sábado, 11 de octubre de 2008

El hilo invisible (Analepsia DXIII)














La fría brizna de la lluvia persistía en su encarnizado encuentro contra las delgadas falanges de las igualmente heladas manos de Irina. Soplada por el viento, como una mascada translúcida, el agua distendida se dispara, va y se impacta con sutil y cristalino timbre sobre cualquier superficie que le oponga resistencia a lo largo de la especial soledad de las calles desnudas. Se cimbra el nocturno asfalto al pasar de los vehículos, se abren y cierran pétalos de luz en cada semáforo. Hay niebla, brillos ámbar en las charcas, y un par de zapatillas empapadas, con dos capullos rígidos que tiritan, encogiéndose dentro. La caballerosidad suele ser una virtud muy rara en estos tiempos: fue una afortunada frase que escuché de algún fulano observador en la fila de la taquilla del cine. Tiene uno que remontarse a las obras capitales del Medioevo acerca del amor cortés, o en el más obvio de los casos consultar el obligado referente cervantino para volver a aspirar ese estimulante olor a nobleza, esa tersa textura de entrega incondicional, de lirismo ético que escasea ahora entre las parcelas humanas.

Finalmente, un auto se detiene. Se abre la puerta. Irina sube sin mirar siquiera al conductor.

- Muchas gracias. Llevo cuarenta y cinco minutos esperando a algún vehículo que me lleve. Ningún taxi hace parada aquí por lo visto ¿no? ¡Y con esta endemoniada tormenta no se puede ni cruzar la calle! ¡Todo esta inundado, se sale el agua de las alcantarillas como de las fuentes! ¡No es posible!
- Así parece… ¿a dónde la llevo, señorita?
- ¡Ah, sí! ¡Qué despistada, perdón! Al edificio Balmori por favor: está a siete cuadras de aquí.
- Bien.

Después de la tempestad, la calma. Los limpia-parabrisas son las manecillas combatientes. Un par de ojos fijan sus zarpas sobre el retrovisor, que a su vez refleja, acorde a su naturaleza, algunos fantasmas rojos y anaranjados que rebasan o permanecen en la retaguardia, borrosos, como también naturalmente son. De reojo se advierte una parcialidad de rostro blanco, suave, montado sobre un cuello esbelto, adusto, lleno de recovecos lisos y de interesantes líneas imaginarias, colocado asimétricamente sobre el asiento del copiloto. Unas delineadas y sólidas piernas, entalladas en mallas negras de licra, asemejan trazos pintados por la brocha de algún maestro calígrafo chino. No es fácil dibujar un sentimiento, y mucho menos un cuerpo. Bastante empapado, un delgado suéter violeta sirve de segunda piel a sus proverbiales senos, coronados en la cima con pezones erectos, símbolo de la vulnerabilidad humana frente a las inclementes condiciones del clima que muy a menudo la carne no puede soportar. También hay cascadas de rubios cabellos, húmedas lianas de ópalo que engalanan los hombros más redondos que se hayan presenciado.

Ruidoso y grotesco, el chofer pasa saliva con dificultad, al unísono con ese rechinar de dientes interno que sólo pueden oír los perros, o en todo caso, las hadas. Sus venas se inflaman más de lo normal, paralelamente con la desinhibida fuga visual de la muchacha por la ventana, tocando los edificios y las laderas de los postes eléctricos con su mirada, en un melancólico y afanoso querer aprehender los momentos, los vidrios empañados y la sinfonía de cláxones que va surcando la nave en su travesía por las avenidas y los cruceros. Su tranquilidad ahora es proverbial, admirable en una joven fémina, por lo general atravesadas por apegos y vicisitudes nimias. Parece que no recuerda nada de lo ocurrido. Quizás eso haya sido lo más irritante de todo. Pero eso no importa: al final, la noche ofrece un espectáculo sin igual, un banquete de neón y de advertisements que mueven, aún al menos sensitivo, hacia un puro frenesí citadino, al arrebato estético aquel que sufren los policías guardianes de la madrugada y los niños sin hogar en medio de los mudos e imperturbables muros de la urbe: un placer que pocos tienen la fortuna de experimentar. Sumergida la ciudad bajo un casi perfecto y llano silencio, penetrada y desbordada por un claroscuro penetrante en sí mismo que suele dejar sin aliento. Algo sagrado camina de esquina a esquina, vuela por encima de las conciencias dormidas.

- Ya casi llegamos. Disculpe si es que desvié el rumbo de su destino. Yo sé que usted no es un taxista ni mucho menos, pero no sabe cuánto agradezco su amabilidad al hace esto por mí. Muchas gracias.
- ¿Irina, verdad? Qué ironía…
- Sí… p… ¿porqué? ¿nos conocemos de algún lugar?
- Perfecto. Adiós.

Los párpados masculinos se cierran. Las manos se despegan del volante de manera progresiva, hasta quedar completamente apartadas del mismo. El timón ha quedado emancipado. Durante trece segundos el automóvil sigue su marcha azarosa a la expectativa del mundo, libre por vez primera, haciendo honor a su nombre. Un último pensamiento, una última sonrisa, un último grito, una última lágrima. Finalmente, el carro se impacta de frente contra la base de un puente peatonal. Una llamarada bufa y se expande desde los incandescentes restos metálicos que permanecen aun en su núcleo, congelados en un segundo irrepetible, a punto de ser despedidos por la natural inercia centrífuga, madre de todas las cosas.

Caprichosamente (como casi todo bajo el sol), una de aquellas gotas que antes residía sobre el cofre del vehículo, por medio de una epopeya de distancias imposibles y de mágica resolución, cae como líquido látigo sobre la espalda de un viejo ciego que tuvo la fortuna de transitar por las vecinas aceras, escuchando y resintiendo el accidente a veinte metros del mismo. Frunce el ceño. Pone la lengua, como resorte, sobre su paladar. Aprieta con mayor fuerza su bolsa de papel estraza que contiene su cena de hoy: dos bizcochos con poco dulce en la cubierta, un litro de leche semidescremada en tetra-pack, y un sobre pequeño de café en polvo. Poco a poco voltea su cuerpo, dando lugar en su interior a un asombro mesurado, a un súbito y mínimo sobresalto en medio del caos de la apocalíptica escena. El estruendo es terrible, el calor abrasador, y sin embargo el anciano no pierde la postura ni la orientación en absoluto. Casi como si nada después de un minuto, sin preguntar a nadie sobre lo ocurrido, sigue su paso lento y metronómico de camino a su hogar. Hay algo de familiar en ese estoicismo, en esa imperturbabilidad callejera aún en las circunstancias más sobrecargadas anímicamente, incluso en las más dignas de temor o desconfianza. No es un simple abandono, ni un vulgar retiro. Hay algo de loable y de satisfactorio en aquella familiaridad. Pocos pueden acceder a ese estado ¿Cómo le llaman...?

El anciano llega a su puerta. La abre. Entra y pone su chaqueta en el respaldo de su sofá. Con dulzura y tono agotado, vocifera:

- ¡Irina, querida! ¡Ya llegué!

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