jueves, 31 de diciembre de 2009

Esta es la entrada que suma ochenta y cinco entradas dentro de las entradas en total que contiene este modesto pero pintoresco blog (Analepsia MII)


¡En grotesca situación nos encontramos, caballero! ¡Feliz año nuevo y triste el que se larga, más no el que se alarga, o sea, el novísimo que anuncio! Siempre lo viejito huele a polilla y a acetato, y es por eso que hay que mandarlo de inmediato a la chingada ¿Qué es "la moda" sino esta deliciosa payasada? ¡Adiós, añito engorroso, que me has dejados tantos dulces baratos, tanto barullo sabrosito y tantas puestas de-a-perro inolvidables! Desde los confines de nuestra humilde mesa, "I salute to ya, oh, thy gollems of Babylon"!


Hoy, también, desde las comisuras del Nuevo Mundo, les mando a todos mis queridos seguidores del blog (o sea, dos o tres personas), un álito fugaz de rosas morenas y un beso de concreto bien pesado (o sea, correctamente calibrado). Muchas bendiciones para todos, edulcolorantes en sus bebidas y garrapatas en las sienes de sus enemigos más perniciosos. Desde acá, del pedestal de la vida cuasi-vegetativa, les mando un caluroso saludo, lleno de aprecio, cariño, buenas vibras y quejidos marranos de bolsa tuerta de torta de La Villa ¡Rediéz, el bonobo que me parió! Aún en medio del peligro de quedarme ciego de por vida, les extiendo una cordial invitación para mi cena de esta noche. Vengan, estará genial: habrá pavo, bacalao, lomo de res, sadismo, sepulturas a domicilio y jugarrertas imorales con las novias guapas de los demás que no sean yo.


También quiero extender la invitación para que pasen a ver mi galería escondida bajo tierra de los momentos más memorables del año que se pudre y se desintegrará en unos cuantos minutos: los amores, los desamores, las fiestas, los viajes, los logros académicos, los tesoros familiares, las mejores putas, las esferas concéntricas, las férulas parlanchinas, China, Ceilán, Nezahuacóyotl, Aleluya, jazz moribundo, cerruchos y bosquejos bigotones ¡Todo en un sólo huevo! ¿Pueden creerlo? ¡Cuánta guasa, señoras, cuánto simpático sacrilegio!


Malabares de trucha y confetti de Sicilia: sí, señor... eso es lo que ustedes se merecen, amables radioescuhas / televidentes / navegantes en los mares de la ridícula-pero-utilísima materia metafísica veintiunesca llamada internet. Una vez más, dedos en sus maracas, abrazos, uvas, campanadas, caravanas de desnudos. Reloj: 1-2-3-6-5-4-7-8-9-6-6-3-6-4-1-2-3-6-4--3-3-3-6-9: salvavidas, gorda, papel y cinta, Cynthia, cifra, Cypher, Sutra, saga, Centra, sopla, giro hermenéutico, vertiginoso escupitajo desde el último piso de la torre de Babel: nadie entiende nada, pero ¡ah!, eso sí, todo el mundo que se abraza y que se desea felicidá a diestra y siniestra, como reses consumistas, como cabras neo-liberales de tercer mundo y del más allá ¡Pues qué chingados: yo también le entro al jueguito! ¡Ya estuvo bueno de ser tan mamón! ¿No? Allí les van mis venias: ¡Viva la vida, muerte a los traidores y pax alos onvres de vuenna boluntat!


¡Hammónnn!

On monsters [De la serie: "Las criaturas del hombre"] (Analepsia MI)


"De esa manera, a la cantidad de monstruos que el hombre ha podido crear, la orquesta, la cacería, la poesía, aparece el más cambiante instrumento de aprehensión, el que puede estar más cerca del torbellino y el que puede, al derivar de este germen una sustancia, tener un cuerpo de la más permanente resistencia. ¿Luego es posible el aislacionismo, de un monstruo elaborado por el hombre donde puede aprisionarse el germen y su desarrollo, la constitución de un ente germinal? ¿Luego existe el germen capaz de constituirse en ente de poesía y no en ser o en existencia? Es posible entonces la poesía en el poema; es posible que la visita en el tiempo pueda reconstruirse, permanecer, repetirse. Puede situarse la iglesia debajo del Órgano, o como afirman algunos teólogos protestantes, la única fe diferente en cada individuo puede desgajar el espanto, y en el espanto construirse la torre. En la visión última, ¿es la torre o el poema? Mientras el vislumbramiento de la torre en la última visión es incomunicable, la seguridad de la existencia del poema es continua e inmediata, pues en el poema la imagen mantiene el fuego de proporciones, y en la poesía, la metáfora, no en el sentido griego de verdad como develamiento, sino en lo poético de obscuridad audible, adquiere su sentido de metamorfosis que justifica sus fragmentos. (Tal vez las asociaciones, los ritmos que Rimbaud llama nadas, y que elaboraba en tal forma su silencio que salía de ellos diciendo: déme papas, déme vinos. O al final, cuando le era casi imposible escribir a Mallarmé, y nos decía: he perdido la razón y el sentido de las palabras más familiares)"
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José Lezama Lima, 1948

sábado, 19 de diciembre de 2009

Tierra prometida [Promesses de une terre encore très lointaine] (Analepsia M)


Por fin... hemos llegado.


¿No es hermoso?


Hemos llegado limpios, ligeros, vigorosos. Sin ideas absurdas, sin olores penetrantes ni acérrimos sabores.


Hay una mancha en la orilla. Es alguien, o algo, o un reflejo de nenufar quizás.

Polen en los cabellos: despeinados, rubios, claros. Una maraña de suspiros. El sol embiste de lado. El atardecer, los montes, las nubes.


Creo que hoy es miércoles. Sueño de marzo.


Mira mis dedos: son delgados, como tú ¿No te hace gracia? ¿Por qué ríes entonces?


Los árboles se mecen despacio, acurrucan las hojas. Bailan y cantan tranquilos.


¿Cuántas cosas han quedado detrás? No lo recuerdo.
¿Cuántos somos? ¿Uno, dos, ciento cuarenta y cuatro mil?


El lago lo sabe todo.
No hay aire más fresco que éste.


Ojos cerrados. Cruza la libélula por enfrente: se ha ido el silencio. Allí está de nuevo.


Finalmente... estamos en casa.


¿La vida?

On fairytales [De la serie: "Las criaturas del hombre"] (Analepsia CMXCIX)


"En una ocasión compilé una antología de literatura fantástica. Tengo que admitir que el libro es uno de los pocos que un segundo Noé debería salvar de un segundo diluvio, pero denuncié la culpable omisión de los más importantes e inesperados maestros del género: Parménides, Platón, Juan Escoto Erigena, Alberto Magno, Spinoza, Leibniz, Kant, Francis Bradley. De hecho, ¿qué son los prodigios de Wells o de Edgar Allan Poe - una flor que nos viene del futuro, un cadáver sometido a hipnosis - comparados con la creación de Dios, con la elaborada teoría de un ser que en cierto modo puede ser tres y que solitario perdurará para siempre sin tiempo? ¿Qué es el bezoar comparado con la idea de la armonía preestablecida? ¿Qué es el unicornio al lado de la Trinidad? ¿Quién es Lucio Apuleyo ante los proliferadores de Budas del Gran Vehículo? ¿Qué son todas las noches árabes de Scheherazade comparadas con un argumento de Berkeley? He venerado la invención gradual de Dios; también del Cielo y del Infierno (una remuneración inmortal, un castigo inmortal). Son invenciones admirables y curiosas de la imaginación del hombre."


Jorge Luis Borges, 1966

Iluminación esnob (Parte I) [Analepsia CMXCVIII]


Preñado de referencias canónicas e ineludibles, corro con orgullo y desenfreno por la acera anímica del Cosmos, como un pavorreal desbordante de mundos, de mundos poderosos y reales, no de fantasmagorías cotidianas ni de banalidades varias. Toda la sangre sube a mi cabeza y se agolpa allí, anarquista de la gravedad: me hierven los cielos, las aves, los cirros. La pistola cargada / la pluma cargada / el ingenio cargado a punto de disparar a mansalva sobre aquel despiadado y blanco retador que siempre nos intercepta de frente en el camino hacia la inmortalidad, que nos desafía con su vacío, con su nada, con su “antes-del-Fiat”: digno y querido enemigo. Con mi camisa de once varas puesta y bien abrochada, veo la noche aproximarse, y después de ella, me estremezco anticipadamente ante el presentimiento de la súbita rasgadura de la aurora. Hoy todos somos soles, estrellas perfectamente alineadas, continuum poiético de un magno soneto universal que ha permanecido escribiéndose por milenios y que se sigue escribiendo sin ánimos de cesar algún día, llevado por la mano y obra de sendos avatares lumínicos, pasados, presentes y futuros, poseedores y herederos todos de la noble antorcha del hombre: no tan numerosos pero numerados puntos tangenciales trazados sobre Nuestra Única Circunferencia. Rostros, voces y aromas de aquellos héroes prometeicos que han ganado, indiscutiblemente, su lugar en el Valhalla.

Pienso en Dante, en Shakespeare, en Cervantes, en Goethe y en Joyce, y se abre violentamente ante mí un mar inconmensurable de ambigüedades, de efluvios fluorescentes, de barbas-cimas puntiagudas y de horas implacables, insuperables. Todo lo humano se ha dicho ya, se han estirado las lenguas hasta reventar, se han agotado los moldes para hacer memorias. Una serie de intimidantes sombras se ciernen sobre nuestros cuerpos, obscureciendo todas nuestras aspiraciones. Y sin embargo, henos aquí, ingenuamente, al pie de la trinchera. Nos imaginamos guerreros, y no puede ser de otra forma.

Pienso en Whitman, en Khayyam, en Rilke, en Pessoa y en Gorostiza, y nuestras rodillas flaquean, nuestros ánimos se cubren de escombros y las torres vigías de nuestros sueños se hacen pedazos al más leve contacto con la bala de cañón del canon, lejana, pero certera en su derruir. De pronto despuntan, como navajas sacramentales, luces de Kerouac y Ginsberg, de Rimbaud y Baudelaire, de Ovidio y Virgilio, de Chaucer y Bocaccio; luces que iluminan vasto y hondo, que tiñen e inflaman nuestro horizonte, avivando la brillante criatura etérea que se alberga fluctuante en la leña de mi inspiración. Se incorporan de nuevo los bridones a la contienda, de antemano ya perdida.

Pienso en Proust, en Dostoievski, en Kafka, en Tolstoi y en Dickinson, y nuestras preciadas y aterciopeladas cortinas se caen de los ventanales, dejándolos desnudos, desprotegidos, frágiles e impotentes ante la ceguera ocasionada por la lanza oblicua, la potencia heredada de los genios. Los cuervos graznan sobre las tumbas del deseo sublimado. Un parpadeo de Woolf o de Beckett es suficiente para descuartizar un asno, así como las flores Poe esperan gustosas todas las primaveras ser polinizadas por el insecto Wilde. Un nuevo Homero ha brotado de la tierra, con finos pétalos de Verne y fuerte tallo de Molière ¡Avanti, avanti, ya casi tomamos el alcázar!

Pienso en Borges, en Huidobro, en Cortázar, en Hernández y en Lezama Lima, y todas nuestras ciudades semi-perfectas se hunden, colapsan, se humillan, polvorientas, y le besan las sandalias y la toga a los ídolos de mármol. A orillas del río Rulfo, Inés de la Cruz lava su hermosa cara mientras Bécquer se ha bajado De La Barca y ha planeado conquistarle. Las Revueltas nunca traen la Paz a los pueblos, y menos a los territorios amurallados de Góngora y de Quevedo. Suaves gotas de nieve-miel escurren de los cántaros de Machado y Carpentier, y se posan suavemente sobre los deliciosos dieciocho senos de las musas trepidantes. Yo los lamo con gusto y con lascivia, me alimento y me resguardo en sus musicales pechos: así es como me olvido fugazmente de las estaturas que opacan y de las magnitudes que intimidan. El amargo sabor a Eclesiastés que invadía mi boca cede por unos momentos.

Liso, llano, simple, inocente y desentendido como un niño contento en medio de un tétrico bosque lleno de fantasmas, me hago a la tarea diaria de acrecentar mi sordera y mi ceguera ante lo ya dicho y lo ya fijado de una vez y para siempre. Los cantos de las sirenas no han logrado todavía aplacar mis modestas intuiciones, ni la Madre Gorgona ha podido todavía convertirme en piedra ágrafa y estéril. Después… quién sabe. El tiempo reza lento sus oraciones matutinas. De pronto, la fiebre vuelve a retomarme, mientras la historia de la literatura cede y se agazapa, acobardada, en un rincón de mi alma, habiéndome de antemano ya infectado felizmente con sus póstumas bendiciones. Un papel, un golpe, una lámpara de aceite: eso es todo lo que necesito por ahora.

lunes, 14 de diciembre de 2009

"Nunca cambies" [PJ Harvey’s “This mess we’re in” footprints in the snow] (Analepsia CMXCIV)


Adelante: los caprichos no esperan al atardecer.

Tras la pesada y frágil cortina que ningún ser vivo es capaz de vislumbrar, bailan vigorosas un par de piernas sueltas y bien formadas, y sobre ellas, revolotean veinte alondras parduzcas mientras tejen canciones de juventud. Algunas alegres, otras tristes, otras púrpura, magenta y violeta.

Se oyen un par de clarinetes por encima de los edificios intelectuales, monolitos que rasgan andróginos el tiempo archivado, como queriendo apuntalarlo sobre su propio eje a manera de suave y cruenta espiral, de castigo infinito. Una vez que se anestesian los ojos, se pierde para siempre aquel fruto emergente del ayer y del mañana: consuelo, bendición y escudo. Ecos del bosque, bramidos del mar, antorchas de la ciudad.

Miles, millones de seductores cuerpos llenos de adrenalina y de plata pura disuelta en el agua de la mañana clara agitan con fuerza sus emociones, como palmeras extasiadas en pleno huracán, con el único fin de ser recordados prematuramente, de permanecer grabados en la tablilla de cera de los cirros y de las marejadas, hermanos impertérritos de la continuidad universal.

Más nada consiguen… o al menos no demasiado. Es así como los niños pierden todos sus espejos.

Salen las notas de sus nidos. El desorden toca todas las ventanas con cruel parsimonia. Prestas las amalgamas, las simbiosis y los cariños varados para el combate instantáneo. Todos a un tiempo, a dos, a tres, a cuatro, a cinco, a seis. Un ancla gigante vuelca su sombra sobre las cabezas desparpajadas del solitario dios, sobre el amor amasado de los siglos que no se supo entregar con propiedad en las bocas adecuadas ni entre los muslos propicios ¿Acaso siempre fuimos abedules, eucaliptos, sauces, acacias blancas, fórmulas y procedimientos que nunca pudimos descifrar, que nunca fueron susceptibles de interpretación?

Allí siguen: los juguetes, las muecas exageradas. Parte de lo que fuimos, ahora clama y declama sobre el cementerio de los ídolos y de las navidades brumosas.

Ahora somos, en esencia, otra cosa distinta de ahora. Y en sustancia, otras seiscientas mil cosas más. Lo que somos ahora, lo somos en forma de neblina huidiza, de sutil y fugaz perfume de Diciembre, de Enero, de Febrero y de Marzo. Restan sólo las dádivas y los pergaminos rotos, pasos en falso sobre el puente que se tiende sobre los tres abismos que se pierden y se encuentran por siempre entre ellos. El anciano saluda y vuelca su alegría sobre la arena. Sus largos cabellos, cables gigantes de hielo, acarician con controlados latigazos el lomo de la estampa de la que se fue parte, y que ahora navega sin rumbo aparente, sin puerto, sin embarcadero, sin llegada ni salida.

“Nunca cambies”: ayer me lo ha dicho mi amada antes de marcharse.

¿Cómo se supone que he de responderle, si es que le amo todavía?

viernes, 11 de diciembre de 2009

Manos de humo y de niebla (Analepsia CMXCI)


La última esperanza permanece, encendida, en nuestros corazones,
como un inútil farol que alumbra las calles abandonadas.
La posibilidad, el anhelo, la inocua promesa de dejar de sufrir.
Los pecados no cometidos, purgados también
en el dolor insoportable del templo interior ya demolido.
Ni siquiera la inocencia se pone a salvo en estas tierras envenenadas.
Llama que se consume lento, obra que se consuma al mediodía.
La nobleza permanece allí, augusta, mirando al vacío.
Nada que perdonar, ni tampoco nada que homenajear.
Sólo una mirada.
Es de noche aquí, aunque sea de día, ¿no es así?
Tan irreal lo de ahora como lo de antes: sueños todos nosotros.
La ciencia un acto reflejo, un espasmo de miedo.
¡Cuánta ingenuidad la vuestra, hombres, cuánta!
¡Cuánta soberbia transformada en teoría, en lianas colgantes y en balas de salva!
Mirad al moribundo, tendido allí, en agonía, sin poder hacer nada.
¿Acaso puede iluminarnos su nada como lo hace el sol, la religión o la luna?
Sus ojos brillan, siguen brillando todavía.
Respiración, exhalación.
Sus ojos ya no brillan más, han dejado de brillar.
¿Eso fue todo? ¿Eso es todo? ¿Eso ha sido todo?
La chispa extinta ante mí.
Las naves zarpan de los muelles, presurosas, hacia ninguna parte.
Un colibrí sobrevuela el tierno y pesado cuerpo,
hace poesía sin saberlo, sin importarle nada en absoluto,
a contraluz del cielo, con el cuerpo ligero y flotante.
Las rosas miran, respetuosas y a distancia, semejante espectáculo.
Se despide la aurora boreal de nosotros. Nos besa, helada y absurda.
Y nosotros, desde el otro extremo,
aguardamos en silencio, mudos y tontos, sin poder contestarle.
Se iza un pañuelo blanco en la tarde. Se sumerge el yo de nuevo dentro de sí mismo.
No hubo mejillas saladas. Tampoco sollozos.
Sólo honda reflexión, maldita voz, y un leve temblor de manos.
Manos frágiles e impotentes, igual que el razonamiento.
La sangre, el niño, el agua: todo se escurre, se evapora, se escapa.
Trémulos espejismos de aquello que nunca estuvo en realidad.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Claro (Analepsia CMXC)


Claro.
Se ha despejado el panorama.
Sólo queda el azul, el índigo, el violeta y varios tipos de blanco.
Ahora es que veo realmente.
- ¿Es posible ahora describir el viento?
- Sí, ahora sí.
Claro. No es sólo claro: es sobre todo claridad. Claridad ilimitada.
Alcances de la visión que sólo pueden ser asequibles después de la ceguera.
- ¿Y qué es lo que queda después?
- Luz matinal. Copos de nieve, rocío. Nueva piel y nueva tierra.
- Formas, texturas, brillos, sombras, colores, contrastes, simetrías danzantes.
Es necesario sentarse aquí, justo en este lugar, para apreciar de lleno la belleza del mundo y sus criaturas, sobre todo la singular belleza del cuerpo humano, sin estorbos.
- ¿Es necesariamente cierto esto?
- Sí. Al menos para mí lo es.
Un soplo refrescante recorre el camino que ha dejado atrás la llama incandescente.
- Hace frío… ¿y qué?
No es un frío helado: es un frío que templa, que restablece, que disipa la fiebre.
Se ha despejado el panorama… por ahora.
El humo regresa. Anuncia el fuego. Es posible oír el crujir de las ramas y de la hojarasca, la terrible música del incendio en el bosque.
-Es inminente la tempestad. Se nubla todo.
- Sí. Está por alcanzarnos una vez más, ¿no es así?
- Sí, pero no importa ahora. Mira…
Esperar un momento, inconmovible, dentro del claro: eso justifica todo.
¡Cuán delicioso es divisar el brotar de la aurora!
-Es el canto de cinco pájaros distintos, ¿no? Escúchalos bien.
-No lo sé. Me parece que son más. Muchos más.
Ya viene la vorágine. Las vorágines, la hidra de cien cabezas.
¿Cómo es que lo sé?
No puedo saberlo ahora. Ahora no estoy aquí.
Estoy por ahí, y por allí, y quizás por allá también.
Pero ya viene… y entonces tendré que regresar.
-¿Ya viste qué inocente es todo esto en realidad?
-Sí. Increíble. No puedo ni siquiera hablar. No quiero hacerlo. [Pequeña lágrima corre cuesta abajo]
- Yo siempre lo supe. Pero ahora lo veo. [Esbozo de ligera sonrisa]
- Sí.
- Así es.
Azul.
Índigo.
Violeta.
Blanco… blanco… blanco…

sábado, 14 de noviembre de 2009

Esbozos intelectuales para un prudente arrojo a la hoguera (Analepsia CMLXXXVI)


They say the Devil's water, it ain't so sweet.
You don't have to drink right now.
But you can dip your feet
every once in a little while.

The Killers, When you were young


Febriles y convulsos son los caminos que parecen conducir al alba. Sorpresivamente, una mañana olor a satín aperlado se me ha posado como mariposa de maple en el acuífero reflejo mientras dormía, haciendo nacer todo de nuevo en el centro de nuestros ayeres adelantados, merodeando el exacto nadir de los pechos perfectos del mundo, fieros volcanes opacos y ojos de lagunas claras. Una brisa suave de inconmensurables jardines disfrazada de memoria sigue depositándose sobre las amplias planicies de la propia piel, humedeciendo sutilmente mis viñas secretas con su rocío, procreadoras del vino de los más privados momentos y de los más añejos pensamientos.

Es así como nuestro cuerpo se encuentra siempre fluctuante entre el deleite y el padecimiento, debatiéndose heroicamente como una llama de vela entre agónicos titilares, tenue metáfora orgánica de lo inestable, del buque todavía encallado en el puerto, de lo adhesivo de lo vivo sobre las fantasmagorías de sí mismo: es la carne magra que se fija al hueso y que lo reviste elegantemente con magistral atuendo mientras la forma de las nubes continúa mutando despacio, presentándolo en sociedad con la mejor de sus corruptibles galas. La belleza sensorial suele ser sólo una estampa que gradualmente pierde su nitidez, una fotografía que se desvanece con el transcurrir de los lustros. Entre las ruedas del carro, la atropella la historia. Sólo quedan, como remanentes benditos de solidez, algunos apuntes imaginarios de una llovizna de anhelos y de una luz blanca que siempre estuvo por venir y que nunca llegó pronto. Promesas de luz pura que han de descomponerse finalmente en múltiples espectros fotocromáticos, como la carne descompuesta misma después se esparce y se reintegra a Nuestra Madre, con singular discreción taciturna. En algún sentido, las arcas sagradas de lo humano se han ido llenado por completo de todas nuestras plegarias y de todos nuestros rezos desde tiempos inmemoriales, y han terminado por estallar; las flores perfumadas del tiempo ahora se arremolinan en torno de un solo punto, desprendiendo amorosamente sus pétalos como voluntades impersonales que surcan navegantes el gélido océano del viento eterno. Esos preciosos pétalos llamados arte.

Nada queda claro sin un poco de obscuridad, oxímoron bastardo de los buenos tiempos. A veces uno espera demasiado de las cosas, y se paga el precio con extensos firmamentos nocturnos y sublimes sinfonías inacabables que nos pasan por encima. A veces uno espera demasiado de los seres, y se recogen frutos desbordantes de miel y de hiel al pie del árbol de lo azaroso, semillas estériles envueltas de sensualidad apremiante a la orilla de los tumultuosos huertos y de las voluptuosas campiñas. Todo nos acontece de improviso, todo marcha y se acomoda de manera trágicamente magistral sin siquiera desearlo, sin siquiera adivinarlo. Los respetables arcanos, ancianos profetas de las eras y de los eones, no han podido prever siquiera en ninguno de sus copiosos pergaminos que éstas, mis letras, iban a ser fijadas en este espacio particular durante este único día, adornando mi carácter como una guirnalda vergonzosa para las posteridades curiosas. Teneos confianza: dejad pues que escriba sola la mano, ya que si ha sido adiestrada previamente con amor y con desvelo, no saldrá de ella más que caligrafía apremiante. En el virgen papel esperan todos los trazos posibles y se transparentan todos los sellos aún no marcados. El destino no es más que un instinto infinito que se actualiza día con día en lo fluctuante de la caducidad.

Quizás sea conveniente a menudo morder la apetitosa manzana sin miedo al exilio, apuntalar al judío sobre la cruz sin remordimiento alguno, derribar los ladrillos del muro sin previa amenaza a la conciencia, reina de nuestros vastos territorios ineludibles. El hierro de la espada se templa en el fuego: el rehén también se enriquece en la tortura; el esclavo en la humillación y en el descontento. Al final, lo que queda, es sólo aquello que nunca estuvo en realidad con nosotros. Quien pueda ver que vea, con la mirada sostenida sobre la mía: aquí, ahora, y a través de los tiempos. Carpe diem quam minimum credula postero. Ningún dictum tan malentendido como éste: lamentable ironía del presente vivido.

viernes, 6 de noviembre de 2009

El lector (Analepsia CMLXVIII)


“Varios son los caminos del hombre. Quien los sigue y compara verá surgir figuras maravillosas; figuras que parecen pertenecer a aquella gran escritura cifrada que se ve por doquier, en las alas, en la cáscara de los huevos, en las nubes, en los cristales y en las formaciones rocosas, en el agua helada, en el interior y exterior de las montañas (…) y en las extrañas coyunturas del azar. En todo ello se adivina la clave de esta prodigiosa escritura, su gramática.”

Novalis, Die Lehrlinge zu Sais


Ya era tarde. “Llovía a cántaros”, como se dice. Desde la ventana del pequeño restaurante, se podían leer con facilidad los bordes desgastados de las aceras y las pronunciadas tapas de las alcantarillas que sobresalían peligrosamente del suelo. El vapor aromático del café con leche hirviendo que subía desde su taza le empañaba los anteojos, dándole un aspecto de misterioso idiota sentado en la última mesa, hasta el fondo del local, esperando la cuenta.

Era evidente para E. que la gente que trabajaba allí y que manejaba ese lugar (que no pueden haber sido más de cinco o seis personas en total) pertenecía toda a una cierta época en particular, época en la que quizás fue fundado aquel restaurante por todos ellos, todavía entrados en la juventud y en plenitud de sus fuerzas, quedándose así estancado en el tiempo sin ningún afán visible de remodelación, como atrapado detrás de una vitrina de museo: tal característica otorgaba al inmueble una sacralidad extraña, un interesante viraje en la perspectiva del espacio que a E. agradaba tanto, la razón principal de su nada forzada asiduidad al recinto. La forma de los servilleteros y de las azucareras; la disposición de las sillas y las mesas en simétricos grupos de cuatro; el contorno en forma de “U” de la barra central; el hule resbaladizo y de color chillón de los gabinetes; el tocadiscos con Roy Orbison como banda sonora regular; el color pastel de las paredes que combinaba indudablemente con el uniforme pomposo y acartonado de las meseras; el moño, la bata, el bigote delgado y la brillantina en el cabello de los meseros con modales ya casi olvidados por todos nosotros: todo parte de una mecánica perfecta, de un ensamblaje impecable, piezas todas de un reloj que seguía marchando al ritmo de horas ya transitadas.

Finalmente, un mesero se le acercó: - Son veintinueve – le dijo amablemente.

E. Sacó rápidamente un billete demasiado arrugado de la bolsa de su pantalón, y otro perfectamente planchado de su cartera, cosa que pareció sorprender al mesero al recibir el pago, haciéndole más bien gracia que intrigando o dándole demasiada importancia al pintoresco detalle.

- No es casualidad lo de los billetes. Tal cosa no existe: todo tiene una causa. Lo que hago lo hago con el fin de mantener el orden universal – se excusó. – Todo se mueve por contrarios, por balance de fuerzas en oposición, ¿sabía usted eso? Usted, yo, todo…

-Sí, ya nos los había dicho señor E.

- Pues recuérdelo bien. Siempre hay que tratar de seguir ese patrón intrínseco en nuestras acciones. El claroscuro nos gobierna, recuerde bien esto también. Hay que poner siempre una libra exacta de nosotros en cada lado de la balanza cósmica. “One pound of flesh: no more, no less” ¿Recuerda al mercader? Pues así es. Nunca lo olvide. Quédese con el cambio.

- Sí, sí… lo recordaré. Gracias. Vuelva pronto – balbuceó el mesero con un ligero desinterés y sin voltear a ver a E., incluso reflejando un cierto desplante burlón y de lástima disimulada, agarrando los billetes con velocidad y colocándolos en una pequeña bandeja que sostenía con la otra mano, como se acostumbraba hacer en aquel lugar desde hace más de cincuenta años, sin cambio alguno.

La campanilla de la puerta del restaurante sonó. El paraguas de E. se abrió bruscamente impulsado por él mismo, apresurándose a cruzar la calle, misma que ya comenzaba a inundarse un poco en los bordes y a arremolinarse el agua en las esquinas hundidas de los edificios deteriorados. E. volteó a ver su reloj. Se hacía tarde. Ella pronto llegaría a casa, arribaría en cualquier minuto. Debía de apresurar el paso si es que deseaba alcanzarla.

La vio de lejos: primero la casa y después a ella. Sus pasos con ecos de tacón alto llegaban hasta los oídos de E. sin obstáculos, sin ningún esfuerzo de por medio. Finalmente, las llaves entraron en la cerradura de la puerta principal, un portón grande y blanco con elegantes retoques dorados en las bisagras y en los remates. Una mano femenina, huesuda y algo pálida, las hizo girar. En ese preciso momento, E. la interceptó con una leve palmadita en el hombro.

-Disculpe, señorita…

- ¿Sí?

- Usted no me conoce. Permítame presentarme: mi nombre es E. Quiero informarle sobre algunas cosas de capital importancia para su vida familiar, es decir, sentimental. Créame, es muy importante que me escuche. No tomará demasiado.

- ¿A qué se refiere? Exprésese más claro ¿Es usted investigador, policía…? – preguntó la mujer en tono de naciente preocupación.

- No, no soy detective, ni policía mucho menos. Sólo vengo a informarle sobre algunas cosas que usted no sabe en relación con sus allegados, mismas que ignora respecto de su vida privada, pero que en definitiva le gustaría saber.

- ¿Que no sé? ¿Acerca de mi familia, de mi vida?

- No, usted no sabe, pero yo sí. Para eso he venido.

- ¿Cómo? ¿Qué es lo que no sé? ¡Hable! – apresuró la dama, ya un poco exaltada y con evidente semblante nervioso.

- Verá: hace tres días, aunque usted no lo notó, viajábamos juntos en el autobús. Usted estaba sostenida del mismo tubo del que yo venía agarrado, y por ende se encontraba a lado de mi costado izquierdo. Hay decenas, cientos, miles y miles de vibraciones y de energías encontradas en esta ciudad, pero hay auras más en conflicto y desgarramiento que otras. “Todo vibra” reza uno de los principios más áureos del maestro Hermes Trismegisto, y cada corpúsculo vibra a diferentes frecuencias, pero unas son más parecidas entre ellas, unas más incompatibles y otras incluso agresivamente repelentes. Su energía destellaba sobre mí un poderoso influjo negativo pero atrayente al mismo tiempo, y no pude evitar salir de balance por unos segundos. Es por eso que decidí ayudarla y no perderle el rastro ese día: porque aprecié su alma, y porque sé que es muy posible que usted comprenda y escuche de verdad todo lo que voy a decirle. Hay personas que no pueden hacer ni siquiera esto.

- ¿Me siguió usted? ¿Hasta mi casa?

- Es correcto. Sin embargo, mi atrevimiento es justificado por mi intención, que es pura como el azogue: pongo al Arquitecto de por medio.

- ¿El qué? ¿Quién?

- Es una expresión que no tiene importancia explicar. Lo que importa verdaderamente es que he leído en usted algunos de sus problemas muy claramente, y he venido con el propósito de darles pronta solución.

-¿Ha venido usted por dinero? ¿Es por eso que ha venido hasta aquí, verdad?

- No, no… de ninguna manera. Ha sonado casi como un insulto tal aseveración para mí. Mis motivos son mucho más limpios, más elevados: trascienden el plano de la materialidad grosera y se concentran en el plano de las voluntades angélicas que nos circunvalan. El verdadero trasfondo de mi acción se encuentra regido por la Tercera Esfera. Es todo lo que diré.

- ¿De qué me está usted hablando?

- Ya sabía yo que no podría comprenderme del todo. Pero no es necesario que lo haga. Confórmese sólo con saber que actúo con natural sinceridad y desinteresadamente, que no espero nada de usted ni de su familia.

- Nadie actúa desinteresadamente, eso es falso.

- Eso depende de lo que usted considere como interés. Hay varios tipos de motivaciones, y si puede considerarse aceptar como motivación el seguir la causa necesaria de las cosas impuestas, el curso fatídico y grandioso de la gran hoz de Saturno, entonces sí: soy un interesado. Pero si se trata de cuestiones humanas y viles como la avaricia, la lujuria o la soberbia, aquellas que están regidas por los más pantanoso y obscuro de nuestra propia psique sumergida dentro de las esferas más bajas del Tártaro, resulta que de ninguna manera soy un interesado. Todo lo contrario: no encontrará en mis acciones interés alguno ¿Eso debe de resultarle sorprendente a personas como usted, verdad?

- ¿Cómo yo?

- Sí, a gente que no está acostumbrada a practicar el bien por sí mismo. Me refiero al bien con b minúscula claro está; pues el Bien con B mayúscula… no, de ése no es posible ni siquiera mencionarse sin mancharlo un poco y degradarlo en el discurso, aún poseyendo la intención más pulcra y sincera que un ser infra-celeste pueda generar. Pero el Arquitecto sabe de mis intenciones: Él puede leer muy bien mi corazón, y el suyo también, ambos tan claro como el mismísimo Libro de los Días.

- ¿A qué viene todo esto? ¿Cuál es el punto? ¿Me va a decir qué es lo que pasa de malo con mi familia, o no?...

El tono de voz de la mujer se intensificó, expresando una mezcla de angustia e irritamiento que E. pudo leer de inmediato, incluida e inseparable de su expresión corporal. Podía notar como el dedo cordial le temblaba ligeramente, muestra ineludible de la propensión a la mujer a las arritmias cardiacas. También se percató de las arrugas que ondulaban por encima de sus cejas, y del seño fruncido que permanecía tenso aún durante los altibajos naturales de la respiración. Sus labios resecos en el centro denotaban el hábito del tabaquismo, válvula de escape de un temperamento ansioso, inseguro y contradictorio, consecuencia directa de haber nacido bajo el signo de Géminis, regido a su vez por la casa de Acuario, mezcla casi siempre fatídica y agorera. Sus ropas no estaban bien planchadas en los bordes, santo y seña de un carácter descuidado por causas externas que desviaba su atención muy a menudo, disperso podría decirse. Todo esto y más había leído en ella ya desde el autobús, pero tales signos se incrementaron descaradamente en ese momento.

- Sí: le voy a decir qué hay con su familia, con su esposo, pero sobre todo, con usted misma.

- ¿Mi esposo, dice?

- Sí.

- Continúe – esbozó tratando de moderarse y de contener sus emociones, interesadamente.

- Comienzo entonces: usted sabe bien, desde hace bastante tiempo, que su esposo la engaña con otras mujeres, en particular con una chica…

- ¡Pero cómo se atreve usted! ¡Ni siquiera nos conoce! – rugió con vigor y descontento.

- Permítame continuar…

- ¿Es usted un espía, un acosador, o qué demonios…?

- Por favor, le suplico que me deje continuar.

La mujer calló momentáneamente, muy a su pesar, mordiéndose los labios.

- Sigo: estas cuestiones y enredos emocionales le han provocado a usted una serie de disgustos y de altibajos anímicos que se han reflejado en todo lo que usted es, en todo lo que usted representa. No soy frenólogo ni mucho menos, pero algo sé de fisionomía, aunque lo mío proviene más bien de la intuitio original, como un fino y sutil rayo de luz que emerge reflejado desde el prisma cristalino del Atributo Sapientia y que desciende hasta el centro de mi cráneo. Tampoco puedo decir que puedo distinguir entre un “antes” y un “después” de esos problemas en su persona porque, como ya le adelanté, no la conozco sino desde hace dos días; no obstante, hay generalidades de rasgos faciales que se van deteriorando de manera específica según el caso, y que si uno tiene buenos ojos, y me refiero a los tres ojos que poseemos, es posible reconstruir el cómo es que ha acontecido este deterioro progresivo, siendo posible también llegar al punto de reconstruir el rostro que el individuo tenía hace cinco, diez o veinte años atrás, el de su niñez temprana incluso. Lo mismo se puede hacer hacia el futuro. Entonces, su esposo sostiene relaciones con otras mujeres, usted lo sabe bien y sufre por eso. Usted ya ha pensado en dejarlo definitivamente, pero no lo ha hecho. No voy a ponerme a discutir minucias sobre esa relación tortuosa que usted sostiene con su esposo, porque además de que las desconozco en detalles siendo yo un completo extraño en su vida, no vale la pena detenerse en ellas, por ser contingentes y faltas de valor en sí mismas. Lo que me importa verdaderamente es la raíz del problema. Es allí donde puedo ayudarla.

E. tomó aire, pasó saliva, y continuó desarrollando su explicación. La mirada de la mujer temblaba e irradiaba afectación. Sus miembros estaban tensos, como cuerdas musicales a punto de reventar.

- Usted no lo ha abandonado no porque no se atreva a sufrir carencias materiales, pues según veo, es usted una mujer independiente, trabajadora y librepensadora: puedo ver sus zapatos caros de oficina y su libro de Molière que asoma de su solapa. Tampoco por la integridad y el desarrollo emocional de sus hijos: el divorcio le ha pasado infinidad de veces por la cabeza como una muy plausible solución. La razón principal por la que no lo ha dejado aún es por el temor a la soledad y la oquedad anímica que el abandono implica, es decir, de dejar de tener un respaldo físico y emocional que usted necesita en los momentos críticos y circunstanciales, una garantía quizás para los tiempos difíciles de la vejez que la atormentan como ninguna otra cosa consigue hacerlo. Pero usted también lo odia; odia su estupidez y su falta de pudor, de vergüenza: él ha herido su orgullo de mujer bella y astuta, despreciadora y manipuladora de muchos otros pretendientes a lo largo de su vida que aún sigue en curso. Es una sombra de humillación permanente que a usted la cubre, y de la que necesita librarse pronto si no quiere sofocarse.

- ¿Cómo sabe usted? ¿Quién…? ¿C-c-cómo…? – balbuceaba desconcertada, apenas pudiendo articular sus pensamientos, difuminados en el huracán interno que se iba desatado cada vez con mayor prominencia.

- Puedo leer en su rostro su vertiginoso ánimo haciéndole estragos por dentro en estos momentos, pero créame que no es mi intención herirla con mis aseveraciones, sino todo lo contrario. Resístalas como un mal necesario antes de la curación posterior. Se lo prometo: seré más breve aún en mis señalamientos. Ya que…

Un camión de carga pasó por la avenida en ese momento de manera estruendosa, por lo que la mujer no pudo escuchar bien las palabras siguientes de E. durante diez o quince segundos. El vehículo se alejó con prontitud, dejando una molesta estela de smog blanquecino, y fue así como ella pudo regresar a escucharlo con detenimiento.

- … pues tiene que comprender es que una persona regular tiene dos opciones en estos casos: dejar al ser amado en orden de olvidarlo por completo y empezar una nueva vida lejos de él; o insensibilizarse represivamente y continuar con la rutina diaria de la hipocresía normal y necesaria para la subsistencia de la estabilidad familiar. El suicidio no representa una opción para usted, teniendo hijos que criar y que alimentar; además usted no quiere morir tan pronto, pues es amante de los deleites sensuales en todos los sentidos, del goce de la carne, incluidos algunos deslices sexuales que ha ocultado celosamente con éxito a los demás. Pero usted tampoco es capaz de perdonarlo: sólo pocas personas pueden perdonar a alguien por completo sin guardar ningún tipo de remordimiento: son escasísimos aquellos puros de espíritu, protegidos del Arquitecto, aquellos que entienden verdaderamente y sin esfuerzo que todo está interconectado con todo, que viven y sienten de manera profunda el dictum “tú eres Eso”. Como acabo de decir, usted no es así, no responde a ninguno de estos arquetipos regulares o especiales, pues se encuentra en medio de ellos: es una colérica con tendencias melancólicas, mezcla de humores bastante peligrosa y deteriorante de por sí. Por esta razón, posee usted un instinto innato que la corroe y que corroe a otros al mismo tiempo por naturaleza, y que por lo general ha aquejado sobre todo a muchos ejemplares del sexo femenino, no sabe usted cuántos. Lo que intento decir es que personas como usted, cuando se les hiere demasiado hondo en cuestiones conyugales, podrían llegar a matar a su amante-verdugo sin pensarlo siquiera en momentos extremos de desbalance; pero por lo general, estando enmarcadas dentro de cierto tipo de educación y de normas sociales y jurídicas, no lo hacen por miedo a la coacción. Por el contrario, lo que sí hacen es tratar de "matarlo en vida", o por lo menos de envenenarlo lentamente, confundiéndolo y degradándolo hasta dejarlo exánime por medio del manejo de su propia culpabilidad y de la trama de acciones mañosas y ambivalentes, todo esto hasta que usted pueda sentir finalmente que ha cumplido con su castigo, es decir, expiado la pena y el tormento que siente que le había causado: pisotear y vapulear su orgullo tal y como él ha hecho con el suyo. Esto es, entonces y ante todo, una cuestión de orgullo, de aparente dignidad humana. Digo aparente, porque la verdadera dignidad es algo mucho más elevado que esto. Sin embargo, esta cuestión no resulta tan sencilla ni llega sólo hasta aquí: todo esto está entramado con otra cuestión que destella en sus ojos como fulgor ígneo, y que abrasa los propios míos. Brilla en sus ojos una sed de venganza persistente que va más allá de la justa expiación, pues su fuego no sabe detenerse en donde es debido. Es lo que se suele llama maldad pura en baja escala, o simplemente un estado histérico de la conciencia que degrada en iracunda incontinencia. Arden en usted un odio y un desprecio suficientes por su cónyuge-verdugo que son capaces de hacerle pasar aún mayores dolores y remordimientos que los que él le infringiera asumiendo su papel. Para personas como usted, la máxima “ojo por ojo, diente por diente” nunca es suficiente: siempre buscan llevarse una oreja consigo, o una nariz, un órgano vital de preferencia, por decirlo de algún modo. Es ovbio entonces que alguien sólo puede llegar a ese tipo de odio y desprecio precisamente porque ama al causante de su dolor. Lo ama de algún modo, quizás no demasiado, o quizás sí. Pero sea como sea, lo ama. Lo ama, pues de otra forma no sería tan relevante para usted el desear desquitar su ira con él, purgar su dolor y transmutarlo en dolor ajeno, como en un proceso alquímico malogrado, ya que ese tipo de dolor sólo puede transmutar en más dolor aún, para ambos. Pero también representa mayor placer durante en el infringimiento dosificado y constante del dolor ajeno, de la expiación excesiva de culpa por medio de su injusta mano justiciera. Sólo se pueden odiar verdaderamente a los que se aman, y quizás sólo también a aquellos que arrebatan lo más amado que uno tiene de un sólo golpe. También es obvio que usted ama y odia a su esposo al mismo tiempo, casi en igual magnitud. Pero en el fondo se odia a usted misma, más que a nadie en el mundo. Se odia de esa manera porque es usted a la persona que más ama también: más que a sus hijos, más que a su esposo. Se ama a sí misma con locura y desenfreno: su egoísmo es magnánimo; como ya le había dicho, es principalmente cuestión de orgullo. Esta embarazosa situación la tiene envenenada, fuera de sus cabales, como nunca en su vida había estado. No obstante, también puedo leer que su alma es fuerte, resistente, templada por dolores pasados, impresos en su aura como placa radiográfica. En el fondo, es usted una criatura de luz. Es buena madre, buena amiga y compañera, incluso buena esposa. En algún sentido admiro su temple, su muy escondido brillo interior. Me plazco en sus virtudes más que despreciar sus imperfecciones.

Ella soltó los brazos de repente, y los dejo caer a los lados poco a poco. La última luz de la tarde proyectada en el rostro femenino acrecentaba su belleza de manera inusitada, resaltando la gravedad de sus estilizadas facciones y elevando la peculiaridad de su carácter a nuevos territorios nunca antes retratados en su fisonomía, tiñéndolas de un rojo anaranjado encendido, casi bermellón, un digno espectáculo de trágica nobleza, de marcial nostalgia. Todavía algunas gotas residuales de lluvia retumbaban en el techo de la casa. E. se sintió conmovido por semejante estampa durante unos segundos, pero no pudo menos que proseguir con su discurso:

- Lo que le quiero decir en última instancia con todo esto, es que mi descripción de lo poco que he leído en usted desde el principio me llevó directamente a querer resolver sus conflictos de manera ineludible, intento de resolución que es prácticamente imposible para cualquier ser humano, no resultando al fin más que una simple sugerencia, una especie de intento de orientación acorde a su temperamento, su situación vital y sus acciones pasadas que determinaron su presente de manera necesaria, como la tablilla de cera del divino Platón: lo que he leído es sólo la punta del iceberg, el crucifijo erguido que adorna el cenit de la capilla. Usted misma debe de encontrar una posible respuesta a su conflicto de manera gradual, después de haberse conocido lo suficiente en lo que concierne a este caso en particular, mismo que entronca decisivamente con todos sus demás problemas. Yo soy su espejo ahora, yo fui su espejo hoy. ¿Qué ha visto usted en el espejo? Eso sólo puede saberlo usted. Al final, sólo uno puede leerse a uno mismo. Todo mundo necesita una mirada que no salga desde él mismo, que le ayude a encontrar su verdadero camino ¿Es lo que intentan hacer torpemente los psicoanalistas de estos tiempos, no es así? Sólo que olvidan que todos somos parte del todo, y que hay que rendir tributo silencioso a tan sagrada realidad en cada análisis, en cada lectura. Es una norma divina que sostiene y rige sobre todo lo humano: “lo que está arriba es como lo que está abajo”, recuérdelo bien ¿Sabía usted que los antiguos buscaban en las estrellas y en las tripas de los borregos la respuesta a sus inquietudes cotidianas y problemas personales, tal y como pretenden hacerlo ahora los charlatanes e impostores que pululan hoy por todas partes, en la televisión, el radio y los periódicos? Así nacieron esas divinas artes, y no en la adoración de viejos dioses o del Universo mismo, como se piensa regularmente. La única diferencia entre nuestros charlatanes contemporáneos y los antiguos y venerables lectores era precisamente ésa: la capacidad innata de unos cuantos para poder leer de manera verdadera y desinteresada el alma de la personas y del Mundo mismo… sólo unos cuantos… como yo. No lea en esta expresión mía arrogancia, sino sinceridad plena. Usted misma puede notarlo. Léame también, si es que puede hacerlo en algún grado.

El noble y estoico semblante de la mujer que había logrado imponerse minutos atrás había ido desapareciendo gradualmente a lo largo de esto último dicho por E., como encogiéndose poco a poco en sí mismo, replegándose hacia su núcleo. Ella lo miraba ahora con una expresión en extremo confundida, de un desconcierto y desolación abismales. No sabía que decirle, ni siquiera sabía ya quién era en ese momento, todo le parecía una fantasmagoría, un cruel y vago sueño, falto de solidez y de fundamento. De pronto, sin previo aviso, se dejó caer de rodillas sobre la alfombra de recibimiento, y empezó a llorar amargamente sobre el regazo de E. como nunca lo había hecho en su vida, durante casi doce minutos sin interrupción. Días después, pasada la tempestad, pudo percatarse al recordar que durante aquel momento sintió un alivio indescriptible, algo semejante a como si hubieran quitado una pesada losa de su pecho y un apretado casco de sus sienes. Durante su llanto fluyente, algo le recordó vívidamente aquellas míticas noches en las que se hospedaba con su abuela cuando ella aún era una niña: del aroma a pastel de fresa recién horneado de la casa, las cortinas color marrón y la calidez que desprendía todo eso; esas noches en la que la abuela le solía contar cuentos de sabiduría popular, de brujas, de animales y de héroes, por lo que muy a menudo terminaba llorando en su regazo debido a la maldad de los personajes antagónicos o al trágico destino de los benévolos protagonistas, quizás simple pretexto para canalizar el malestar producido por ciertos regaños pasados de su madre y de su padre que se habían logrado alojar y sedimentar poco a poco en su todavía puro y tierno corazón.

- Tengo que irme. Va a estar mejor ahora. Que el Cielo la proteja – dijo E. en voz baja.

- La… la… la puerta… gracias por… no sé si… sniff… no sé... – balbuceó la mujer sin demasiado coherencia, pero con una dulcísima voz que nunca se había escuchado pronunciar ella misma. Dudó incluso que se tratara de sí.
*
Había dejado de llover, pero en cambió comenzó a hacer mucho viento. E. siguió caminando a través de la acera. Por la inclinación de las hojas de los árboles y el progresivo apresuramiento de la gente al caminar, pudo adivinar que la temperatura bajaría todavía unos diez grados más. El semáforo dio luz verde. La figura de E. se fue perdiendo poco a poco entre las demás figuras desdibujadas y desparpajadas que se arremolinaban en la esquina de las dos grandes avenidas, la mayoría con prisa endemoniada. Un vocero, desde el otro lado de la acera, pudo notar asombrado y casi por accidente que E. sonreía levemente al pasar por el cruce de peatones justo enfrente de su quiosco, contrastándose con todas las caras llenas de desánimo, de hartazgo e incluso de clara indignación que le rodeaban por doquier. Seguramente habría vuelto a leer algo importante entre toda esa gente.

jueves, 1 de octubre de 2009

[Would you] find yourself afraid to see? (Analepsia CMXXXIII)



A veces las señoras que venden frutas y verduras en los mercados ni se molestan en ser señoras. A veces sólo suelen ser masas entrópicas bien portadas, con patrones de conducta perfectamente bien definidos que sin embargo escapan de sus márgenes de vez en vez, echando a perder así trescientas teorías sociológicas y otros tantos libritos de variedades, de esos que leen para entretenerse los fisiólogos y los antropólogos más cultos. A veces esas señoras fruteras y verduleras, como los niños que salen despeinados de la escuela primaria con ganas de comprar dulces y estampitas, los jóvenes amantes besándose en las bancas de los parques, los obesos y calvos señores desesperados por la lenta marcha del transporte colectivo, o las ancianas de noventa años que bailan jazz y fox-trot a la entrada principal de una tienda de discos y revistas; todos ellos a veces sólo son llamativos recordatorios de que algo no anda bien de acuerdo con lo que normalmente consideramos como “correcto” o como “bueno” (es decir, eso que nos han enseñado que está bien, y que así debe de estar aquí por el resto de nuestra estancia): símbolos labrados como gráficas advertencias sobre la legendaria puerta de madera que resguarda los misterios del fin de los tiempos y del comienzo explosivo de todo lo que existe. Y no es que uno piense o crea que esas cosas “insignificantes” tienen que estar bien todo el tiempo, en todo momento: sólo llama la atención propia resultante del hábito y la costumbre, sorprende sorprenderse sobre lo que no nos suele sorprender. Reflexiones de puberto adolescente que ocasionalmente vuelven, periódicamente en todas las etapas de nuestra existencia contaminadamente enriquecidas, cada vez más sólidas y más hediondas, de la misma manera como las marejadas regresan recurrentemente la espuma marina a la orilla de la playa, con nuevas conchas y caracoles marinos qué admirar y qué coleccionar para los anales de la memoria presente, pero al mismo tiempo llenas de algas babosas y enredadas de suciedades que uno más bien quisiera desechar muy lejos de uno mismo.


De pronto olvidamos (quizás a propósito, de manera subconsciente según San Freud) que el sexo y la violencia, los más antiguos primos gemelos de todos los que existen, circundan vigilantes las lindes del teatro humano, como casi ninguna otra cosa lo hace sobre la faz de la tierra. A menudo olvidamos que son ellos (ayudados por sus incondicionales subordinados: las drogas legales y el mass media) el combustible de todos los motores, la fogata que mantiene viva todas la piras, que brinda la luz y el calor a todos los hogares, en los elegantes y exclusivos penthouses de los acaudalados como en las míseras e infrahumanas vecindades de los desposeídos. Entre las palpitantes y a su vez lejanas carnes del peatón común, una risa se acelera y un llanto se atora en el semáforo, una cosquilla regalada con el accidental roce de brazos se arroja a nuestros nervios de manera casi imperceptible en el aparador de enfrente, trozos múltiples de imperfección subliman aquellos momentos en los que la imaginación escapa y galopa, a miríadas de kilómetros del cuerpo que en ese momento transita por inercia sobre el pavimento, como en esas historias de enormes robots japoneses que controlan pilotos de baja estatura, no obstante poseedores de un espíritu inconmovible y valeroso. De pronto se impacta contra nosotros, navegantes pasivos de las naos del olvido continuo, un coctel de santiguaciones y de ofertas estruendosas en cada iglesia y en cada tianguis: ropas fluorescentes y voces chillonas y distorsionadas; rezos hipócritamente desesperados en su genuina calma; altavoces con música de moda del otro lado de la calle y de este lado también; un sombrero que vende semillas tostadas, placer de los hijos, los padres y los abuelos. Es la vida gritando como merolico en cada esquina, pisando su mismo vómito y arrojando confeti por encima de las cabezas de los santos y de los filósofos, decadentes figuras con ganas de mirar, por “el bien” de “todos los demás”, desde la “honorable” cornisa contemplativa de los tiempos y los lugares: esos abogados del ganado multicolor y médicos del jardín floral de los dolores y las descomposturas.


De pronto, un fuete se impacta con fuerza en nuestros frágiles rostros, sobre nuestras inocentes y suaves mejillas de teórico aséptico (“Limpie el área antes de aplicar el remedio”: es lo que se nos dice que está bien y lo que hacemos regularmente, la forma correcta de proceder entre nosotros y con uno mismo “¡Al diablo, digo a veces a los cuatro vientos! ¿Y qué tal que las cosas tienen que estar sucias para que sean cosas? ¿Qué tal que no hay que desinfectar nada, arreglar nada y corregir nada, tarea ociosa de la débil cofradía obsesivo-compulsivo que escribió las partituras más interpretadas y sonadas de nuestra cultura global?”). Uno se pregunta estas cosas de mocoso de once años al ser invadido por las publicaciones y los diarios en los quioscos, por la televisión y el radio en las tiendas y los restaurantes; al mirar los hombros desnudos desbordantes de coquetería que pululan por allí y las latas de metal tiradas en la acera que adornan la urbe, muy cerca de las lodosas alcantarillas. De pronto, sin previo aviso, se ven acercarse caderas tan anchas como avenidas, cinturas tan estrechas como callejuelas, todas ellas investidas de una singular vulgaridad y descaro insinuante que predica al menearse “cógeme, déjame y regresa a mí para siempre, a tu muerte en vida”; “mírame, sígueme, después piérdete entre mis potentes piernas y mis deliciosos pechos, sólo para desaparecer así entre la masa informe y la monotonía posterior al banquete de perdición que soy yo misma”; “hazme tu amante y madre de tus hijos, una y otra vez, conmigo y con otras, hasta que no queden restos de tus ropas ni de tus huesos”. Entonces uno se queda impávido, inmóvil, helado, incendiado de deseo y de repugnancia mezclados, queriendo acallar los designios que circulan por debajo de nuestras venas y que yerguen las paredes de nuestras glándulas hinchadas, aquellas paredes sobre las cuales las débiles cofradías de compositores de la cultura no ha podido escribir sus partituras, trazando en su lugar groseros esbozos y artificiales notas que van a contrapunto con lo vivo, en agreste y perturbadora cacofonía.


Sin embargo, no es posible hacer oídos sordos a aquella cacofonía, insoportablemente atractiva (mezcla de “lo artificial” y “lo natural”: nada más naturalmente artificial que esta arbitraria distinción), casi como se hace con aquella morbosa disposición enfermiza de ver un accidente de tránsito en su magnífico despliegue, mientras los pedazos de vidrio y los trozos de carne con sangre nos rebotan y nos bautizan de manera simultánea. Pieles tostadas por el sol y por la pobreza citadina, cabellos decolorados y tatuajes que reflejan el rostro ajado pero festivo de aquellas sagradas muletas que el asceta tiró, y volvió a levantar llenas de polvo y de historia para condenarlas por completo, fuera de sus pulcros y elevados territorios, no man’s land para el vulgo infeccioso que se reproduce por miles, todos los días del año, todos los años. La vulgaridad y el morbo también son nuestros hermanos, nuestros tiernos y familiares espejos, no olvidemos nunca esto, sabios decadentes, pastores de la humanidad: no dejemos a la imperfección sin pan, por caridad cristiana y por compasión budista. Aprendamos a ver lo inhumano como aquel rasgo de lo humano que más nos representa, incluso contra nuestra propia y férrea voluntad. “Si esto es así, ¿entonces el que está mal soy yo y no los demás? ¿Yo soy el incorrecto, la letra salida del margen del cuaderno?” Preguntitas tontas y baratas de puberto, de adolescente, de mocoso de once años. Todo regresa: no somos más que la espiral indefinida de la identidad fluctuante. Podrás metamorfosear, pero nunca ser otro que no seas tú mismo. Honda paradoja vital, absurda, es decir, plena de significado.


jueves, 27 de agosto de 2009

Another version of the truth (Analepsia CMII)


El efluvio continuo de las razas y las épocas.

Ríos caudalosos de inútil barro insuflado.
Juego gris que se torna incomprensible.
Traicionero beso en la mejilla sagrada de la vida.

Retoños de neón y de acero
brotando a partir de la infértil superficie.

Juego de cruel inocencia derramado sobre atardeceres de oro.

Néctar hirviente que gotea, monótono,
sobre la densidad de los días y las horas.

El último fruto del Árbol de la Sabiduría
se ha hecho sudor ya, se ha hecho piedra caliza
que escurre, resbala, se hunde y se ahoga
tras las desnudas vértebras de la razón dormida.

Esperando el instante preciso, precioso,
nos quedamos aspirando las cenizas de las manos vacías.

Sombra incontrastable que se cierne sobre el hombre.

De lejos, desde el aparador de concreto,
redimidos, afeitados y domesticados,
¿penetramos lentamente en los misterios de la carne?

Se disuelve la voz entre los bosques de varilla y vidrio,
manojo de pesados instantes,
trazado de líneas de fuga y de aromas perpetuos.

Los colores-luz penetran y estallan en mil pedazos sonoros.
¡Mirad, de qué manera se iluminan los campos de las cruces venideras!

Lúcida ceguera que abre las ventanas al olvido.

Siempre las mismas delicias, las mismas rutas de escape al tiempo.
Imperio comunista de intereses y de aspiraciones
que marcha al batiente tambor de no se qué invisible redoble.
Ecos que resuenan detrás de todo nudo móvil de deseos y de apetitos.
Opulencia y miseria: sólo dos caras de la misma esfinge.

Las manos levantadas en plegaria hacia el cielo,
y los pies enterrados en la arena helada de la continuidad.

Carabela autoconsciente entre dos mundos, varada.
Obelisco que se yergue, magno, sobre las lindes de la nada.

El eterno retorno de lo mismo.

Morning bell (Analepsia CMI)



Sigilosa y precavida,
se cuela la nostalgia al despertar:
herrumbres del cielo,
látigo de la mañana rubia,
oxidada en sus puntas
y abollada en el centro de su pecho.
Astillas tempranas que llueven sobre la brisa,
luces que se abren de par en par,
descuidadas, llenas de vaho,
de bostezo primigenio y solitario.
Así es como emerge la conciencia:
se levanta el párpado-telón
desde la jauría infinita de los arrecifes somnolientos,
esos guijarros, pedazos incoherentes de mundo,
que resultan no más que ambiguos palmos de narices,
restos de certezas varadas
a merced del más suave sobresalto.
Ensoñación interrumpida:
animaciones vanas sobre sólidos lienzos,
antiguos,
monolíticos,
abandonados al delicioso beso de la fortuna diaria.
Arenas que se pierden dentro de sí mismas,
en implosión presurosa,
amarradas al instante eterno
de la mirada vagabunda.
Una mirada pulcra, sedosa, amable,
dulce pozo de memorias
pintadas sobre su superficie.
Mirada a su vez lagañosa e hinchada,
semi-ciega y pesarosa,
doble herida por debajo de las cejas.
Quisiera la mar ser agua,
agua y sólo agua,
hojaldre verdiazul,
fuga de Agosto,
sintaxis de un viento descontrolado,
espera augusta sobre las mesetas durmientes.
Pero no.
No es así.
Siempre es de la otra manera.
Simplemente así es.
Simplemente así sucede, nunca como en el ensueño.
Entonces el ofidio se muerde la cola,
y la canción se repite en el templo,
en el templo vacío de lo corpóreo,
en ese cuerpo hueco que no ha dejado de cesar del todo.
Las llamaradas estallan en la espalda,
se mojan en los recuerdos del sello nocturno,
para entonces, una vez sembradas,
emerger libres, en escapada,
como una parvada de islotes coloreados.
En la nueva noche, estreno de luna,
el brillo en la pupila se apaga de nuevo,
presto para escalar una vez más las ramas lúbricas,
inmersión de nueva cuenta en el estanque ígneo
del tiempo disuelto y la materia desintegrada,
dentro de aquel territorio auspiciado por Morfeo.
Pero, por ahora, es de día.
Soy un ave ahora,
sentada sobre el borde de la cama,
escuchando el hermoso rugido de los gallos
y el rústico correr del refrescante arroyo.
Desplegada esa sensación de cien mil años,
la recámara se atora en mi garganta,
y la vida pugna por reincorporarse de nuevo,
como un retoño de habichuela abriéndose paso hacia el sol,
resquebrajando el ajado rostro de su madre, la tierra.
Nada duerme, nada cae realmente.
Ni siquiera el cuerpo vacío, mucho menos la noche.
Sólo simulacros de batallas moribundas
sobre el techo de satín del Rey Silencio.
De lo demás, de lo nocturno,
siempre quedan esqueletos pétreos,
ecos de una estación que está por apagarse.
Así se pasea el vaivén de las horas,
así cantan el adentro y el afuera.
Escondida, tímida, arrinconada,
la niña nostalgia acecha y se ríe,
dura y fría amante,
siempre llevando la delantera, cabalgando
sobre el gélido horizonte del amanecer sempiterno.
Siempre es hoy… siempre es hoy y de mañana.
¿Qué sabor es éste, nuevo y viejo en mi boca?

jueves, 20 de agosto de 2009

El mar (Analepsia CM)




“Una pulgada de sensatez, y después una milla de imprudencia”: tal era la leyenda impresa en el letrero pegado sobre la puerta de entrada, escrita sobre un papel amarillento y bastante roído de las puntas. Al penetrar cuidadosamente en el inmueble, los vellos de los brazos se les erizaron de inmediato, sin previo aviso. Todo en la casa olía a moho, a madera apolillada y ladrillo mojado. Por un ventanal semi-roto llegaban a filtrarse diminutos hilos de luz vespertinos, los cuales, junto con la serie de telarañas que pendían de dos de las esquinas de la sala principal, otorgaba al lugar un cierto halo de tétrico anticuario, de bello descuido e indiferencia por las cosas materiales, por aquellas pertenencias que suelen esclavizar a la mayoría de la gente. El tintineo de las gotas de lluvia sobre los tejados de las casas vecinas, el eco del ave desconocida que graznaba insistentemente sobre los cables de luz al exterior, el tambor persistente de los latidos propios del corazón: todo elemento colaboraba un poco en la composición de una extraña sinfonía, misma que iba acrecentando su intensidad en la medida en que uno ponía atención a todos los detalles en conjunto, sin dejar pasar uno solo.


- Este lugar parece abandonado - aventuró el inspector.

- ¡No me diga! - respondió sarcásticamente su joven asistente, quizás de manera un poco irrespetuosa, dados los rangos bien definidos de cada quién.

- Pero no podemos darnos por vencidos así como así. Tenemos que seguir buscándolo. Adelante.

Al ir avanzando hacia el interior del inmueble, más y más elementos iban revelando de manera gradual pero poderosa un cierto temperamento, una cierta personalidad, un cierto modo de ser. Réplicas de Hokusai, de Klee y de uno que otro Waterhouse brillaban opacamente sobre los muros tapizados con un corrugado de alcachofas y garigoleados marrón del siglo antepasado, reproduciendo un collage bastante sui generis en plena consonancia con lo ocre del ambiente, un mosaico de impresiones, de muebles y de decoraciones que daban la quizás engañosa impresión de ser reliquias fermentadas durante varios lustros dentro de las barricas de la observancia, el desvelo y el cultivo del espíritu. En efecto, no era aquella una casa cualquiera, y mucho menos debía de serlo su (o sus) habitante (s).

En la medida en que los hombres iban penetrando la desconocida jungla que se abría ante su vista a través de los largos y altos pasillos, no podían dejar de hilar ideas respecto del tipo de inquilino al que se enfrentarían tarde o temprano en alguna de esas inquietantes esquinas, o en algún entrepiso inesperado que habría de tomarlos necesariamente desprevenidos. Un manojo de nerviosismo los atrapó por unos instantes, pero lograron salir venturosos de éste, y de otros dos más de manera consecutiva.

Una pequeña puerta en el suelo parecería conducir hacia una especie de sótano ¿Habría que entrar? No. Mejor continuar inspeccionado los pisos superiores antes que éste ¿Miedo? Por supuesto que no: sólo el necesario seguimiento de un protocolo que se lleva al pie de la letra en todas las operaciones de este tipo. No había que olvidar tampoco que no se trataba de una simple orden de cateo: se trataba, ni más ni menos, de una orden de aprehensión. Había que tener presente que medio escuadrón confiaba en la capacidad policial de nuestros camaradas, altamente preparados para este tipo de acciones. La cocina, el baño, el patio: todas piezas de museo descuidadas, víctimas del desgaste natural que provocan agentes como la humedad, el polvo y la falta de actividad enfocada a la preservación del entorno. Sin embargo, ampliamente atrayentes y singularmente seductoras, como una buena prostituta madura, como un buen vino añejado en una cadena considerable de generaciones con eslabones de oro.


- Muy bien... si el hijo de puta no está en casa, entonces ¿en dónde podría estar? Podría estar en cualquier otro lugar.


- Sus conclusiones nunca dejarán de sorprenderme, teniente. Siempre tan agudas y tan...


- ¡Ea, ea! ¡Ya me estoy cansando de tu sarcasmo, chico! ¡Sólo me expreso así, eso es todo! Pienso en voz alta... no tienes porque restregármelo en las narices ¡Como si tú nunca lo hicieras, bravucón! Acuérdate para qué hemos venido hasta aquí. No te distraigas ni un segundo. Tenemos que atrapar a ese bastardo.


Tal irrupción en apariencia discordante sirvió bastante para destensar un poco los ánimos nerviosos de ambos policías, uniéndolos más de manera paradójica en su persecución, agudizando sus sentidos hasta tal punto que se volvieron un poco más ágiles y más cuidadosos. Subieron la tercera de las escaleras, llegando por fin a la recámara que parecía ser la del dueño del lugar. Nada. Después una recámara, tras otra, tras otra. Nada de nuevo. Al fondo del pasillo, pudieron vislumbrar una recámara cerrada, incluso más pequeña que las anteriores. La áspera mano del detective tomó la perilla y la hizo girar haca la derecha.


La rechinante puerta se abre y la primera figura que permite ver la rendija semi-abierta a profundidad es la de un bulto sobrepuesto sobre el borde de la cama. Sus rasgos se pierden en la obscuridad del cuarto, que cae pesada, solemne, envidiosa de las miradas invasoras ¿Es un costal? ¿O es el hombre que están buscando? Aventurado comentario desde la distancia que se encuentran los dos, mirando como niños pequeños, mudos y extraviados, la profundidad del inhóspito bosque. Un terrible sentimiento se apoderó de ellos en aquel momento: no tanto el terror del posible encuentro violento con el inquilino, como el indescriptible extrañamiento de un “algo” que se avecina, y no se sabe qué es en definitiva. Un temor irracional, similar a la incertidumbre previa a la entrada dentro de una indeterminada obscuridad en la que se preven los más cruentos sufrimientos y terribles violencias, sin saber cuándo, por dónde ni de qué forma van a llegar, había tomado más y más terreno sobre sus cuerpos.


De manera fulminante, efectivamente, algo sucedió: una lucecilla blanca tornasolada, parecida al reflejo de una concha nácar golpeada por el sol sobre el lienzo arenoso de la playa, emergió del centro de esa masa todavía amorfa y extraña que se erigía frente a sus incrédulos y despabilados ojos. Desde ese estado de alerta en el que se encontraban sumergidos los detectives, parecía casi posible escuchar el aleteo de un colibrí en el jardín a unos cien metros de distancia; las pisadas marciales, al unísono, de las miles de termitas que invadían el interior de las paredes y los postes de la casa; las casi imperceptibles micro-frecuencias que producía el roce del aire colado por la ventana en choque con las cuerdas tensas de una arpa abandonada que yacía, inerme, a un lado de la cama. Ambos eran todo oídos, todos fibras nerviosas recorridas por un arroyo de energía cosquilleante y permanente, un flujo indetenible de sensaciones incendiadas.


Las miradas se iban hundiendo, cada vez más, dentro de aquella abertura luminosa sobre el bulto. De pronto, un despunte de dulzura y de tranquilidad emanó desde la parte baja de sus vientres, extendiéndose por sus miembros hasta alcanzar la nuca, deteniéndose en ese lugar. Una seguridad, casi de vientre materno, asaltó sus mentes posesas, colándose hasta el rincón preciado de los recuerdos más importantes de cada quién. En el más joven emergía de pronto la imagen de su querida esposa preparando el desayuno desnuda en la cocina, con sus bellas y tersas nalgas moviéndose de un lado para otro, discretamente, mientras batía energicamente los huevos con jamón que comerían juntos después de hacerle el amor sobre el fregadero. En el otro, el más viejo, solterón y amargado, salía a flote la mirada caritativa y casi sapiencial de su hound dog de nombre Elías, echado sobre su sillón, con su lengua larga y babosa apuntando hacia el sur, y encogido sobre sí, como esperándolo con ahínco tremendo a que su amo llegara a su hogar, con una sinceridad y ternura difícilmente identificable en ojos humanos.


Así permanecieron perdidos en las espesas malezas de sus sentidos confundidos con sus capacidades mnemotécnicas hasta que, así lo quiso Dios, o el diablo (o bien, ambos perfectamente coludidos), un jarrón de porcelana cayó estruendosamente muy cerca de sus cuerpos, sacándolos de su letargo de forma inmediata, y recuperando el nivel de adrenalina con el que comenzaron su ulterior cacería, sintiéndola como una inyección de heroína suministrada justo sobre la madre de todas las arterias.


- ¡Arriba la manos! ¡Identifíquese! ¡Ahora! ¡Quiero ver sus manos... ya!


Ningún movimiento de manos se produjo en la escena. Ahora, la silueta negra y penetrante había mutado en algo parecido a un feto de caballo, o más bien a una lámpara cubierta por un abrigo de piel, debería decir. Ya no era algo humano, y quizás nunca lo fue más allá de la esperanza de los policías de que así lo fuera. Suele suceder que las cosas se transforman para nosotros en la medida en que violentamos con nuestro deseo su verdadera naturaleza. Si nosotros queremos, una cuerda puede ser una serpiente, un puño cerrado una vagina, y la materia un conglomerado casi infinito de átomos y quanta. Todo depende de cuánto esmero, cuánta concentración de deseo, se le ponga a la ilusión generada. Nuestros dos protagonistas estaban perdiendo tal capacidad muy rápidamente, a tal grado que todo indicio de hombre ya se había desvanecido de allí. Sólo quedaba el punto de luz en el centro del obscuro bulto.


De nuevo, en la medida en que los policías volvían a fijarse inevitablemente en el orificio fulgurante que disparaba finos hilos sobre sus atolondradas pupilas, regresaron gradualmente a sus divagaciones, perdiéndose de nuevo en las intrincadas redes de las vívidas imágenes de su pensamiento, en su mundo interior. Uno de ellos empezó a imaginarse paseando felizmente por los Cárpatos tan ligeramente que podría jurar que se encontraba sobrevolando el área; y el otro realizando su rutina de ejercicios matutinos (ejecutando hiper-extensiones, más particularmente) sobre la nueva duela de su apartamento, fruto de tres meses de ahorros y de más de una desaveniencia consigo mismo respecto de su presupuesto y de la forma más correcta de administrarlo. Todo esto los embriagaba de placer y de simultánea tranquilidad, algo nunca antes sentido por ellos en esa divina intensidad.


Pudieron haber pasado varios minutos, incluso horas (¿quién lo puede afirmar con seguridad?) después de que el jefe hubiera lanzado su último grito sobre lo que esperaba que fuera su víctima, sentada sobre la cama. Ahora, la figura había adoptado una silueta similar a un homúnculo (un pigmeo gordo, o algo parecido); o quizás más bien a un almohadón de plumas que se retorcía de vez en cuando, poco a poco, de manera espasmódica. En realidad, ninguno de los presentes sabía con exactitud qué era lo que estaba aconteciendo en ese lugar. Empapados de sudor frío y con un pésimo aliento bucal, comenzaron a emerger suavemente de su letargo, acarreando la sensación de cuando uno sale de la deliciosa agua de una alberca hacia la intemperie ventosa que nos recibe afuera (con el detestable cambio brusco de temperatura que esto implica).


Paulatinamente fueron recuperando la noción del tiempo, ese sentido interno sin el cual, más que con el espacio, se nos aparecería todo como un inmenso mar de colores, sonidos y formas en el que, sumergidos de continuo, toda imaginación y emoción presentes e identificables quedarían disueltas, como cristales diminutos de sal, integrados en la masa líquida que se pierde en el horizonte y se enciende, como flor de fuego y montaña, con la tarde.


- ¡Muy bien! ¡Tú lo quisiste! ¡Voy a disparar! ¿Es eso lo que quieres? ¡Arriba las manos, pues!


Pero ninguno de sus “músculos” se movía. Permanecía allí, varado en su propio “cuerpo”, como esperando a que algún bienintencionado marinero lo empujara fuera de la orilla. La voluntad, del otro lado, estaba presente: el teniente quería alcanzar al bastardo, sacudirlo, incluso golpearlo un poco, y llevarlo directo a la comisaría, donde acabaría todo esto de una buena vez. “Sí: golpearlo, golpearlo quizás mucho. Quizás golpearlo hasta cansarse, hasta que el infeliz vomitara sangre y quedara tumbado sin moverse, inherte, y yo quedara junto a él, con una gran sonrisa, mirando hacia el techo. Golpearlo hasta... ¿matarlo? ¡Sí! ¡Sí! ¡Matarlo! ¡Matar al hijo de puta! ¡Hacerle pedazos!”. Pero a veces la voluntad no basta, como en este particular caso: las piernas entumidas, los brazos hormigueantes, la espalda y el cuello acalambrados y sólo ese punto luminoso, tan puramente blanco que daba asco, enterrado como alfiler magnético en medio de su alma.


Los pensamientos de ambos comenzaron a girar vertiginosamente sobre sí mismos a partir de cierto momento: olores, sensaciones y sabores comenzaron a mezclarse dentro de ellos. De la misma manera que en un sueño alguien puede estar conversando, siendo niños, con algún amigo de su infancia en la oficina en donde actualmente labora; o bailar plácidamente con su novia del bachillerato en la sala de la antigua casa de su abuela paterna; asímismo los recuerdos y la realidad presente se entremezclaban para ellos, enmedio de un coctel vívidamente desconcertante, dentro de una tómbola diabólica de bizarros materiales que no permitía recobrar el sentido común para cumplir definitivamente con su trabajo y salir de ese puto, confuso y maravillloso hoyo en el que estaban metidos.


La boca de ambos estaba demasiado seca. Aunque quizás no haya sido propiamente su boca lo que estaba seco: quizás era la puerta, o el sol, o el caballo de Gengis Khan, o un escalofrío en la espalda de una dama, o el residuo sólido del intestino grueso de alguna estrella famosa de cine. Quizás ya no tenían bocas, ya no existían más bocas en este mundo: las bocas habían dejado de ser bocas, para ser algo más que una boca, o algo menos, o algo más allá de todas estas cosas, de todas estas bocas.


El bramido del día y el bostezo del atardecer galopaban, como caballos salvajes, por las estrechas venas de los detectives. Picos nevados y antenas parabólicas se erigían a lo largo de la habitación, misma que había alcanzado ya el diámetro de Constantinopla entera, o de una molécula de dióxido de carbono, inmensamente microscópica, imperceptiblemente colosal. No eran ya ellos mismos los que solían ser. Eran otra cosa ¿Eran, en sentido estricto, alguna cosa?


Eran las diez y cuarto de la noche. Habían pasado cinco horas y media desde que habían irrumpido en el misterioso inmueble, con pistola en mano y los dos cojones bien inflamados de virilidad policiaca. Sedientos, con un agudo dolor de cabeza, se sentaron sobre un buró y comenzaron a jadear, aspirando todo el aire posible para poder sobrevivir. Desde luego, ya no había “nadie” sentado a la orilla de la cama. El que fuera (o lo que fuera) que estuviera allí, había escapado. Tardaron por lo menos otros veinte minutos para que ambos personajes retomaran la compostura, y comenzaran a darse cuenta del asunto. El mayor, sacudió el polvo de sus rodillas y dijo:


- Pues ya no está ¡Demonios! Se ha ido.


- Otra más de sus brillantes conclusiones – pensó para sí el muchacho, temeroso de que su recurrente sarcasmo fuera tomado esta vez por desacato. Un último chequeo al edificio: se mueven luces de linternas sobre las superficies rugosas, sobre los sillones y ventanas cerradas, tal vez atascadas. Todo en orden, nadie en casa. Hora de salir de allí.


“Una pulgada de sensatez, y después una milla de imprudencia”. Ninguno de los dos detectives pudo alguna vez sacar tal enigmática frase de sus recuerdos. Hasta la fecha, en ambos, permanece fresca la imagen de la nota pegada sobre el pórtico, meticulosamente centrada sobre el marco y dispuesta de tal forma que todo el mundo pudiera verla al entrar a la pequeña mansión. No obstante, ninguno de ellos pudo tampoco, en algún momento de sus vidas, adivinar el significado inherente a tales palabras. Los casos van, los casos vienen. En verano, las jacarandas florecen de manera majestuosa. Los gatos odian que el agua caiga sobre sus cuerpos. Y mi vecina, sabe sólo ella por qué, sale a barrer su banqueta a las dos de la mañana todos los días, sin falta. He de reconocerlo: la deja francamente impecable.