Como un lente fotográfico obscurecido, deforme o roto, pasamos a menudo de largo frente a la perenne sabiduría y las verdades eternas desplegadas durante el juguetón decurso y vaivén de los avatares diarios. Así como el ojo del recién nacido aún no aprende a ver, moviendo sus globos oculares de aquí para allá sin ningún tipo de control, capturando únicamente la impresión de la luz y de los colores sin tener una conciencia plena de la realidad interactiva entre los objetos y los sujetos; de la misma manera uno pasa por tinieblas en este mundo desprovisto del ejercicio de la experiencia, del ensayo-error del desaletargamiento de nuestras más nobles facultades. Es así como marcha, a ciegas, la gran mayoría de los hombres.
El caro peligro de esta empresa reside principalmente en que, a mitad de nuestro habitual y vital entrenamiento, uno es ya capaz de percatarse de la lógica de los hechos, de sus posibles efectos y causas y de su reciprocidad en relación con nosotros; sin embargo, en un arranque de soberbia y de sobre-excitación del espíritu, no es capaz de percatarse aún de nuestras limitadas capacidades, de nuestra humana naturaleza. De allí la profunda ilusión sufrida por románticos y por metafísicos, por nigromantes y por religiosos, en la que se asemejan a aquellos ciegos de nacimiento que llegan algún día a ver, y que en medio de su frenesí, confunden la potencia de su vista con las del tacto y las de la voluntad, creyendo poder mover las cosas con su sola mirada, alcanzar y bajar la luna con su mano, o perseguir y saltar para montarse sobre la huidizas nubes en el cielo.
Es menester corregir esta deficiencia a tiempo, con el fin de que, como propone Wittgenstein, podamos llegar a obtener “la visión correcta del mundo”. Es una, sino es que la más importante, de las misiones como individuos, como entes vivientes y racionales sobre esta tierra.
Esta confortante y teleológica respuesta dentro del estudio óptico de nuestras vidas, ha de llevarnos, tarde o temprano, de manera inevitable y casi siempre abrupta, a quizás la más originaria y más penetrante pregunta de todas las que se ha hecho el hombre en tanto hombre, a saber, aquella que se han formulado y seguirán formulándose miríadas de pensadores en algún punto de sus existencias; aquella que acaso ha dado lugar a la filosofía misma en sus estados primero y último, y al fundamento mismo con el que comienza todo credo y todo culto transmundano: uno llega, crece, sufre, goza, falla, acierta y se perfecciona hasta tal punto de convertirse en un sabio, experimentado mirador de la realidad que ha aprendido a contemplar las cosas y a actuar en consecuencia de manera justa y adecuada: ha devenido el mejor de los hombres para gracia de todos… y luego, sin más, se marcha para siempre. Todo lo construido queda a la deriva. Otros le seguirán en su comienzo y en su final, indefinidamente en el tiempo, por los siglos de los siglos… amén.
Aquí, junto con el gran Khayyam, nos preguntamos: ¿Con qué fin fabrica Dios la mejor de sus vasijas, si tarde o temprano ha de destruirla, azotándola contra el suelo? La pregunta de preguntas: la muralla infranqueable. Lugar común ya, y sin embargo, la savia amarga que todo hombre, aristócrata o lúmpen, ha de probar antes de disolverse en la vorágine de los días y de las noches venideras. Al principio uno ve la montaña. Luego, ya no la ve. Y al final, vuelve a verla como antes estaba. Néctar del budismo zen que demuestra el necesario e imprescindible círculo vicioso en el que están condenados a caer los amigos del conocimiento y los amantes de la sabiduría: al final, como desde lo más alto del teatro, todos ven lo mismo aunque usen sus ojos de distintas maneras, aunque admiren desde distintos ángulos la obra. La metáfora del ojo que, en tanto que ve, no es capaz de verse a sí mismo viendo, a menos de que lo haga por mediación de un espejo transmundano que no existe. Parerga y Paralipómena: el espejo de todo lo demás.
El caro peligro de esta empresa reside principalmente en que, a mitad de nuestro habitual y vital entrenamiento, uno es ya capaz de percatarse de la lógica de los hechos, de sus posibles efectos y causas y de su reciprocidad en relación con nosotros; sin embargo, en un arranque de soberbia y de sobre-excitación del espíritu, no es capaz de percatarse aún de nuestras limitadas capacidades, de nuestra humana naturaleza. De allí la profunda ilusión sufrida por románticos y por metafísicos, por nigromantes y por religiosos, en la que se asemejan a aquellos ciegos de nacimiento que llegan algún día a ver, y que en medio de su frenesí, confunden la potencia de su vista con las del tacto y las de la voluntad, creyendo poder mover las cosas con su sola mirada, alcanzar y bajar la luna con su mano, o perseguir y saltar para montarse sobre la huidizas nubes en el cielo.
Es menester corregir esta deficiencia a tiempo, con el fin de que, como propone Wittgenstein, podamos llegar a obtener “la visión correcta del mundo”. Es una, sino es que la más importante, de las misiones como individuos, como entes vivientes y racionales sobre esta tierra.
Esta confortante y teleológica respuesta dentro del estudio óptico de nuestras vidas, ha de llevarnos, tarde o temprano, de manera inevitable y casi siempre abrupta, a quizás la más originaria y más penetrante pregunta de todas las que se ha hecho el hombre en tanto hombre, a saber, aquella que se han formulado y seguirán formulándose miríadas de pensadores en algún punto de sus existencias; aquella que acaso ha dado lugar a la filosofía misma en sus estados primero y último, y al fundamento mismo con el que comienza todo credo y todo culto transmundano: uno llega, crece, sufre, goza, falla, acierta y se perfecciona hasta tal punto de convertirse en un sabio, experimentado mirador de la realidad que ha aprendido a contemplar las cosas y a actuar en consecuencia de manera justa y adecuada: ha devenido el mejor de los hombres para gracia de todos… y luego, sin más, se marcha para siempre. Todo lo construido queda a la deriva. Otros le seguirán en su comienzo y en su final, indefinidamente en el tiempo, por los siglos de los siglos… amén.
Aquí, junto con el gran Khayyam, nos preguntamos: ¿Con qué fin fabrica Dios la mejor de sus vasijas, si tarde o temprano ha de destruirla, azotándola contra el suelo? La pregunta de preguntas: la muralla infranqueable. Lugar común ya, y sin embargo, la savia amarga que todo hombre, aristócrata o lúmpen, ha de probar antes de disolverse en la vorágine de los días y de las noches venideras. Al principio uno ve la montaña. Luego, ya no la ve. Y al final, vuelve a verla como antes estaba. Néctar del budismo zen que demuestra el necesario e imprescindible círculo vicioso en el que están condenados a caer los amigos del conocimiento y los amantes de la sabiduría: al final, como desde lo más alto del teatro, todos ven lo mismo aunque usen sus ojos de distintas maneras, aunque admiren desde distintos ángulos la obra. La metáfora del ojo que, en tanto que ve, no es capaz de verse a sí mismo viendo, a menos de que lo haga por mediación de un espejo transmundano que no existe. Parerga y Paralipómena: el espejo de todo lo demás.
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