Cruzando a pie las estepas de cristal subterráneo, súbitamente emerge de entre las etéreas espigas de acero un par de burbujeantes manantiales de estruendo. Varias ninfas translúcidas con ropas de eco y resonancia retumban con cadencia y antiséptica gracia de extremo a extremo del paraje. El polvo baila sobre la blanca llanura nevada, y a lo lejos todo un conglomerado de abedules índigo-violáceos voltea a ver a las alondras. Las nueces que han quedado en el piso, inmaculadas, se elevan como gotas de mercurio amado hacia el cónico ápice del mundo, aprehendiéndolas en su núcleo, su singular galaxia.
Y la gente come, ríe, se viste, camina y odia.
Pétalos de plata y de nácar rosado circundan los rizados cabellos de los ángeles mudos: el tapiz sagrado de sus cráneos. Las raíces y las ramas del fondo del océano explotan y se impactan contra las cálidas espaldas de la fortaleza de amatista, tan elegante y tan erecta como siempre lo ha sido, a través de las comarcas y los sellos. Un beso de cera y otro de esfera se guardan y fluyen en los interminables ríos internos del carmín y la esmeralda, aprestando el vuelo hacia los confines de las olas titilantes y de la frescura del pecho del halcón invisible, padre y madre de la aurora boreal, abanico espectacular del sueño de Dios.
Y la gente duerme, defeca, copula, platica y se rasca.
Al parecer… nada fuera de lo normal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario