miércoles, 6 de agosto de 2008

Tratado sobre el alma y las cosas : Apartatto II (Analepsia CDXX)



Apartatto II :
Della Soul In Da Djinn Und Into Rerum

Retornando un poco a la problemática más del lado del animismo que del humanismo, nunca he recibido queja alguna de aquellos metales receptores de ondas hertzianas ni de las ventanas virtuales emisoras de dañina luz. Pese al maltrato de mi desmesurada psique sobre sus delicadas superficies, siempre compaginan dentro de su perfección tecnológica: los reproches no son precisamente el lado de la colina que ellos optan para tomar un paseo.

A decir de los escritores de moda y de los políticos parlanchines, el alma no figura ya dentro de los intereses del estado ni de la industria editorial: es un tema arcaico, el cual las fulgurantes telecomunicaciones veintiunescas y la invención de la rueda por los sumerios han dejado atrás. O por lo menos es lo que nos ha hecho pensar el remanso del río de las opiniones y los truncos discursillos. El alma es pneuma, es soplo, y el soplo se disipa con la tarde.

Así es, señoras y señores: versar sobre la naturaleza de algo que ha sido colgado en el perchero de la indolencia indeterminadamente suele ser difícil y en gran manera escurridizo. Las espigas del trigo son evidentes, pero el viento que las mueve se avergüenza del observador, no se deja atrapar por las pupilas. Los cocos caen del cocotero, pero la fuerza que los lleva al suelo de manera inexorable es demasiado tímida como para manifestarse ante ojos curiosos.

Sin embargo, se insiste en negar al alma. Pero como ya vimos en un primer momento que a las espaldas de la negación está la afirmación, sería necio debatir sobre la primicia de una de estas dos facetas de lo eterno. Lo invisible es tangible, y lo intangible es la fragancia de las cosas. Las cosas tienen alma, pero el alma no es una cosa; por lo menos no lo fue para los cátaros y los pitagóricos. Dicen que el alma viaja, pero no hay esencia que viaje, pues omnipresencia es su segundo nombre. Otros afirman que el alma transmigra, los mismos que olvidan la radical diferencia entre golondrina y ave fénix.

Si hay viaje en el alma es un viaje de contrapunto: de A pasamos a B, de B a C y de C a A. El alma es trina y una, como el circuito del saber y la aprehensión de la verdad. El alma es un ir de camino, es un principio dinámico, es un trozo de fuego estelar. No hay psicólogo que cumpla su noble tarea: imponerle un logos a la psique es ponerle cadenas al molino, es lanzarle meretrices al santo. Este escrito mismo representa un logos, pero es un logos juguetón, nunca hermético ni tieso, como los logos de los doctores, los abogados y los sacerdotes. Es un logos sobre el alma, pero también sobre las cosas, lo cual le brinda ya un poquito de flexibilidad.

Los indios sioux y Karl Marx nunca se conocieron realmente, pero ya se intuían uno al otro, uno hacia el pasado, otro hacia el futuro, de la misma manera como yo intuyo a millones, y millones intuyen su fin. Estaban ya desde un principio conectados por la infranqueable red de las almas y de las cosas, del Padre Hipojéimenon que todo acaricia, de la Madre Historia que alberga a sus hijos en su seno infinito. El sudor sobre el cuerpo ya es reflejo del advenimiento de algo, el rugido impactante ya es señal de alguna especie de despertar abrupto. La serpiente del escalofrío sobre la espalda que se arrastra sigilosa va haciendo mella en las buenas conciencias; no las aparta de sí, y sin embargo, les hace olvidar lo más excelso del Ser; va relegando aquel lazo precioso, ese hilo conductor del Todo al Todo, del uno al dos y del dos al uno.

No hay pecado en brincar de un género al otro, siempre y cuando uno antes haya realizado sus oblaciones y haya purificado sus plantas mediante el carbón ardiente; no hay que traspasar fronteras que no son las nuestras, ni cortar en pedazos la reja que separa el aquí del allá: cada here tiene su lugar en el there. Por eso digo que hay almas en las cosas, que las cosas son alma, y que sólo un desalmado no se percataría del asunto.

De que hay gente dormida, la hay: sobre todo a altas horas de la noche ¿Alguien lo puede negar, estimada concurrencia? Lo malo es que esa noche dura, y dura, y dura… hasta que por fin amanece. Y mientras todos duermen, el diablo se apodera de sus vidas, les roba el alma y los tira por la borda ¡¿Cuántos pecadores incrustados en la meseta de concreto?! ¡¿Cuántos balbuceos sin sentido sobre las cosas sin alma?! Las horas pasan y ya se escapó la oportunidad de sus vidas, el conejo de la cena o la idea renovadora. Todo corre, y corre a más no poder. Sin embargo, heme aquí, sentado tan tranquilo, dirigiéndome hacia ustedes, amado público. A mí no me han robado el alma, no lo han hecho por que sé que hay cosas, que hay algo en lugar de nada.

Pero es corto el tiempo y angosto el espacio para hablar de mí, que soy cosa y tengo alma. Y por ser cosa también soy, así como la burra es leche y la cabra queso, yo soy corazón por que Jehová así me lo ha susurrado en sueños. Las ninfas han bañado mi cuerpo en fluidos báquicos; amanezco embriagado, empapado y listo para levantar al mundo con mis ojos. No habría lindas mujeres si no hubiera mundo, pero como hay, pues disfrutemos del banquete. Sería muy amable de vuestra parte si me pasaras la sal que se encuentra en el otro extremo de la mesa, le daría mayor sabor a mis platillos y más prestigio a tu persona. Un hombre bien educado cabe en todas partes, pues tiene abundancia de alma: su alma muta con las cosas, las penetra y se vuelve uno con ellas.

El compás: nave que surca sobre la superficie del océano de la pieza musical. Su ritmo, manifestación extrínseca del palpitar del Supremo. Las notas, pequeños suspiros fragmentarios del Éter. Y el sonido que producen llamado música… ¡el cielo! El sonido… el sonido resuena, retumba, rebota: penetra, cauteriza, devela. La música también cabe en todos lados, y en todos lados es bien recibida, y es por su naturaleza penetrante en las cosas por lo que ha mencionado a veces, “aquella pieza musical tiene alma, tiene espíritu”. Vana opinión, pues la música no tiene alma: es el alma en sí misma ¿Acaso es la música contenedora de algo, o más bien es ella misma la que es contenido, la que llena los corazones o los vacía por completo, la que los hincha de entusiasmo o los destruye como el ácido más corrosivo según sea el caso?

Nuestras aspiraciones inconexas, ante la resolana tenue del Alma del Mundo, reverdecen como un sayal en una sastrería, como un lomo de res en salsa de naranja en el más fino de los hostales. Hay un placer escondido en estar siendo siempre para uno mismo, y a la vez estar haciendo algo para los demás. Un trabajo manual tiene que ser, en esencia, tanto un útil como un miembro más de nuestro organismo perfectamente en sincronía. Si cuando hacemos las cosas, no les imprimimos alma, se quedan sólo como cosas: nunca llegan a ser cosas con alma.

No hay manuales para estos temas: pedir uno sería como pedirles a la elipse, parábola e hipérbola que negaran a su procreador, el cono; o como pedirle a un electricista que nos explicara la definición exacta del concepto "energía". El viento, la luz, la vida, son formas en las que la energía se manifiesta, y la geometría analítica sólo es un bosquejo de realidades aún más primitivas que las anteriores. Algún día llegará un anciano a tierras humanas, y nos hablará de ellas por los ojos, y nos cantará al oído con su mente. Sólo así comprenderemos todas las cosas.

Violáceas y eufemísticas mascadas rodean con gran gracia la realidad oculta en todas las cosas. Los dragones en China eran muy similares a las serpientes, en Europa a los lagartos. Sin embargo, y por si no se ha comprendido aun, el alma en los dos era lo que nosotros designamos bajo el vocablo "dragón". Bajo la idea del dragón y su extensa sombra, se pueden resguardar un par de alas escamosas y terribles, unas fauces felinescas, garras de proporciones épicas, cuerpo resbaladizo y demás atributos otorgados por las mentes más pródigas del Antiguo Imperio como del Legendario Reino a la representación de todos sus miedos, su admiración por la valentía y la sabiduría. En última instancia, los guardianes del templo siguen siendo quimeras potentísimas que reptan por los cielos, que aletean en los ínferos.

Suaves besos del laúd, frisos rotos de las negras tardes de Chernobil. La psicodelia no es más que un pequeño y breve vistazo al otro lado de lo real, a uno de los múltiples e infinitos mundos que se despliegan al poner un espejo frente a otro teniéndonos a nosotros justo en medio, creando vastas ciudades que se repiten sin fin, que forman largas filas que no terminan nunca. Allí no hay vacuidad: hay un misterioso sentimiento de repetición de todo, de proyección de lo divino en forma de un confuso anélido que se extiende desde aquí hasta allá, de regreso y hasta el otro extremo de lo ya repetido.

Aunque las personas digan que las nubes son cúmulos de vapores y demás cuestiones metereológicas, no son más que lluvia apelmazada en forma de majestuosas flores de algodón, y la lluvia no es más que la decantación de su esencia misma. Así como las nubes se transforman en lluvia al chocar unas con otras, así también el individuo muta al colapsar con otro igual, uno que esté a su nivel y que sea portador de sus capacidades. Se desprenden centellas de sus bocas y cae granizo resultado de sus cavilaciones y de su enfrentamiento verbal. Escurre el deseo, se fusionan las mentes. Hay comunión entre nube y nube, entre genio y genio. Es cuando el Gaudí y el Dalí miden estaturas: acontece la batalla épica de dos monstruos mitológicos, bestias de lluvia, de viento y de magia.

A veces, uno que otro rayo esporádico de sol irrumpe a través del altísimo cobertizo del mundo para caer con apabullante suavidad sobre un cráneo humano, y en caso de que no sea martes trece o que no haya nacido en algún día nemontemi, el autor compone una maravilla, el genio hace nacer hermosos crisantemos del cadáver descompuesto de la espera y lo indeterminado. Espectáculo sagrado sin duda, pero verdaderamente raro. Y es que en la rareza del fenómeno se esconde lo trascendental de su naturaleza. Sus manos brillan, grita la luz desde lo profundo de sus falanges; sus ojos arden, son incendio terrible de las columnas y de los tesoros de Persépolis. De sus pies brotan alas, camina en pos de la aventura, aún desde su silla giratoria, aún desde el taller desordenado.

Desde lo profundo de los estratos geológicos surge una voz grave que provoca un eco ensordecedor en toda la periferia vacía de lo momentáneo: los manuales de Latín y los recetarios de Química Farmacéutica se caen de los libreros con un estrépito bastante considerable a raíz de tan asombroso acontecimiento. Las hienas huyen de su carroña y los delfines detienen su magnífico nado por unos segundos: un espíritu está creando, una criatura bella e inmortal está por nacer, una obra eterna que redimirá a masas enteras, que iluminará los caminos del pensamiento y la sensibilidad a través del singularísimo túnel de lo futuro. Es de nuevo ese genio, que está creando algo, dándole forma a lo informe; o para decirlo en términos más adecuados a este tratado, le está otorgando más alma a las cosas.

Por ende, son este tipo de criaturas las que comprenden más profundamente la naturaleza del alma y de las cosas; la comprenden, no la entienden. No confundamos comprensión con entendimiento. Entender este tipo de realidades es falaz epopeya. Comprender es apresar mediante cualquier tipo de potencialidad humana lo existente, y una vez inmerso en esto, transmutarlo y devolverlo, más bello y más trascendente, al implacable mecanismo de los atardeceres y los amaneceres. La lógica es nuestro método de supervivencia, a falta de garras y de veneno, que nos dio lo natural. El entendimiento es un instrumento, no apto para iluminar la cueva completa, sino sólo el camino que nos conducirá a la mina llena de estalactitas diamantinas.

Los creadores son, en última instancia, sólo creadores. Son ese fuego contagiosos que se prende de tus ropas cuando rozas de casualidad una de sus obras más sublimes. Son aquel motor inmóvil de los tiempos y de los lugares, que desde un punto fijo e inamovible de la Madre Universal, siguen dictaminando las leyes para seguir construyendo admirables mezquitas de cristal, basílicas de amatista dignas de alabanza ¿Y por qué infunden en nosotros esa serie de sentimientos propios sólo del encuentro con Júpiter o con Ahura-Mazda? Porque los creadores, esos ángeles encerrados en capullos fisiológicos, saben mostrarnos hábilmente el alma en las cosas; saben explicarnos las cosas de tal forma que no sólo captemos lo anímico en ellas, sino al Alma en sí misma, lo que somos nosotros por los siglos de los siglos... amén.

Y es que, disertando sobre estas cosas y sobre el alma que las impregna, he encontrado un método efectivísimo para distinguir a los genios creadores de los que no lo son. He descubierto dos términos fundamentales dentro de esta discusión para identificar y nombrar a los no-genios, mismos que no sólo mantienen estrecha relación, sino que son incluso sinónimos: los apiréticos y los aporéticos. En los primeros no hay fiebre alguna, y los segundos, nunca llegan a ninguna parte. Para los primeros, todo es indiferencia y rutina burda; para los segundos toda acción es inacabada, no hay proyecto ni afán trascendente. Los apiréticos, viviendo en el frío intervalo de dos fiebres, nunca son sujetos de éstas, y permanecen todos sus días mirando la pared carcomida de las calles aledañas. Los aporéticos nunca terminan sus problemas, ni siquiera se han planteado si están interesados en resolverlos o no. A los primeros nada les apasiona, los segundos abandonan su vida al azar y al “a lo mejor”. Graves males contemporáneos aquellos, los de la apirexia y la aporía.

Los genios, los creadores, son cualquier cosa menos apiréticos-aporéticos. Toda su vida, aunque ellos no lo sepan o se nieguen a aceptarlo, es un telos, un fin en sí misma, todo tiene un sentido borroso por la multiplicidad de significados pero vívido a la vez, generando nuevos sentidos constantemente dentro de su existencia; arden y se consumen en vorágines internas que expelen grandes columnas de humo celeste, queman inciensos dentro de su espíritu cuyo aroma no hace olvidar sino recordar; recordar que somos, en esencia, almas dentro de la Gran Alma, que las cosas son su recipiente, y que sólo a través de las cosas es como podemos observar la inefable y perpetua melodía de la cítara de Khrisna, escuchar la innombrable e imperecedera obra plástica del pincel de Kukulkán.

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