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“Una pulgada de sensatez, y después una milla de imprudencia”: tal era la leyenda impresa en el letrero pegado sobre la puerta de entrada, escrita sobre un papel amarillento y bastante roído de las puntas. Al penetrar cuidadosamente en el inmueble, los vellos de los brazos se les erizaron de inmediato, sin previo aviso. Todo en la casa olía a moho, a madera apolillada y ladrillo mojado. Por un ventanal semi-roto llegaban a filtrarse diminutos hilos de luz vespertinos, los cuales, junto con la serie de telarañas que pendían de dos de las esquinas de la sala principal, otorgaba al lugar un cierto halo de tétrico anticuario, de bello descuido e indiferencia por las cosas materiales, por aquellas pertenencias que suelen esclavizar a la mayoría de la gente. El tintineo de las gotas de lluvia sobre los tejados de las casas vecinas, el eco del ave desconocida que graznaba insistentemente sobre los cables de luz al exterior, el tambor persistente de los latidos propios del corazón: todo elemento colaboraba un poco en la composición de una extraña sinfonía, misma que iba acrecentando su intensidad en la medida en que uno ponía atención a todos los detalles en conjunto, sin dejar pasar uno solo.
- Este lugar parece abandonado - aventuró el inspector.
- ¡No me diga! - respondió sarcásticamente su joven asistente, quizás de manera un poco irrespetuosa, dados los rangos bien definidos de cada quién.
- Pero no podemos darnos por vencidos así como así. Tenemos que seguir buscándolo. Adelante.
Al ir avanzando hacia el interior del inmueble, más y más elementos iban revelando de manera gradual pero poderosa un cierto temperamento, una cierta personalidad, un cierto modo de ser. Réplicas de Hokusai, de Klee y de uno que otro Waterhouse brillaban opacamente sobre los muros tapizados con un corrugado de alcachofas y garigoleados marrón del siglo antepasado, reproduciendo un collage bastante sui generis en plena consonancia con lo ocre del ambiente, un mosaico de impresiones, de muebles y de decoraciones que daban la quizás engañosa impresión de ser reliquias fermentadas durante varios lustros dentro de las barricas de la observancia, el desvelo y el cultivo del espíritu. En efecto, no era aquella una casa cualquiera, y mucho menos debía de serlo su (o sus) habitante (s).
En la medida en que los hombres iban penetrando la desconocida jungla que se abría ante su vista a través de los largos y altos pasillos, no podían dejar de hilar ideas respecto del tipo de inquilino al que se enfrentarían tarde o temprano en alguna de esas inquietantes esquinas, o en algún entrepiso inesperado que habría de tomarlos necesariamente desprevenidos. Un manojo de nerviosismo los atrapó por unos instantes, pero lograron salir venturosos de éste, y de otros dos más de manera consecutiva.
Una pequeña puerta en el suelo parecería conducir hacia una especie de sótano ¿Habría que entrar? No. Mejor continuar inspeccionado los pisos superiores antes que éste ¿Miedo? Por supuesto que no: sólo el necesario seguimiento de un protocolo que se lleva al pie de la letra en todas las operaciones de este tipo. No había que olvidar tampoco que no se trataba de una simple orden de cateo: se trataba, ni más ni menos, de una orden de aprehensión. Había que tener presente que medio escuadrón confiaba en la capacidad policial de nuestros camaradas, altamente preparados para este tipo de acciones. La cocina, el baño, el patio: todas piezas de museo descuidadas, víctimas del desgaste natural que provocan agentes como la humedad, el polvo y la falta de actividad enfocada a la preservación del entorno. Sin embargo, ampliamente atrayentes y singularmente seductoras, como una buena prostituta madura, como un buen vino añejado en una cadena considerable de generaciones con eslabones de oro.
- Muy bien... si el hijo de puta no está en casa, entonces ¿en dónde podría estar? Podría estar en cualquier otro lugar.
- Sus conclusiones nunca dejarán de sorprenderme, teniente. Siempre tan agudas y tan...
- ¡Ea, ea! ¡Ya me estoy cansando de tu sarcasmo, chico! ¡Sólo me expreso así, eso es todo! Pienso en voz alta... no tienes porque restregármelo en las narices ¡Como si tú nunca lo hicieras, bravucón! Acuérdate para qué hemos venido hasta aquí. No te distraigas ni un segundo. Tenemos que atrapar a ese bastardo.
Tal irrupción en apariencia discordante sirvió bastante para destensar un poco los ánimos nerviosos de ambos policías, uniéndolos más de manera paradójica en su persecución, agudizando sus sentidos hasta tal punto que se volvieron un poco más ágiles y más cuidadosos. Subieron la tercera de las escaleras, llegando por fin a la recámara que parecía ser la del dueño del lugar. Nada. Después una recámara, tras otra, tras otra. Nada de nuevo. Al fondo del pasillo, pudieron vislumbrar una recámara cerrada, incluso más pequeña que las anteriores. La áspera mano del detective tomó la perilla y la hizo girar haca la derecha.
La rechinante puerta se abre y la primera figura que permite ver la rendija semi-abierta a profundidad es la de un bulto sobrepuesto sobre el borde de la cama. Sus rasgos se pierden en la obscuridad del cuarto, que cae pesada, solemne, envidiosa de las miradas invasoras ¿Es un costal? ¿O es el hombre que están buscando? Aventurado comentario desde la distancia que se encuentran los dos, mirando como niños pequeños, mudos y extraviados, la profundidad del inhóspito bosque. Un terrible sentimiento se apoderó de ellos en aquel momento: no tanto el terror del posible encuentro violento con el inquilino, como el indescriptible extrañamiento de un “algo” que se avecina, y no se sabe qué es en definitiva. Un temor irracional, similar a la incertidumbre previa a la entrada dentro de una indeterminada obscuridad en la que se preven los más cruentos sufrimientos y terribles violencias, sin saber cuándo, por dónde ni de qué forma van a llegar, había tomado más y más terreno sobre sus cuerpos.
De manera fulminante, efectivamente, algo sucedió: una lucecilla blanca tornasolada, parecida al reflejo de una concha nácar golpeada por el sol sobre el lienzo arenoso de la playa, emergió del centro de esa masa todavía amorfa y extraña que se erigía frente a sus incrédulos y despabilados ojos. Desde ese estado de alerta en el que se encontraban sumergidos los detectives, parecía casi posible escuchar el aleteo de un colibrí en el jardín a unos cien metros de distancia; las pisadas marciales, al unísono, de las miles de termitas que invadían el interior de las paredes y los postes de la casa; las casi imperceptibles micro-frecuencias que producía el roce del aire colado por la ventana en choque con las cuerdas tensas de una arpa abandonada que yacía, inerme, a un lado de la cama. Ambos eran todo oídos, todos fibras nerviosas recorridas por un arroyo de energía cosquilleante y permanente, un flujo indetenible de sensaciones incendiadas.
Las miradas se iban hundiendo, cada vez más, dentro de aquella abertura luminosa sobre el bulto. De pronto, un despunte de dulzura y de tranquilidad emanó desde la parte baja de sus vientres, extendiéndose por sus miembros hasta alcanzar la nuca, deteniéndose en ese lugar. Una seguridad, casi de vientre materno, asaltó sus mentes posesas, colándose hasta el rincón preciado de los recuerdos más importantes de cada quién. En el más joven emergía de pronto la imagen de su querida esposa preparando el desayuno desnuda en la cocina, con sus bellas y tersas nalgas moviéndose de un lado para otro, discretamente, mientras batía energicamente los huevos con jamón que comerían juntos después de hacerle el amor sobre el fregadero. En el otro, el más viejo, solterón y amargado, salía a flote la mirada caritativa y casi sapiencial de su hound dog de nombre Elías, echado sobre su sillón, con su lengua larga y babosa apuntando hacia el sur, y encogido sobre sí, como esperándolo con ahínco tremendo a que su amo llegara a su hogar, con una sinceridad y ternura difícilmente identificable en ojos humanos.
Así permanecieron perdidos en las espesas malezas de sus sentidos confundidos con sus capacidades mnemotécnicas hasta que, así lo quiso Dios, o el diablo (o bien, ambos perfectamente coludidos), un jarrón de porcelana cayó estruendosamente muy cerca de sus cuerpos, sacándolos de su letargo de forma inmediata, y recuperando el nivel de adrenalina con el que comenzaron su ulterior cacería, sintiéndola como una inyección de heroína suministrada justo sobre la madre de todas las arterias.
- ¡Arriba la manos! ¡Identifíquese! ¡Ahora! ¡Quiero ver sus manos... ya!
Ningún movimiento de manos se produjo en la escena. Ahora, la silueta negra y penetrante había mutado en algo parecido a un feto de caballo, o más bien a una lámpara cubierta por un abrigo de piel, debería decir. Ya no era algo humano, y quizás nunca lo fue más allá de la esperanza de los policías de que así lo fuera. Suele suceder que las cosas se transforman para nosotros en la medida en que violentamos con nuestro deseo su verdadera naturaleza. Si nosotros queremos, una cuerda puede ser una serpiente, un puño cerrado una vagina, y la materia un conglomerado casi infinito de átomos y quanta. Todo depende de cuánto esmero, cuánta concentración de deseo, se le ponga a la ilusión generada. Nuestros dos protagonistas estaban perdiendo tal capacidad muy rápidamente, a tal grado que todo indicio de hombre ya se había desvanecido de allí. Sólo quedaba el punto de luz en el centro del obscuro bulto.
De nuevo, en la medida en que los policías volvían a fijarse inevitablemente en el orificio fulgurante que disparaba finos hilos sobre sus atolondradas pupilas, regresaron gradualmente a sus divagaciones, perdiéndose de nuevo en las intrincadas redes de las vívidas imágenes de su pensamiento, en su mundo interior. Uno de ellos empezó a imaginarse paseando felizmente por los Cárpatos tan ligeramente que podría jurar que se encontraba sobrevolando el área; y el otro realizando su rutina de ejercicios matutinos (ejecutando hiper-extensiones, más particularmente) sobre la nueva duela de su apartamento, fruto de tres meses de ahorros y de más de una desaveniencia consigo mismo respecto de su presupuesto y de la forma más correcta de administrarlo. Todo esto los embriagaba de placer y de simultánea tranquilidad, algo nunca antes sentido por ellos en esa divina intensidad.
Pudieron haber pasado varios minutos, incluso horas (¿quién lo puede afirmar con seguridad?) después de que el jefe hubiera lanzado su último grito sobre lo que esperaba que fuera su víctima, sentada sobre la cama. Ahora, la figura había adoptado una silueta similar a un homúnculo (un pigmeo gordo, o algo parecido); o quizás más bien a un almohadón de plumas que se retorcía de vez en cuando, poco a poco, de manera espasmódica. En realidad, ninguno de los presentes sabía con exactitud qué era lo que estaba aconteciendo en ese lugar. Empapados de sudor frío y con un pésimo aliento bucal, comenzaron a emerger suavemente de su letargo, acarreando la sensación de cuando uno sale de la deliciosa agua de una alberca hacia la intemperie ventosa que nos recibe afuera (con el detestable cambio brusco de temperatura que esto implica).
Paulatinamente fueron recuperando la noción del tiempo, ese sentido interno sin el cual, más que con el espacio, se nos aparecería todo como un inmenso mar de colores, sonidos y formas en el que, sumergidos de continuo, toda imaginación y emoción presentes e identificables quedarían disueltas, como cristales diminutos de sal, integrados en la masa líquida que se pierde en el horizonte y se enciende, como flor de fuego y montaña, con la tarde.
- ¡Muy bien! ¡Tú lo quisiste! ¡Voy a disparar! ¿Es eso lo que quieres? ¡Arriba las manos, pues!
Pero ninguno de sus “músculos” se movía. Permanecía allí, varado en su propio “cuerpo”, como esperando a que algún bienintencionado marinero lo empujara fuera de la orilla. La voluntad, del otro lado, estaba presente: el teniente quería alcanzar al bastardo, sacudirlo, incluso golpearlo un poco, y llevarlo directo a la comisaría, donde acabaría todo esto de una buena vez. “Sí: golpearlo, golpearlo quizás mucho. Quizás golpearlo hasta cansarse, hasta que el infeliz vomitara sangre y quedara tumbado sin moverse, inherte, y yo quedara junto a él, con una gran sonrisa, mirando hacia el techo. Golpearlo hasta... ¿matarlo? ¡Sí! ¡Sí! ¡Matarlo! ¡Matar al hijo de puta! ¡Hacerle pedazos!”. Pero a veces la voluntad no basta, como en este particular caso: las piernas entumidas, los brazos hormigueantes, la espalda y el cuello acalambrados y sólo ese punto luminoso, tan puramente blanco que daba asco, enterrado como alfiler magnético en medio de su alma.
Los pensamientos de ambos comenzaron a girar vertiginosamente sobre sí mismos a partir de cierto momento: olores, sensaciones y sabores comenzaron a mezclarse dentro de ellos. De la misma manera que en un sueño alguien puede estar conversando, siendo niños, con algún amigo de su infancia en la oficina en donde actualmente labora; o bailar plácidamente con su novia del bachillerato en la sala de la antigua casa de su abuela paterna; asímismo los recuerdos y la realidad presente se entremezclaban para ellos, enmedio de un coctel vívidamente desconcertante, dentro de una tómbola diabólica de bizarros materiales que no permitía recobrar el sentido común para cumplir definitivamente con su trabajo y salir de ese puto, confuso y maravillloso hoyo en el que estaban metidos.
La boca de ambos estaba demasiado seca. Aunque quizás no haya sido propiamente su boca lo que estaba seco: quizás era la puerta, o el sol, o el caballo de Gengis Khan, o un escalofrío en la espalda de una dama, o el residuo sólido del intestino grueso de alguna estrella famosa de cine. Quizás ya no tenían bocas, ya no existían más bocas en este mundo: las bocas habían dejado de ser bocas, para ser algo más que una boca, o algo menos, o algo más allá de todas estas cosas, de todas estas bocas.
El bramido del día y el bostezo del atardecer galopaban, como caballos salvajes, por las estrechas venas de los detectives. Picos nevados y antenas parabólicas se erigían a lo largo de la habitación, misma que había alcanzado ya el diámetro de Constantinopla entera, o de una molécula de dióxido de carbono, inmensamente microscópica, imperceptiblemente colosal. No eran ya ellos mismos los que solían ser. Eran otra cosa ¿Eran, en sentido estricto, alguna cosa?
Eran las diez y cuarto de la noche. Habían pasado cinco horas y media desde que habían irrumpido en el misterioso inmueble, con pistola en mano y los dos cojones bien inflamados de virilidad policiaca. Sedientos, con un agudo dolor de cabeza, se sentaron sobre un buró y comenzaron a jadear, aspirando todo el aire posible para poder sobrevivir. Desde luego, ya no había “nadie” sentado a la orilla de la cama. El que fuera (o lo que fuera) que estuviera allí, había escapado. Tardaron por lo menos otros veinte minutos para que ambos personajes retomaran la compostura, y comenzaran a darse cuenta del asunto. El mayor, sacudió el polvo de sus rodillas y dijo:
- Pues ya no está ¡Demonios! Se ha ido.
- Otra más de sus brillantes conclusiones – pensó para sí el muchacho, temeroso de que su recurrente sarcasmo fuera tomado esta vez por desacato. Un último chequeo al edificio: se mueven luces de linternas sobre las superficies rugosas, sobre los sillones y ventanas cerradas, tal vez atascadas. Todo en orden, nadie en casa. Hora de salir de allí.
“Una pulgada de sensatez, y después una milla de imprudencia”. Ninguno de los dos detectives pudo alguna vez sacar tal enigmática frase de sus recuerdos. Hasta la fecha, en ambos, permanece fresca la imagen de la nota pegada sobre el pórtico, meticulosamente centrada sobre el marco y dispuesta de tal forma que todo el mundo pudiera verla al entrar a la pequeña mansión. No obstante, ninguno de ellos pudo tampoco, en algún momento de sus vidas, adivinar el significado inherente a tales palabras. Los casos van, los casos vienen. En verano, las jacarandas florecen de manera majestuosa. Los gatos odian que el agua caiga sobre sus cuerpos. Y mi vecina, sabe sólo ella por qué, sale a barrer su banqueta a las dos de la mañana todos los días, sin falta. He de reconocerlo: la deja francamente impecable.
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