sea ésta el escudo tallado sobre los mástiles de mis naves.


Los demonios no podrán tocarme ya. No podrán pinchar con sus metálicos tridentes ya más ni mi mente ni mi corazón.

Los sublimes caminos de Santa Cecilia (Analepsia CCVI)














Una voz.
Plata fundida con el aire.
Electricidad a través de ninguna parte.
Conciencia de la fría superficie del aluminio.
Las maderas, cálidas y negligentes, saetas de roble.
Los pies no son pies ya.
Aclimatación del espíritu.
Arrobamiento de la carne.
Fulgurante señal del terremoto medular.
Ojos perceptivos de las ondas sonoras.
Cimentación de los parámetros de conmoción.
Paisajes rosas tenues y violáceos.
Roce del satín con las femeninas pieles.
Olor penetrante a canela de Singapur.
Una figura: dos, tres… cuatro.
Un silencio, un bemol, un compás.
El tren sigue su curso, las ventanas son hermosas.
Los cabellos aletean. El cielo vive.
Hay humo que no atosiga.
Hay lumbre que no petrifica.
Hay vitrales que polinizan. Catedrales que esterilizan.
La orilla del Sol. La cuarta parte de Júpiter.
Marmóreas columnas se erigen de la nada.
De un punto fijo, nacen las auroras boreales.
De una bocina, de una garganta, de una caja de resonancia.
Túneles conductores hacia las ignotas tierras.
Sirenas recostadas sobre los acantilados con caracolas en sus labios.
La luna las lame. La espuma las viste.
Hipnosis. Éxtasis. Éntasis.
El pulso de Gea. El recuerdo de la explosión primigenia.
Pliegues. Montañas de sonoro asbesto. Llanuras de vibrante óxido.
En medio… un moderado almuerzo. Un frugal ímpetu.
Usanzas milenarias. Vanguardistas emisiones.
Bajo las bendiciones necesarias, la porcelana brilla.
La roca sustenta. Las cataratas vuelven en sí.
Y uno permanece no como uno mismo, si no de otras desconocidas maneras.
Llega el momento. El volumen es adecuado.
La espalda se encuentra lista para recibir el sagrado látigo.
Un acorde.

Ágape sobre las hojuelas de platino (Analepsia CXCI)


















Es posible que todas las anteriores respuestas sean incorrectas. Subidos, asomados desde la buhardilla del intelecto, el mundo parece plano, contingente, lleno de baches y de deficiencias primarias y secundarias. No fue el caso en esta ocasión. Don Becerrón esperaba, atónito, desde el otro lado del aparador, el anillo de compromiso entre sus manos.


El tendero: - Pues… helo aquí, el presente más adecuado para iniciar un compromiso. Disculpe, el nombre de la afortunada es…

- Rómula, Rómula Sparzza – vociferó el viejo, con garraspera de dos días y el cogote afectado de tantos alcoholes desnudos.
- Bien, pues sin más… tómelo, es todo suyo ¡Ah, que tiempos tan turbulentos y tan felices estos de las labores prenupciales! ¿No es así, mi estimado?
- Sí, sí. Muy bonitos sin duda alguna. Emmhh… disculpe, ¿sería tan amable de entregarme también su alma?
- ¿Disculpe?
- Sí, sí… su alma, su espíritu, su “yo”, o como le quiera llamar.
- Perdone usted mi pusilanimidad o mi estupidez, señor, pero es que todavía no comprendo el sentido de su broma ¿Podría ser un poquito más específico?
- No existe nada más simple que lo que le pido. En ambos sentidos, quiero decir: por la simplicidad del alma y por lo digerible de la sentencia. Le ruego que sea breve. Mi boda comienza en dos horas.
- ¡Ahora sí que me tiene por los cojones, je je! ¡No logro penetrar su humor, caballero! ¡Le juro amigo, que no entiendo nada de lo que dice! ¿Alma? ¿Es sentido figurado o algo por el estilo?
- Ya pagué por el anillo, ahora démelo junto con su alma ¿Es mucho pedir? ¿O me va a obligar a tomarla por la fuerza?
- ¡Bueno, bueno, esto ya se pasó de la raya! ¡Ya comienza a asustarme! Le imploro que tome su anillo y que se marche de inmediato.
- No me voy a marchar hasta que haya cumplido ambos propósitos. Así que, ya sabe. Su alma: no lo volveré a repetir.
- ¡Viejo loco! ¡Váyase de aquí! ¡Llévese su anillo junto con su persona, y no regrese a esta tienda, por favor!
- ¡Que me dé su alma, le digo!
- ¡Váyase al diablo, jodido! ¿Cómo demonios usted espera que le dé mi alma? ¡Zopenco, ande, ya váyase!
- Muy sencillo: entrégueme su cepillo de dientes.
- ¡¿Qué?!
- Quiero el cepillo con el que se lava los dientes.
- ¿Qué dice? ¡Que se largue de aquí le digo! ¡Loco!
- No quiero tomar medidas drásticas.
- ¡No le voy a dar nada, patán de mierda!
- Exijo su cepillo dental, de otra forma no me iré.
- ¿Cómo que mi cepillo dent…? A ver zoquete: esta es mi joyería, y aquí no puedo lavarme los dientes. ¡Aquí no lo tengo!
- Ese no es mi problema.
- ¡Pues tendrá que serlo, porque no le voy a dar más que una paliza si no se retira!
- Bueno, en ese caso tendré que tomar el alma de su compañero.
- ¡Él tampoco tiene su cepillo dental aquí, necio!
- ¿Y quién habló de un cepillo dental? A él le voy a quitar su alma del helado de guayaba con leche que está disfrutando justo ahora.
- ¿Cómo que de su helado? ¿Por qué en él su alma está en un helado de guayaba, y en mi caso en mi cepillo de dientes? ¡No tiene sentido!
- No sé, usted dígamelo.
- Pues porque no es posible que un producto de naturaleza tan diferente del cepillo de d… ¿Y por qué tengo que darle explicaciones a usted? ¡Lárguese le digo, o llamo a la policía!
- La policía no existe.
- ¡Ah, que no existe, eso ya lo veremos, bravucón!
- Le digo que no existe.
- ¡Luigi, pásame el teléfono por favor, pronto!
- No importa cuántos esfuerzos haga de su parte, la inexistencia de la policía es inexorable.
- Bueno, ¿y en que se basa para negar la existencia de la policía?
- No hace falta basarse en nada. Es un axioma.
- ¿Un qué? ¡Luigi, con un demonio, que me pases el teléfono, o tú mismo marca a la policía, rápido!
- ¿Usted en qué se basa para afirmar su existencia por ejemplo?
- ¿Bueno? ¿Departamento de policía? Sí, mire… en mi joyería tengo a un sujeto que…
- El anillo de compromiso es tan sólo una treta. Lo importante es el matrimonio del sol y del horizonte.
- Le advierto que la policía viene para acá. Le sugiero que se largue si no quiere ser sacado a la fuerza.
- El crepúsculo dicta imágenes toscas desde sus candorosos labios, y ustedes siguen sin hacer caso alguno.
- ¡Enfermos mentales! ¡No sé cómo los dan de alta cuando aún están afectados! ¡Yo tenía un tío así, y vaya que era un problemita!
- Su hipocresía y su insensibilidad han llegado a niveles extremos. Diga adiós a su aparador y buenos días a la tierra de los ángeles rumiantes.
- ¡Oíste eso, Luigi! ¡Ángeles rumiantes, je je je! ¡A ti sí que te van a refundir unos años en el nosocomio!

Justo en ese instante, llegó la policía, llevándose a Don Becerrón. El joyero quedó tranquilo y vendió hasta las tres de la tarde, junto con su ayudante de nombre Luigi, un collar de perlas falsas y un anillo de pedrería de fantasía, para ser exactos. Rómula Sparzza se quedó en el altar, esperando la llegada de su prometido. Al día siguiente, todos murieron a causa de la mano de Dios.


Es imposible que ninguna de las posteriores preguntas sea correcta. Sin embargo, ha de permanecer sin responderse: tal y como el caso de su majestad Don Becerrón y este pequeño relato, aderezado con ese ímpetu magnífico de transformarlo todo en consomé de jirafa, en mixiote de elefante.

Poesía dentro de una botella (Analepsia CLXXVIII)













Un par de pececillos danzaban al ritmo del dulce soplo, en los confines de la aurora sin mácula.
En un momento, las musas, voladoras enemigas del aburrimiento
emprendieron el vuelo. Y volaron.
Un acróstico les abrió camino, entre la maleza y la bondad de sus rostros.
A diferencia de las fragatas que surcan el hogar de los marlines y las belugas,
este dúo ícteo de aventureros decidió disfrutar de las delicias del vapor

suspendido a lo largo del tafetán celeste que sostiene todo en su lugar
por debajo de él. Por encima está su padre, vigilante.

Las flautas se tocaban
y las cítaras se tañían con singular empeño
mientras burbujas polícromas
arrebataban lo santo que tenía la atmósfera y lo encapsulaban en sueños elásticos.
Pintura de pinturas, procreadora de rupturas, más de siete tesituras.

De pronto, allegados como estaban al firmamento eclesiástico de Neptuno,
se echaron a nadar lejos,
como queriendo escapar de la marea, de su amable osadía.
Y abnegados los corales, como es costumbre en las tierras ignotas del cenit y del nadir,
respingaron en júbilo ardiente al contemplar la partida de los extranjeros.

Un maratón de langostas, y luego uno de albatros se dejaron venir
hacia la retaguardia descubierta aguamarina,
apoyando sus cascarudos pedestales sobre el ápice del mundo,
provocando un terremoto, acelerando el pulso de Vulcano.
Algo sucedió desde ese instante en la relación del arriba y del abajo.
Algo se rompió, y nunca volvió a restablecerse.
Los errantes animales siguen buscando zonas, arengando territorios
en dónde poder dormir, en dónde soltar su alegría.

Alegría colorida y fatal, centelleante y fugaz.
Muy parecida a la del dueño de los juegos.
Dentro del casco obscuro
del vientre de la anémona
y del traje del carpintero…

…no hay acuerdos. No existen tales.
Lo que hay son pescadores.

En una templada noche de otoño (Analepsia CLXII)












En algún punto de La Historia Universal, que no es lineal sino sinuosa, ni tampoco rigurosa, si no más bien ideal, un elemento del saber se disparó y dejó atrás a los otros que le antecedían: semejante ejercicio de desprendimiento me permitió la plena percatación del percance que se asentaba sobre las vísperas de aquel instante. Nadie en ese preciso momento pudo si quiera intuir la complejidad y los matices que iba adquiriendo aquel singular fenómeno, tan extraño, poco estrecho y profundamente redondeado. Los extremos se iban ramificando, la helada y majestuosa lógica de las cosas se expandía e iba abriendo brechas a todo lo largo y ancho del continental imperio del Cosmos.

Unos surcos que antes apenas eran imperceptibles, ahora se enarbolaban sobre los aires como gigantescas rasgaduras del éter. Símbolo por símbolo, el dibujo cada vez era más claro y mayormente discernible: una magna concentración de puntos en el espacio multiforme se derramaba gradualmente, de manera atroz pero absolutamente bella, sobre la superficie de lo no-existente.

Como grandes brazos concéntricos de una legendaria y anciana galaxia, esta inusitada expansión se iba transformando cada vez más en algo que no tenía en modo alguno sentido, pero que contenía dentro de sí, de manera aislada, a la vieja usanza de una mónada leibniziana, toda su esencia, su más puro soplo de vida. Las descripciones parecerían cortas respecto a esta catástrofe del entendimiento, sin embargo algo se puede hacer con el fin de rescatar lo indescifrable. Y en el esfuerzo queda el mérito, según creo yo y los guerreros santos.

Partamos de lo esencial: nada. Una vez instalados en este vericueto de la nominación humana, podemos avanzar hacia una segunda característica: una explosión no siempre es ruidosa, ni estruendosa. Hay explosiones, como la del orgasmo privado, que sólo las escucha Dios, y nadie más. También hay explosiones invisibles, como la del estornudo imaginario o la del bostezo ajeno. Es por eso, y sólo de esta manera, que el singularísimo evento del que doy cuenta en estas líneas no tuvo por qué ser conocido, pero sin duda tuvo que haber sido detonado.

Sigamos a lo largo de nuestra atrevida pero sustancial aventura. Este acontecer tampoco estaba sujeto a las leyes que conocemos y a las que estamos acostumbrados a lidiar segundo tras segundo. Era absoluto, es decir, ab solutum: completamente suelto, libre y autosuficiente. Se devoraba a sí mismo, al mismo tiempo que se engendraba y se vomitaba a la vez. La vejez de los conceptos ni siquiera tocaba sus plantas, y sus aspiraciones, que eran huracanes de lo desconocido, succionaban todo aquello que no tenía fin. Por ende, todo esto que estoy relatando es verdad irrefutable en todos los mundos posibles, con entera claridad y distinción.

Si seguimos con la enumeración de sus posibilidades como ente terrenal, terminaremos, muy posiblemente dentro de tres mil seiscientos millones de años, y si nos apuramos, en unos dos mil ochocientos millones tal vez. Pero como mis pies son muy cortos y mi vista astigmática, he de detenerme justo aquí en la epopeya de su descripción.

Este suceso, sin embargo, tenía otra característica muy particular: era luz infinita. Difícil imaginarnos tal cosa dentro de nuestras deficientes y posmodernas mentes occidentales, pero de ninguna manera imposible. Así como el sabor de una buena taza de café puede durar para siempre dentro de nuestra boca, o un cosquilleo debajo de nuestro ombligo nos intercepta junto con la imagen viva del individuo idealizado, de la misma manera una luz puede o no tener fin. Pregúntenselo a Al-Khuwarizmi o a Nagarjuna: ellos no me dejarán mentir. Con la misma velocidad con la que una bala expansiva penetra la púrpura y lasciva carne del costado de un soldado mercenario, con esa sutil destreza, con ese golpe de ira ontológica, así, la luz irrumpe, e irrumpe, e irrumpe sin fin.

Pero aún queda un problema. Antes dije que la luz podía no tener fin, y ahora sostengo que lo que no tiene fin son las tinieblas. Porque ¿en qué momento las tinieblas y la luz se hacen eternas, se prolongan hasta siempre? Pues precisamente en ese preciosísimo momento que les estoy trayendo a cuenta, a manera de fragmentos disociados de certeza, trozos estrellados de verdad. Y en ninguno otro más. Por eso lo atesoro como a mis propias lágrimas, pues es un don visionario que me fue otorgado el día de mañana.

Un testimonio de esta envergadura no debería ser menospreciado por nadie, ni siquiera por el más soberbio de los literatos, ni por el más tirano de los reyes. Ellos vieron con sus propios ojos el nacimiento del Sol y su muerte en el crepúsculo, eso lo se reconocer muy bien. Pero nunca vieron lo que yo vi. Ni nunca lo verán. Es más: ni siquiera estoy seguro de haberlo visto, soñado o mirado de reojo. Fue una de esas circunstancias en las que, accidentalmente, se es partícipe de ellas casi sin resistencia, como el espermatozoide penetra en el piadoso huevo de la génesis. Y yo no me desprendí de mi cola al penetrar en aquello, aunque si tuve que desprenderme de mí mismo, de mí como hasta ese momento me había conocido.

Hablé de ramificaciones, de rasgaduras y de temblores metafísicos. Pero no he hablado ni de las ramas secas del otoño de mi alma, ni de la rasgadura larga y llana sobre mis espaldas amarillas, ni de los terremotos que produjo aquel fenómeno en la atmósfera presente. Pero quizás estoy exagerando. Estoy haciendo una hipérbole de lo que simplemente sucedió, y de lo que no tiene sentido que le siga sacando anécdotas, como se le saca la savia a un árbol para fabricar veneno. Además, incurro constantemente en terrible peligro, peligro de despeñarme del mundo, de perderme entre ustedes.

Si algo definitivo puedo enunciar de este suceso mágico que cambió la forma de experimentar lo experimentable dentro de mi limitado campo de acción-cognición, es que fue sublime. Y lo sublime, como dijo Kant cuando no nació en Königsberg, es como una parvada de flores divinas ¿Cuánta sublimación cabe en un suspiro junto al cuello, en rascarse la espalda después de una hora de comezón contenida, en mirar los ojos de una pequeña niña que mira a su vez, absorta, reír a su hermanita? Les sorprenderá saber que ese momento, ese instante magnífico de hieráticas conexiones, de profundísimas e insondables mitologías, lo encontré tirado, en la acera, cuando iba camino a mi casa.

Teodicea (Analepsia CXL)













Grutas perpetuas que residen entre histeria persistente
fluyendo cual borbotones hacia el jardín de las gardenias.
Brechas que se unen de par en par, de trío en trío,
cruel líquido hemático que mancha y que empapa al hastío
de un fruto perenne y rasposo plagado de tenias,
criatura eclesiástica, abstracción existente.

Padre de todas las razas, delta de todos los ríos,
susurro plagado de ultrajes sin rumbo,
residuo de tiempos aún inconclusos,
bagaje que teje usos y desusos,
coloca momentos exactos, sin tumbo,
punto de fuga donde desembocan los mil desvaríos.

Tras la cortina de múltiples cromos,
confusa, mareante, llama que titila,
escondes tu espalda desnuda, dos platos
que un hombre, mil hombres, te adjudicaron.
La antorcha mistérica que hurtó Prometeo
persiste en tus manos pese al vil saqueo,
pues nunca el grillete del pie se zafaron
para elevarse por cirros y estratos
hacia donde el ojo de bronce vigila;
guardián del secreto: ¿quién realmente somos?

Mientras en ufanos y ásperos suelos
reposan rodillas repletas de llagas
esperando al demiurgo, sagrado mensaje,
su cálido beso, perfume de muerte,
vigilia del sueño de la carne inerte,
beber el amargo y el dulce brebaje,
millones de almas sin trusas ni bragas
rezan silenciosos, sin bríos ni duelos.

Simplemente… esperan creyentes a nadie en eterno presente.

Solipsismo (Analepsia CXXXVIII)



















Adelaida miró hacia arriba y no encontró nada. Sólo continuaba escuchando aquellos desconcertantes murmullos que provocaran su súbito sobresalto, los cuales iban apagándose gradualmente, cada vez manifiestos con menor intensidad y con mayores intervalos de silencio entre ellos, pero efectivamente provenientes de las vastas planicies que componían el delicado trazado de su techo. Un campo blanco cimentado sobre los planos paralelos del cielo, liso y llano como la mente de un disciplinado asceta, como la tersa piel de un niño caucásico. De pronto todo indicio de sonoridad cesó por completo. El hace unos minutos ruidoso tapanco permaneció en calma absoluta durante aquel extraño pero innegable lapso de tiempo. Fue tal el mutismo generado a partir de ese momento, que era completamente posible escuchar a las cornejas entonar sus canciones en los huertos exteriores, y a los perritos de la señora Hilda ladrar con desenfado, a dos acres de distancia.

La espigada y aturdida rubia, en la medida en que iba recuperando poco a poco el concierto, analizaba en su pensamiento, con rigor matemático, todas las posibles causas que pudieron haber provocado tal ajetreo en la parte superior de su casa. Pudo haber sido algún gato enfurecido que se colara accidentalmente dentro de su ático: era lo más probable. Otra fuerte posibilidad radicaría en algún tipo de travesura lucubrada por los vecinos infantes que a veces merodean los jardines de su amplia mansión, numerosos chiquillos que sus madres no han podido domesticar del todo con éxito. Y quizás la más remota de las hipótesis estaría representada por el hecho de haber generado todo ese alboroto al interior de su cabeza, de haber compuesto ella misma la cacofonía entera, de manera espontánea y con resonancias dignas de cualquier escenario vanguardista, sin otros instrumentos ni partituras que los de su imaginación. Pero esos bordes están muy cercanos a las murallas de la locura ¡Ni Dios lo mande! ¡Mira que generar todo ese ruido, de tesitura tan realista, mediante el eco permanente de su intelecto! ¡No hay manera! Esta cadena especulativa sólo podía detenerse investigando que ocurrió efectivamente en aquel uranio territorio de su morada: subir al ático aparecía como la mejor opción para descartar cualquier tipo de insaneidad mental.

Hacía ya dos meses que había dejado los medicamentos más fuertes y las inyecciones, y había gozado incluso de aproximadamente un mes y medio de estabilidad emocional y funcionamiento normal de sus capacidades cognitivas desde su “accidente” en la tina de baño. Una recaída sonaba implausible, más aún dentro del marco de la visita permanente de su Tío Heberto, anhelo dulce hecho realidad que bañaba de miel sus días de mañana y de tarde, canciones privadas cantadas al oído que le engalanaban las comidas y los desayunos: nadie como él para cuidar de ella, nadie más devoto de su condición, nadie más cuidadoso del estado de su querida sobrina.

Sin embargo, las cartas estaban sobre la mesa: asomó de golpe y con valentía enternecedora su bello rostro por la entrada del tapanco, y lo único que pudo vislumbrar con la ayuda de la titilante llama del quinqué, fueron un par de baúles polvosos y algunos bultos amorfos cubiertos por un par de opacas mantas, montañas artificiales que parecían no haberse movido desde hace años. Ni un rasguño, ni una huella de desorden ni de destrucción al interior de la callada obscuridad. Después de cerrar el acceso al ático, Adelaida se dirigió de inmediato hacia su sofá, se quitó sus finas zapatillas carmesí y permaneció, en estado meditativo, por unos minutos.

Sudor frío rodó por sus ruborizadas mejillas. Un fuerte presentimiento de angustia invadió todo su cuerpo. Sus músculos se tensaron y sus nervios comenzaron a salir de su funcionamiento normal. No podía ser cierto. Regresaban las alucinaciones, los fantasmas. Aquellos males que ni espiritistas ni neurólogos habían podido curar estaban de vuelta, después de unas pacíficas y algo prolongadas vacaciones. Canceladas todas las posibilidades de causas externas por las cuales esos terribles sonidos emergían de lugares de la casa aparentemente vacíos, sólo podía ser objeto de una realidad interna: su mente le jugaba trucos, y hacía trampa con sus sentidos y sus pensamientos.

El verdadero mal era ella. Mil veces su tío le había dicho: “Estás bien”, “No temas”, “Vas a recuperarte pronto”… ahora todo eso no parecía más que vanas mentiras. Le dolía el estómago. Nunca tuvo tantas náuseas. Una fuerte tensión se apoderaba de su pecho y de la parte trasera de su cuello, justo en la base del cráneo, haciéndolo tronar fuertemente, como una bisagra oxidada, como un mueble de madera que se contrae en las noches más frías. Y de nuevo, más ruidos extraños, esta vez menos intensos pero más intimidantes, emergían del clóset de puertas corredizas, a unos cuantos pasos de distancia de ella. Asustada de sí misma, buscó a auxilio al teléfono. En su cabeza, además de los sonidos, no había otra imagen reconocible más que la del noble Heberto: su amorosa gabardina, su par de mocasines sepia y su gracioso bigote despeinado.

Marcó el número. Los sonidos se intensificaron. Soltó el auricular con terror nervioso. Corría como loca por la casa de un lado a otro, dando gritos epilépticos, al mismo tiempo que las visiones se multiplicaban. No sólo eran ruidos ya, sino un séquito de marañas imaginarias y formas irreconocibles que sobrevolaban por su cabeza, que salían de entre las cortinas y que se escondían bajo las alfombras. Demonios de todas las tesituras y de todas las mitologías retajaban aquelarres magníficos en la sala de su casa. Rugidos de almas profundas, con roncos propósitos, empujaban su frágil efigie de un lado a otro, golpeándola ahora con la lámpara, ahora con la mesa. Era increíble cómo de manera francamente abrupta, casi sin ningún tipo de gradación, todo este espectáculo explotó dentro de sí. Súbita liberación de los presos del Reino de Hell, descuidada opertura del recipiente de Pandora.

En algún momento de la tarde, abrió la puerta frontal de su casa y salió de ella. Dio algunos pasos, tambaleándose como ebria, gritando como histérica, arrancándose cabellos con sus manos. Habían sonado las siete trompetas, los siete sellos habían sido rotos. Era hora, tanto para los cristianos como para los árabes y los judíos, de rezar al Creador, de rogar por sus almas. Su femenino cerebro estalló, de manera callada, y nubes de polvo cósmico volaron y se expandieron a lo largo de todo el cortex. Su glándula pineal, hinchada a reventar, provocó uno de los terremotos, quizá el más terrible de la historia entera de la Tierra, sobre las cortes y las provincias del género humano. Balbuceó unos instantes, sobre el frío suelo que la sostenía, antes de que ese mismo suelo desapareciera por completo, volviéndose una masa blanda y viscosa, después un pozo de brea, después un hoyo negro, después el Limbo: oscuro recinto del sueño eterno, lugar donde los ojos no tienen sentido, donde los oídos pierden toda utilidad.

Su tío, en días posteriores al incidente, declaró que Adelaida había “olvidado” tomar sus medicamentos por días enteros, y que eso provocó su colapso. El vecino dijo que ese día la vio salir de la casa desquiciadamente, y que de pronto pareció desmayarse, cayendo sobre el césped del jardín. La verdad es que al desvanecerse su conciencia, no sólo se desvaneció la mujer sino el mundo con ella, junto con todas sus representaciones. El universo entero colapsó. Todo se perdió en la nada, se sumergió para siempre en la inexistencia.

martes, 17 de junio de 2008

Azimut (Analepsia CXXXIII)



"La inaudita convergencia de horizontes.

Un par de líneas perpendiculares que, frente a frente, parecen irreconciliables; y que, a lo lejos, se unen en un armónico y luminoso vértice.

La eterna y santa historia del hombre."

Primavera bajo la estival hojarasca del invierno (Analepsia CXIV)



A Antonio Vivaldi y sus populares tesoros






En la penúltima parte que nos resta
construiremos el nido de la trascendencia.
En la implacable inmediatez de los dados arrojados
se resguarda en su madriguera el tiempo.
Un tiempo que vuela, ligero, sobre las cabezas descubiertas
de los anacoretas y de los campesinos.
Un vuelo que no entiende el idioma
de las calles trazadas con pesantez y desdén.
Un soplido en la carne
sobre los campos de trigo de tus vellos.
Un fantasma estulto
que busca sus anteojos en las gavetas vacías.
Un cúmulo de emocionalidad
que no encuentra su camino al oído ajeno.
Un bravo y tibio río
que ha olvidado las orillas del delta.
Adonde las golondrinas se dirigen,
allá llevaré mis añoranzas todas,
que son dos y no más:
la una, y la otra.
Minimalismo del corazón,
economía del cuerpo.
Sabiduría de un solo día:
hoy… carpe diem.
Descuido de los trazos,
percatación de los hechos.
Poetizar como se bebe un té verde,
arremeter como se pinta un paisaje.
Lenguaje codificado que todos leen
al interior de lo eternamente expuesto.
Abrigos que en invierno son gloria,
en verano faramalla.
La enmienda sobre el territorio quedó
como elaborada suspensión de voluntades.
Voluntades anudadas, irreconocibles,
manojo de batallas y de contriciones.
Mirada de frente: daga suave de caricias anímicas,
impenetrables cuencos de la miel de Dios.
El vaivén de las olas no se detiene jamás,
los ojos de la madre luna nunca abandonan su fondo.
Una mano en la barbilla, y otra en la cintura.
Un pensamiento aquí, cien allá.
De residenciales y arrabales está hecho el mundo,
de largas conversaciones y de suspiros cortos.
Un impúdico vistazo bajo las faldas de lo humano,
un morboso mirar tras los púrpura y cotidianos telones.
Sentada en paz la conciencia
juega gustosa hoy con las llaves de lo inaprehensible.
Azul profundo se vuelven tus manos, tu rostro…
el demiurgo del cielo apagó su candelabro.

El sol mismo no puede percibirse (Analepsia XCVII)


Poco se ha hablado, es casi un hecho, de Favorino de Arles (80 – 150 D. C. aprox.) dentro de la historia de la filosofía occidental en comparación con otros pensadores griegos de la antigüedad. Representante del escepticismo medio en el periodo helenístico, alumno de Epicteto y maestro de Aulio Gelio, casi ha desaparecido de los anales y manuales. Y es que, según mi teoría, que no es apresurada ni irrelevante, esta especie de "olvido historiográfico" se debe, primordialmente, a la excelencia de su estirpe por encima de la de los demás amantes de la sabiduría. Aseveración que, a su vez, nos hace preguntarnos: ¿y qué es aquello excelente que este personaje ostentaba, aquello que provocaba la envidia de sus contemporáneos y la amnesia deliberada de sus comentaristas? Es muy simple: este ser humano estaba completo, había nacido perfecto.

Así como Lao-Tsé emergió del vientre materno hacia el mundo, teniendo como partero al mismo Sol, cuando ya contaba con ochenta y dos años de edad, es decir, en plenitud completa de su sabiduría y en el cenit de su espiritualidad, Favorino se incorporó a las filas de los mortales bajo el designio y protección del demonio Eros, fusionando en sí mismo las dos facetas necesarias para la comprensión absoluta del misterio del mundo, los dos momentos eternos de la dualidad cósmica que subyacen en todo principio vital y universal, y muy particularmente en la naturaleza de los vivientes en forma de polos opuestos, es decir, a través de su sexualidad: la masculinidad y la feminidad, el macho y la hembra, los lados soleado y umbrío de la colina. Favorino, al igual que la deidad absoluta Siva-Sâkti pregonada por los maestros del Indo, albergaba en su constitución fisiológica y anímica el día y la noche, lo bello y lo sublime, el principio y el final, y demás analogías de plenitud y complementariedad.

Entre las marmóreas paredes de Atenas, tanto como bajo los elegantes techos de Roma, como un suspiro de Eolo, corría la máxima "Medé ton hélion êinai kataleptón": una de sus más afamadas premisas, de las más atacadas por sus contemporáneos. Pocos comprendían al fin el sentido metafórico que ésta albergaba en su fondo. Ya en el griego más fino, o en el latín más acabado, no cesaba de emanar el caudal de erudición de sus suaves labios, engalanado por sus anchas espaldas y su estrecha cintura, por su femenino talante y su seductor varonil encanto. Maravilla bisexual, eunuco, hermafrodita… ¿qué importa al fin? La belleza de su rostro, la dulzura de su voz, la sedosa cortina de su cabellera, en fin, la totalidad de sus atributos eran expelidos de su ser como un canto hipnótico de sirenas que ululan desde sus arrecifes carmesí; la expresión y disposición de simetría perfecta de su grácil cuerpo hacia sumergirse a todo el que le veía y le escuchaba durante el discurrir de sus lecciones y sus declamaciones en una especie de letargo indescriptible, mismo que remontaba a su auditorio al tipo de paz que todos vivieron al interior del vientre materno: una tranquilidad sin ruido, rodeados de cálida y confiable sustancia, de fiel y entrañable despreocupación.

Su doctrina, dicen, era bálsamo para las heridas, ingeniosa sutura de la ignorancia y la insensatez. No pronunciándose ni de un lado ni de otro a la hora de la discusión, sacaba siempre debajo de su manga una razón completamente válida para oponerse a su antítesis, haciendo ver, como por medio de un translúcido crisol por breves y efímeros instantes, a la diosa Aletheia desnuda, tímida y escondidiza como suele ser siempre. Enarbolando elocuentísimos y hermosos edificios poéticos, desplegaba, como plumaje de pavo real, toda su capacidad creativa en los terrenos de las musas, haciéndose ver frente a su atenta audiencia como fino artesano de los tesoros del corazón.

Pródigo compositor, hábil retórico, culto hombre de mundo. Sin embargo, en este caso en particular y en lugar de todo lo anterior, ¿por qué no hacer referencia a él primero y con mayor ímpetu aún, como fructífera creadora, singular pensadora, ilustrada mujer cosmopolita? Existe, si usamos la misma lógica de la que ella se valía para derrumbar sus propios argumentos, el mismo porcentaje de posibilidades de hablar de lo uno como de lo otro ¿Qué es más verdadero, pues, no basados en el área inguinal, sino en el espíritu? Los ángeles, según algunas fuentes talmúdicas, no son ni adánicos ni évicos, sino una forma abstracta de ser, una esencia pensante depurada de las impurezas carnales, bien asexual o bien bisexual: no se sabe con exactitud. Recordemos la doctrina del “humano ideal” de San Gregorio de Nisa, en donde se sitúa la perfección de la naturaleza del hombre más allá de la diferenciación genérica, fruto lamentable del pecado original según el cristianismo ¿No podría ser entonces, pregunto ahora, Favorino, el más divino entre los pensadores que han formado parte del mundo griego, y quizás, apología a mi ignorancia, de la humanidad?

Se ha dicho de Favorino, no se sabe aún si en su favor o en su contra (que para él-ella hubiera sido de igual valor, como ya hemos revisado), que era menos un filósofo que un literato amigo de la filosofía. Y no lo dudo ni por un segundo. Los hermafroditas no pueden ser, por definición, completamente filósofos, y para fundamentar esto anterior hay una poderosa razón de fondo: son muy superiores en inteligencia para quedarse en las sesgadas y parciales determinaciones que implica la dialéctica, el lenguaje y el pensamiento discursivos, silogísticos y argumentativos.

Cuando los hijos de Hermes y de Afrodita hablan, lo hacen siempre con la conciencia plena de la falibilidad y la ambigüedad del lenguaje, así como de la naturaleza dual de lo existente, procurando no caer nunca en las trampas insípidas de las aporías y de las antinomias. La filosofía no es su esencialidad: lo es Sophía, la diosa sabiduría misma. Aquel que se sirve del discurso más que servir al mismo, ni siquiera es digno de elogios, pues el elogio mismo ya es lenguaje, y es más preciado para este ser el silencio que se le ofrenda. Las burlas de Luciano, burdo idiota (con pretensión de filósofo al fin), respecto de su condición bifurcada y de su consiguiente imposibilidad para dedicarse a la cacería dentro de los agrestes territorios de Minerva, no hicieron más mella en su alma que las que hizo el imperceptible sol sobre su delicada piel a lo largo de su vida.

En segundo lugar, y quizás de manera más determinante, al encontrarse en este modo completo en su constitución originaria, Favorino podía dedicarse de lleno a la contemplación de las cosas y los asuntos del mundo, y a la admiración de la belleza sempiterna del Cosmos que subyace en cada fragmento del mismo: no había ningún obstáculo de naturaleza carnal, de pulsión sexual, que se lo impidiera. Poros y Penia habían contraído matrimonio al interior de su organismo desde su primer día sobre la Tierra; la urgencia carnal, la sed del instinto, esta especie de dhukka erótica que devora con sus llamas agónicas el frágil cuerpo del que fuimos compuestos, era completamente inexistente en él-ella.

El enorme muro infranqueable que se levanta frente a todos los que aspiran a una vida devota y dedicada a la búsqueda del conocimiento y el cultivo de las artes, era para Favorino, una simple roca que podía patear lejos de su efigie, sin ningún esfuerzo. Era obvio que, teniendo dentro de sí tanto al hombre como a la mujer en la más universal de las concepciones, fuera incapaz del enamoramiento y de la infatuación amorosa provocada por un ser humano, del más mínimo desvarío y desequilibrio emocional derivado de las pasiones desbordantes que se engendran al querer llenar esa ausencia del género opuesto, ese hueco platónico que perfora nuestro espíritu. Y de allí su principal perfección, según creo.

Quizás, de entre todos los escépticos, y aún de todos los filósofos helénísticos, fue la persona que alcanzó, de manera mucho más natural que como Gautama escapara al samsara bajo la sombra del mango, la ataraxía de manera plena, continua, definitiva. Nadie lo habría logrado antes, ni los pirrones, los epictetos o los epicuros, con todos sus ejercicios, sus lecciones y su ascetismo intelectual. Su corazón, sin turba ni mácula, era un remanso impasible en donde descansaban los cisnes, en donde navegaban los nenúfares. El favor de los dioses estaba de su lado. Ananké había sido tutora benévola, las moiras cariñosas abuelas.

No extraña, después de todo, que “hayamos olvidado” casi por completo a Favorino. Las más buenas cosas, como las más malas, siempre permanecen en la memoria colectiva, girando en la espiral incesante de las épocas y las eras. Pero las demasiado excelentes, así como las en extremo terribles, nunca salen a la luz, debido a la intensidad de sus fulminantes rayos; se entierran de manera cautelosa bajo las profundas aguas del río Lethe, para evitar cualquier tipo de sobresalto innecesario, algún colapso de conciencia en los otros. Tal vez, en otro sentido del original propuesto por nuestro iluminado hermafrodita, haya sido esa la razón por la cual haya dicho: "El sol mismo no puede percibirse". Es demasiado para el ojo; es, como Nietzsche dijera respecto de la verdad, simplemente insoportable para el hombre. Favorino de Arles como el legendario sol de los filósofos: como aquel ser imperceptible, demasiado uranio, demasiado angélico, demasiado íntegro para nuestra humana aprehensión.

Nono Responsorio per Sabbatum Sancti (Analepsia LXXIII)


Nono Responsorio per Sabbatum Sancti / Carlo Gesualdo´s echoes












Die píbole antículo
das hornofárganas éptaras.
Qui sie dis mortis mortiástike
alle van próspertik bóntanik.
Sia te suara mio préstami
di cual morgonto apressato,
ayeculatum, impresitti li fobe.
¡Xuante, xuante, di glorius refustate,
refutatio ae lógine díscolli!
Ruth yi Philippe ao vastudum vermatta.
Qui’l mággotto zípetto il grosto van piú.
Umpte, sífulus der málgotti,
ye rústikus gigios eu núticcus
sufismus, ya sic ustrassismus.
Agreste: maconpatti ye yungius
volicasímatas eun précolo quifottu,
ren asínatta, assimacus jähr poh sinn
¿Yordique, iorudum dis fol va pre?
Eau und eolittus perpetraya da,
ji no péktanni aquisímaton du,
re le volpi für hípperton happa.
Transmutatio, lux aus briffën
die xiáuticcus über lögenn.
Apostatium ye frögenn und frögenn
la costemillia diu frich des vönjakt.
¡Dunn, dunn, my dear!
Da postamähner is nor jir yurdéi.
Ouî muzth stäeey Rai Jir.
Xonius, Dorius und Aristhoös.
Ephelmiantes in concretta áganna
rotth da prestapicci apológenes dharma
in concretae epístola bärfh.
Coloquio, Pater Arrogantia… nula.
Die furmulius brenton dar mäh:
aperturia dás mähind is zalbéishion.

jueves, 5 de junio de 2008

Heraclitea (Analepsia LXII)

"Ese que se deja ver de inmediato y de frente a cualquiera no es digno de ser visto: Physis kryptesthai philei".

The Sacred Land (Analepsia XLVII)














Dulces los campos de algodón.


Blanco fluorescente los rizos de los ángeles.


Puras las lenguas. Preñadas las avispas.


Cristalinos los abrazos. Suave el aire.


Tat Tvâm Asi (तत् त्वम् असि)


Abiertas las escamas de las flores.


Abolidas las reglas. Derruidos los edictos.


Izados los ánimos. Abatidos los corceles.


Tenues inciensos, hilos de cerúleo humo.


Adonai (אֲדֹנָי )


Empuñados los huesos. Arrojadas las sales.


Altas las capillas. Rascacielos.


Profundas las catacumbas. Subterráneos.


Canela y loto. Caricia de Noviembre.


Wu Wei ( 無為)


Tímpano reverberante del mudo vigía.


Pirotecnia en el pecho. Temblor en la arena.


Negro ultravioleta las risas de los demonios.


Amargas las aguas de la ribera.

Noli me tangere (Analepsia XXXIX)















El balance sostiene a la luz y a la sombra. La fuerza ciega arremete de espaldas al desprevenido viajero. El mar, con su inmensa bravura, va desarmando, ola tras ola, el mecanismo perfecto del reloj arrojado.

Sensaciones, emociones, pensamientos. Argamasa del fino arquitecto, sólida y cruda simultáneamente (e inconmensurablemente hermosa).

Las sentencias son llaves que cierran el paso, senderos que se pierden en el espiral infinito del dédalo de Cronos. Imágenes que penden, apenas sostenidas, de la rama del árbol frutal.

Galaxias que se alejan en el inconsciente lapidado, en el vértigo de ser.

Dulce escondrijo de sueños atados, de viajes agendados, de alegrías espumosas.

Un gran ojo: un cántico, una dirección...


Hoy son todos los días.

El sermón de medianoche (Analepsia XXV)

Abrió sus santos pórticos y dijo:

- Todo aquel que sea laúd, deberá curar el alma. El laúd es de madera, compuesto de cuerdas, pero su centro se encuentra vacío: está hueco. Y precisamente de la oquedad de su núcleo es de donde emerge la más sublime de las melodías. La música es el bálsamo que sanará todas las heridas, pues no tiene la doble faz de las palabras: no engaña, es sincera. Como los niños, como los perros. El sonido musical supera en perfección al sónido fonético de la gramática, porque es al espíritu al que le habla, y no a la mente. Y en tanto que amigo del espíritu, enfermero de sus males.

La madera es la carne, vehículo de vuestros actos. Las cuerdas son la voluntad mediante las cuales se producen éstos. Pero el laúd sóis vosotros, que vibráis y resonáis con ecos de eternidad. Preparáos entonces no sólo para el gran concierto, sino para todas las pequeñas presentaciones que se dan en los lugares más modestos, más insignificantes. Permaneced en el núcleo de sus instrumentos, porque en cualquier momento puede sobrevenir la petición del escucha. Por ello os recuerdo: todo el que sea laúd, que empiece a curar el alma.

Que el esfuerzo cariñoso del artesano no haya sido en vano.