
Apartatto I:
Della Scentia Del Âme Und Dellos Entes
Damas y caballeros, estimado auditorio: buenas tardes. Si ustedes así me lo permiten, he de comenzar con mi discurso.
Citando a Korhöleus Keppler en sus “Annales For Da Vita Futurea”, nos encontramos frente a una circunstancia que nos rebasa tanto de fondo como de forma, y en la que, una vez inmersos, nos resultará una auténtica batalla épica el lograr nuestros propósitos primigenios ya antes expuestos, mismos que ni Jerjes ni Kublain Khan pudieran haber librado con bien. Desde luego, no es menester ponernos apocalípticos, sino, más bien y al contrario, asestar fuertes borbotones de sólida y recia res de sapiencia de frente a toda la maraña de fulgurantes desvaríos, que, al más puro estilo de las potentes fuentes acuíferas, desborda su mismidad sobre suelos que no son suyos, sino de materia pétrea y caliza que yace sobre sí, que se resguarda a sí misma, que teme caerse hacia el cielo.
Teniendo los dulces soplos del piano como trasfondo, mis proyecciones mentales se encaminan, indubitablemente, al enfrentamiento con el mármol guardián de la problemática, aquella hierática barrera que se alza incólume sobre los sueños humanos. Aún descifrado el código genético, superadas las contradictorias facetas del discurso persuasivo, afrengadas las petroncas y fusgiladas las fragangas, quedan resquicios de lágrimas en los dientes y polvo fino de caída entre los labios. Las niñas, pulcras y aromatizadas como pequeños capullos de luz matinal, saltan la cuerda sin percatarse de la multiplicidad de insectos que envían de regreso al Hades en cada saltito. Son pocas las ocasiones en la que nos percatamos de la consecuencia real de nuestras acciones, si es que existe univocidad en la concepción de las acepciones antes mencionadas.
Lo barroco de mis disertaciones puede abofetearlos por un segundo, tal vez por tres: no es esa mi intención. Mi abuelo decía que cuando uno se enfrenta a un semental potentísimo, lo único que le queda esperar a uno es una cornada en el pecho; acto seguido uno se levanta y mata al ente bovino con la daga de la indiferencia. Así que, estimados oyentes, esta noche no pretendo fulminarlos con dagas, ni mucho menos con arpas (las cuales son, por su naturaleza misma, más peligrosas que las primeras), sino más bien invitarlos a brincar la cerca junto con los borreguitos, a sobrepasar los límites dados para regalarlos a quien no se procure unos, y de demostrar que siempre hay un hoyo en el muro, y que quien no lo vea, es porque está ciego.
En este punto, y para comenzar a explorar críticamente el tema, podríamos citar un fragmento de la muy conocida y divulgada leyenda del origen mitológico de las anémonas: “…Y entonces oyó al mar venir sobre su pueblo, y como saeta disparada sobre el ojo de un mongol, se dispuso a proferir blasfemias sobre la masa salada que obscurecía cada vez más su entrecejo. La espuma fue ganando terreno, y los pies del blasfemo se aferraban cada vez más a la arena hirviente y sedienta del flujo carmesí que se sostenía por encima de ella, no a muchos centímetros de distancia en realidad. El temblor traspasaba e imbuía tanto al hombre como al subsuelo, eran uno mismo en su vaivén emocional y de estrepitosos porvenires. La gente, presa del pánico, salió de sus chozas y empezó a buscar cangrejos para lanzarlos contra la cortina impenetrable que se veía cada vez más cercana y más maligna. La ola, por fin, arrolló al blasfemo y a su pueblo, los cuales murieron instantáneamente bajo el impacto talásico. Poseidón había cobrado su venganza. La vagina de su mujer jamás volvería a ser tocada.”
Suponiendo que arrojásemos veintitrés mapas a una turba iracunda, a la cual le pidiéramos de favor que buscara la localización exacta de Burdeos y de Creta, ¿cuál creen que sería el resultado, estimado auditorio? Lo mismo que almacenan en sus cabezas es lo que almacena en su aguijón el escorpión. La suerte, echada como está, no figura realmente como una opción efectiva contra los males del alma, ya que éstos, de naturaleza profunda como las raíces invertidas del Iggdrasill, se escapan a las determinaciones que ofrece la medicina futura y la sapiencia pasada. Tan escurridiza es su esencia, que incluso han logrado burlar al mismísimo Hymir, y a Polifemo tras de él.
Todavía no me explico, compañeros, como es que una simple mordida a una fruta o un vistazo a las costas de Vallarta pueden provocar la anámnesis suficiente como para derrotar por unos instantes a las fuerzas potentísimas del hipotálamo y de la glándula pineal. Y es una realidad auténtica, sin rebabas ni perspectivas oblongas. Un beso puede alterar el rumbo del mundo, así como una samba, una salsa o una rumba pueden llenar los más íntimos huecos. Los relojes de arena cambian constantemente de turno; y a veces unos, a veces otros, de vez en cuando se turnan para contar el tiempo del otro. Cuentan su tiempo, sus determinaciones y los axiomas inmóviles, de los cuales el alma no participa, por estar hecha de sustancia urania, de metal maleable, duro y líquido a la vez.
Una y otra vez se nos ha advertido del peligro de mezclar la gimnasia con la magnesia, y es esa inminencia la que nos hace sublimar los más exóticos perfumes que emite el espíritu-ánima en los hombres y en las cosas ¿No nos despierta a veces el olor a descomposición de nuestras más cotidianas aspiraciones? Bajo el eco recalcitrante de las caracolas cantarinas, las maderas y todo tipo de materia informe suelta aquel “no se qué” de esencial y de eterno. Al calentar la leche en la estufa y al apelmazar los cabellos llenos de shampoo a la hora del baño, ora si y ora no, se nos cae la teatralidad de la práctica diaria, y se elevan los telones que nos hacen percibir en todo su esplendor las maravillas herméticas de los objetos y los momentos.
Precisamente es esto lo que me lleva a pensar, estimada congregación aquí hoy reunida, que tanto la música como la sexualidad nos llevan por caminos antes velados, y nos reflejan de manera clara e impactante, la verdadera esencia del alma y de las cosas. Y con música me refiero, no sólo a aquella “misteriosa forma de tiempo” de la que hablaba aquel gran sabio argentino, sino, un poco a la usanza clásica helénica, a toda manifestación artística posible.
En Cínope ya se sabía esta gran verdad, pero se exageraron los modos. El excremento y el semen no son precisamente los medios más sutiles de decir “he aquí lo que se es en toda la extensión de la palabra”. Y de la misma manera en Königsberg, en donde se fundó el culto a la frialdad y a las migrañas de madrugada. De alguna manera o de otra, el máximo y el mínimo han sido siempre tocados álgidamente al referirse a “lo que habita pero no se resiste a residir”, y muy pocas veces en la historia de la reflexión sobre la reflexión han culminado triunfantes los coribantes canores de la buena nueva.
Sublime resulta el cuadro para el crítico de arte, no así para el matemático. Para el último es una figura, y nada más ¿Cuántos perros hemos perdido en batallas cruentas contra la nieve del silogismo, y cuántos icebergs se han derretido bajo el calor repugnante de la concupiscencia? El ser humano siempre sale de balance, rompe con la armonía que no es suya, que es prestada. No obstante, al romperla la construye, al armarla la destruye. Acoplamiento de fuerzas se rezó en China y en Éfeso, aunque aquellas oraciones ya casi se pierdan en los confines del imperecedero embudo.
Efectivamente, hay solidez en lo laxo y fulgor en lo apagado, sólo hay que ajustar los ojos para poder verlo con precisión. Hay tránsito en lo ajeno, y ajenjo en lo que no se comprende en su plenitud. Es por eso que, en el alma y en la mesa, en la piedra y en el espíritu, hay lecturas que sobrepasan nuestra lectura; y es justamente allí en donde comienzan la discrepancia, los desajustes y la paranoia.
Pequeño el cerebelo, grande el paquidermo, aunque rugosa e inhóspita los dos su superficie ostenten. Una representación no siempre es lo mismo en alemán que en mongoloide, así como el vocablo "sujeto" tiene treinta y siete acepciones. A cucharadas queremos sacar el azúcar de la caña, y con una red de pesca intentamos apresar los anhelos del mundo y de las formas. Yo no critico, señores, la forma de pensar ni lo metódico, sino el testarudo afán de no tomar el tren de las cuatro y media cuando se lleva una hora de retraso.
Tan estúpido es actuar por despecho como medicinal resulta al alma iracunda, y tan filosa es la punta de una cosa, como romos son sus elementos que la conforman. Nadie aseguraría que un electrón podría cortarle la cabeza a un fauno, ni que una mujer fogosa mataría de placer a un frígido gendarme. Y sin embargo, gracias al don divino del verbo y del “si acaso”, hoy los faunos lloran la pérdida de su líder, y el gendarme yace pecho tierra, seis pies debajo de las raíces de las remolachas. A lo que voy es que, mientras más se va, más se regresa.
Todo lo anterior que he dicho es verdad, estimado público, excepto la suma de sus partes. Así como Octavio no era Augusto y sin embargo así le llamaba su pueblo, no se puede confiar en tan sólo un discurso, pues “escribir con tinta se asemeja a escribir sobre el agua”, tal y como lo señaló la inmaculada semilla de Perictione, en una de sus apabullantes disertaciones.
Así pues, me niego rotundamente a penetrar en terrenos más abruptos que los que me permitan mis pies desnudos. Como dije antes, me limitaré a los oídos y al centeno, al pan y la espuma de la boca del poseído. Dentro de la aprehensión objetiva que se realiza en el en sí de la cosa, el padecer y la cura nunca salen avantes de las empresas de lo que está frente a los ojos. Arrojados al mundo con sutil hermosura, las flores del pecho de Shakti amortiguan nuestra caída libre. Lo implícito en las cosas es lo implícito en el alma. Por eso las vacas también están iluminadas (noble verdad enunciada por el bello príncipe-mendigo), y los valles son los curvilíneos decretos del cuerpo de Gea. No hay Poesía sin Filosofía, así como no hay fuego sin hielo. Variopintos nudillos del entramado de lo real a veces producen muy molestas erupciones en la piel, mismas que a veces nunca sanan, o tardan la eternidad de cinco años en recuperar su precedente envoltorio.
Aquel que esclaviza es también el libertador, y toda arma, como todo argumento, puede ser usada a favor o en contra del que la maneja. En el alma como en las cosas, lo esencial emerge de manera abrupta cuando todo es calma, de manera silenciosa en tiempos volcánico-ígneos. Se nos dio el tesoro del tercer ojo y la bendición de la criba aérea; para algunos resulta así, para otros no. A veces ver puede ser horrible detentar estas capacidades. A veces discernir es una alfombra de clavos y de espinos. No obstante, esto sólo pasa en un primer momento, y como en todo lo bueno, lo malo es sólo el principio. La adecuación es euforia, la adaptación es placer extático. Hay Apolos que se disfrazan de Dionysos, y viejecillas que asesinan a lobos con tal de quitarles la piel. El aprender es crecer, y crecer duele, pues estira los miembros y constriñe los tendones. Contradictoriamente, y una vez más de manera complementaria, la apercepción de lo verdadero no se da ni en la mandarina ni en la Justicia, si no en el aroma de lo primero y en el rostro del ciudadano agradecido en lo segundo.
Un día dijo algún hombre: “Una apuesta os ofrezco: traed un cuerpo hermoso y yo le sacaré lo hermoso. Tocad una pieza musical sublime, y yo abstraeré su sublimidad. Traed todos los tesoros del mundo, y yo los transformaré en cenicientos trozos de inanimados guijarros. Mi nombre es secreto, pero no mi oficio: soy amante de la sabiduría. Puedo hacer eso o lo contrario, dependiendo del humor en que me encuentre, y de qué tan sabroso haya estado mi desayuno. Malabarista de los términos, pongo en evidencia la esencia del alma y de las cosas. No es lo uno ni lo otro, si no todo lo contrario. Es lo que lleva esto a ser aquello, es lo que transforma al vidrio en magnolias. En lo burdo se esconde lo barato, y lo barato cuesta caro: he allí su loable valía.”
Sería perjurio olvidar que somos aquel animal que sólo capta siete divisiones en el espectro solar; el infrarrojo y el ultravioleta son fantasmas errantes para nosotros la mayor parte del tiempo ¿Cuántas realidades escaparán aún a nuestra vulnerable carne y a nuestra engreída sapiencia? Rutherford y su átomo en mil años serán lo que hoy es para nosotros la teoría del flogisto. Manejemos, pues, las realidades que tenemos con la misma delicadeza con la que la madre pasa la esponja mojada por la espalda de su crío. La humildad es la columna de caolín, y la capacidad de admiración la de casiterita, sostenes ambas del templo sacratísimo del dios Silencio.
En lo anímico y en lo físico, en lo escatológico y en lo natural, circula incesante el principio inaprensible, que por ser principio está presente en todo, y por ser inaprensible es muy fácil de nombrar. La llama verdiazul que ilumina los caminos de las almas al cruzar el Arqueronte, jamás fue nombrada en los libros ni en las páginas famosas. El pequeño enano que vive dentro de lo profundo material, y que genera los quanta y los emite a diestra y siniestra cuando es molestado al exterior, tampoco ha sido visto por científico o por brujo. La implosión de nuestras capacidades perceptivas nos llevará al enano; la explosión de nuestra potencia creadora nos hará arder envueltos dentro de un vestido de cielo y de hierba vibrante y translúcido, de belleza incomparable.
Únicamente de regreso a los jardines de la instrumentalidad, aquella plétora de situaciones que se ofrecen como meramente transitorias o de una vulgaridad casi nauseabunda, es cuando llega la percatación del paisaje de lo numinoso, el rompimiento momentáneo de la pesada niebla londinense. Huele a vida, a Dios en todo lo que nos circunda, en los cables de electricidad y en el suéter de lana de la vecina de a lado. Se desprende una luz inefable del periódico sensacionalista arrumbado en la esquina, cantan sirenas y tronantes en el silbido de la tetera de peltre. Una galaxia espiral y sus brazos de polvo cósmico aparecen fenomenalmente al menear con vigor una taza de café con dos cucharadas de crema. La aurora boreal, espectáculo excelso propio de Brahma o de Ometéotl, es poca cosa comparada con el escalofriante accidente del roce del delicado y terso hombro desnudo de la trémula damisela.
Della Scentia Del Âme Und Dellos Entes
Damas y caballeros, estimado auditorio: buenas tardes. Si ustedes así me lo permiten, he de comenzar con mi discurso.
Citando a Korhöleus Keppler en sus “Annales For Da Vita Futurea”, nos encontramos frente a una circunstancia que nos rebasa tanto de fondo como de forma, y en la que, una vez inmersos, nos resultará una auténtica batalla épica el lograr nuestros propósitos primigenios ya antes expuestos, mismos que ni Jerjes ni Kublain Khan pudieran haber librado con bien. Desde luego, no es menester ponernos apocalípticos, sino, más bien y al contrario, asestar fuertes borbotones de sólida y recia res de sapiencia de frente a toda la maraña de fulgurantes desvaríos, que, al más puro estilo de las potentes fuentes acuíferas, desborda su mismidad sobre suelos que no son suyos, sino de materia pétrea y caliza que yace sobre sí, que se resguarda a sí misma, que teme caerse hacia el cielo.
Teniendo los dulces soplos del piano como trasfondo, mis proyecciones mentales se encaminan, indubitablemente, al enfrentamiento con el mármol guardián de la problemática, aquella hierática barrera que se alza incólume sobre los sueños humanos. Aún descifrado el código genético, superadas las contradictorias facetas del discurso persuasivo, afrengadas las petroncas y fusgiladas las fragangas, quedan resquicios de lágrimas en los dientes y polvo fino de caída entre los labios. Las niñas, pulcras y aromatizadas como pequeños capullos de luz matinal, saltan la cuerda sin percatarse de la multiplicidad de insectos que envían de regreso al Hades en cada saltito. Son pocas las ocasiones en la que nos percatamos de la consecuencia real de nuestras acciones, si es que existe univocidad en la concepción de las acepciones antes mencionadas.
Lo barroco de mis disertaciones puede abofetearlos por un segundo, tal vez por tres: no es esa mi intención. Mi abuelo decía que cuando uno se enfrenta a un semental potentísimo, lo único que le queda esperar a uno es una cornada en el pecho; acto seguido uno se levanta y mata al ente bovino con la daga de la indiferencia. Así que, estimados oyentes, esta noche no pretendo fulminarlos con dagas, ni mucho menos con arpas (las cuales son, por su naturaleza misma, más peligrosas que las primeras), sino más bien invitarlos a brincar la cerca junto con los borreguitos, a sobrepasar los límites dados para regalarlos a quien no se procure unos, y de demostrar que siempre hay un hoyo en el muro, y que quien no lo vea, es porque está ciego.
En este punto, y para comenzar a explorar críticamente el tema, podríamos citar un fragmento de la muy conocida y divulgada leyenda del origen mitológico de las anémonas: “…Y entonces oyó al mar venir sobre su pueblo, y como saeta disparada sobre el ojo de un mongol, se dispuso a proferir blasfemias sobre la masa salada que obscurecía cada vez más su entrecejo. La espuma fue ganando terreno, y los pies del blasfemo se aferraban cada vez más a la arena hirviente y sedienta del flujo carmesí que se sostenía por encima de ella, no a muchos centímetros de distancia en realidad. El temblor traspasaba e imbuía tanto al hombre como al subsuelo, eran uno mismo en su vaivén emocional y de estrepitosos porvenires. La gente, presa del pánico, salió de sus chozas y empezó a buscar cangrejos para lanzarlos contra la cortina impenetrable que se veía cada vez más cercana y más maligna. La ola, por fin, arrolló al blasfemo y a su pueblo, los cuales murieron instantáneamente bajo el impacto talásico. Poseidón había cobrado su venganza. La vagina de su mujer jamás volvería a ser tocada.”
Suponiendo que arrojásemos veintitrés mapas a una turba iracunda, a la cual le pidiéramos de favor que buscara la localización exacta de Burdeos y de Creta, ¿cuál creen que sería el resultado, estimado auditorio? Lo mismo que almacenan en sus cabezas es lo que almacena en su aguijón el escorpión. La suerte, echada como está, no figura realmente como una opción efectiva contra los males del alma, ya que éstos, de naturaleza profunda como las raíces invertidas del Iggdrasill, se escapan a las determinaciones que ofrece la medicina futura y la sapiencia pasada. Tan escurridiza es su esencia, que incluso han logrado burlar al mismísimo Hymir, y a Polifemo tras de él.
Todavía no me explico, compañeros, como es que una simple mordida a una fruta o un vistazo a las costas de Vallarta pueden provocar la anámnesis suficiente como para derrotar por unos instantes a las fuerzas potentísimas del hipotálamo y de la glándula pineal. Y es una realidad auténtica, sin rebabas ni perspectivas oblongas. Un beso puede alterar el rumbo del mundo, así como una samba, una salsa o una rumba pueden llenar los más íntimos huecos. Los relojes de arena cambian constantemente de turno; y a veces unos, a veces otros, de vez en cuando se turnan para contar el tiempo del otro. Cuentan su tiempo, sus determinaciones y los axiomas inmóviles, de los cuales el alma no participa, por estar hecha de sustancia urania, de metal maleable, duro y líquido a la vez.
Una y otra vez se nos ha advertido del peligro de mezclar la gimnasia con la magnesia, y es esa inminencia la que nos hace sublimar los más exóticos perfumes que emite el espíritu-ánima en los hombres y en las cosas ¿No nos despierta a veces el olor a descomposición de nuestras más cotidianas aspiraciones? Bajo el eco recalcitrante de las caracolas cantarinas, las maderas y todo tipo de materia informe suelta aquel “no se qué” de esencial y de eterno. Al calentar la leche en la estufa y al apelmazar los cabellos llenos de shampoo a la hora del baño, ora si y ora no, se nos cae la teatralidad de la práctica diaria, y se elevan los telones que nos hacen percibir en todo su esplendor las maravillas herméticas de los objetos y los momentos.
Precisamente es esto lo que me lleva a pensar, estimada congregación aquí hoy reunida, que tanto la música como la sexualidad nos llevan por caminos antes velados, y nos reflejan de manera clara e impactante, la verdadera esencia del alma y de las cosas. Y con música me refiero, no sólo a aquella “misteriosa forma de tiempo” de la que hablaba aquel gran sabio argentino, sino, un poco a la usanza clásica helénica, a toda manifestación artística posible.
En Cínope ya se sabía esta gran verdad, pero se exageraron los modos. El excremento y el semen no son precisamente los medios más sutiles de decir “he aquí lo que se es en toda la extensión de la palabra”. Y de la misma manera en Königsberg, en donde se fundó el culto a la frialdad y a las migrañas de madrugada. De alguna manera o de otra, el máximo y el mínimo han sido siempre tocados álgidamente al referirse a “lo que habita pero no se resiste a residir”, y muy pocas veces en la historia de la reflexión sobre la reflexión han culminado triunfantes los coribantes canores de la buena nueva.
Sublime resulta el cuadro para el crítico de arte, no así para el matemático. Para el último es una figura, y nada más ¿Cuántos perros hemos perdido en batallas cruentas contra la nieve del silogismo, y cuántos icebergs se han derretido bajo el calor repugnante de la concupiscencia? El ser humano siempre sale de balance, rompe con la armonía que no es suya, que es prestada. No obstante, al romperla la construye, al armarla la destruye. Acoplamiento de fuerzas se rezó en China y en Éfeso, aunque aquellas oraciones ya casi se pierdan en los confines del imperecedero embudo.
Efectivamente, hay solidez en lo laxo y fulgor en lo apagado, sólo hay que ajustar los ojos para poder verlo con precisión. Hay tránsito en lo ajeno, y ajenjo en lo que no se comprende en su plenitud. Es por eso que, en el alma y en la mesa, en la piedra y en el espíritu, hay lecturas que sobrepasan nuestra lectura; y es justamente allí en donde comienzan la discrepancia, los desajustes y la paranoia.
Pequeño el cerebelo, grande el paquidermo, aunque rugosa e inhóspita los dos su superficie ostenten. Una representación no siempre es lo mismo en alemán que en mongoloide, así como el vocablo "sujeto" tiene treinta y siete acepciones. A cucharadas queremos sacar el azúcar de la caña, y con una red de pesca intentamos apresar los anhelos del mundo y de las formas. Yo no critico, señores, la forma de pensar ni lo metódico, sino el testarudo afán de no tomar el tren de las cuatro y media cuando se lleva una hora de retraso.
Tan estúpido es actuar por despecho como medicinal resulta al alma iracunda, y tan filosa es la punta de una cosa, como romos son sus elementos que la conforman. Nadie aseguraría que un electrón podría cortarle la cabeza a un fauno, ni que una mujer fogosa mataría de placer a un frígido gendarme. Y sin embargo, gracias al don divino del verbo y del “si acaso”, hoy los faunos lloran la pérdida de su líder, y el gendarme yace pecho tierra, seis pies debajo de las raíces de las remolachas. A lo que voy es que, mientras más se va, más se regresa.
Todo lo anterior que he dicho es verdad, estimado público, excepto la suma de sus partes. Así como Octavio no era Augusto y sin embargo así le llamaba su pueblo, no se puede confiar en tan sólo un discurso, pues “escribir con tinta se asemeja a escribir sobre el agua”, tal y como lo señaló la inmaculada semilla de Perictione, en una de sus apabullantes disertaciones.
Así pues, me niego rotundamente a penetrar en terrenos más abruptos que los que me permitan mis pies desnudos. Como dije antes, me limitaré a los oídos y al centeno, al pan y la espuma de la boca del poseído. Dentro de la aprehensión objetiva que se realiza en el en sí de la cosa, el padecer y la cura nunca salen avantes de las empresas de lo que está frente a los ojos. Arrojados al mundo con sutil hermosura, las flores del pecho de Shakti amortiguan nuestra caída libre. Lo implícito en las cosas es lo implícito en el alma. Por eso las vacas también están iluminadas (noble verdad enunciada por el bello príncipe-mendigo), y los valles son los curvilíneos decretos del cuerpo de Gea. No hay Poesía sin Filosofía, así como no hay fuego sin hielo. Variopintos nudillos del entramado de lo real a veces producen muy molestas erupciones en la piel, mismas que a veces nunca sanan, o tardan la eternidad de cinco años en recuperar su precedente envoltorio.
Aquel que esclaviza es también el libertador, y toda arma, como todo argumento, puede ser usada a favor o en contra del que la maneja. En el alma como en las cosas, lo esencial emerge de manera abrupta cuando todo es calma, de manera silenciosa en tiempos volcánico-ígneos. Se nos dio el tesoro del tercer ojo y la bendición de la criba aérea; para algunos resulta así, para otros no. A veces ver puede ser horrible detentar estas capacidades. A veces discernir es una alfombra de clavos y de espinos. No obstante, esto sólo pasa en un primer momento, y como en todo lo bueno, lo malo es sólo el principio. La adecuación es euforia, la adaptación es placer extático. Hay Apolos que se disfrazan de Dionysos, y viejecillas que asesinan a lobos con tal de quitarles la piel. El aprender es crecer, y crecer duele, pues estira los miembros y constriñe los tendones. Contradictoriamente, y una vez más de manera complementaria, la apercepción de lo verdadero no se da ni en la mandarina ni en la Justicia, si no en el aroma de lo primero y en el rostro del ciudadano agradecido en lo segundo.
Un día dijo algún hombre: “Una apuesta os ofrezco: traed un cuerpo hermoso y yo le sacaré lo hermoso. Tocad una pieza musical sublime, y yo abstraeré su sublimidad. Traed todos los tesoros del mundo, y yo los transformaré en cenicientos trozos de inanimados guijarros. Mi nombre es secreto, pero no mi oficio: soy amante de la sabiduría. Puedo hacer eso o lo contrario, dependiendo del humor en que me encuentre, y de qué tan sabroso haya estado mi desayuno. Malabarista de los términos, pongo en evidencia la esencia del alma y de las cosas. No es lo uno ni lo otro, si no todo lo contrario. Es lo que lleva esto a ser aquello, es lo que transforma al vidrio en magnolias. En lo burdo se esconde lo barato, y lo barato cuesta caro: he allí su loable valía.”
Sería perjurio olvidar que somos aquel animal que sólo capta siete divisiones en el espectro solar; el infrarrojo y el ultravioleta son fantasmas errantes para nosotros la mayor parte del tiempo ¿Cuántas realidades escaparán aún a nuestra vulnerable carne y a nuestra engreída sapiencia? Rutherford y su átomo en mil años serán lo que hoy es para nosotros la teoría del flogisto. Manejemos, pues, las realidades que tenemos con la misma delicadeza con la que la madre pasa la esponja mojada por la espalda de su crío. La humildad es la columna de caolín, y la capacidad de admiración la de casiterita, sostenes ambas del templo sacratísimo del dios Silencio.
En lo anímico y en lo físico, en lo escatológico y en lo natural, circula incesante el principio inaprensible, que por ser principio está presente en todo, y por ser inaprensible es muy fácil de nombrar. La llama verdiazul que ilumina los caminos de las almas al cruzar el Arqueronte, jamás fue nombrada en los libros ni en las páginas famosas. El pequeño enano que vive dentro de lo profundo material, y que genera los quanta y los emite a diestra y siniestra cuando es molestado al exterior, tampoco ha sido visto por científico o por brujo. La implosión de nuestras capacidades perceptivas nos llevará al enano; la explosión de nuestra potencia creadora nos hará arder envueltos dentro de un vestido de cielo y de hierba vibrante y translúcido, de belleza incomparable.
Únicamente de regreso a los jardines de la instrumentalidad, aquella plétora de situaciones que se ofrecen como meramente transitorias o de una vulgaridad casi nauseabunda, es cuando llega la percatación del paisaje de lo numinoso, el rompimiento momentáneo de la pesada niebla londinense. Huele a vida, a Dios en todo lo que nos circunda, en los cables de electricidad y en el suéter de lana de la vecina de a lado. Se desprende una luz inefable del periódico sensacionalista arrumbado en la esquina, cantan sirenas y tronantes en el silbido de la tetera de peltre. Una galaxia espiral y sus brazos de polvo cósmico aparecen fenomenalmente al menear con vigor una taza de café con dos cucharadas de crema. La aurora boreal, espectáculo excelso propio de Brahma o de Ometéotl, es poca cosa comparada con el escalofriante accidente del roce del delicado y terso hombro desnudo de la trémula damisela.
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