Sigilosa y precavida,
se cuela la nostalgia al despertar:
herrumbres del cielo,
látigo de la mañana rubia,
oxidada en sus puntas
y abollada en el centro de su pecho.
Astillas tempranas que llueven sobre la brisa,
luces que se abren de par en par,
descuidadas, llenas de vaho,
de bostezo primigenio y solitario.
Así es como emerge la conciencia:
se levanta el párpado-telón
desde la jauría infinita de los arrecifes somnolientos,
esos guijarros, pedazos incoherentes de mundo,
que resultan no más que ambiguos palmos de narices,
restos de certezas varadas
a merced del más suave sobresalto.
Ensoñación interrumpida:
animaciones vanas sobre sólidos lienzos,
antiguos,
monolíticos,
abandonados al delicioso beso de la fortuna diaria.
Arenas que se pierden dentro de sí mismas,
en implosión presurosa,
amarradas al instante eterno
de la mirada vagabunda.
Una mirada pulcra, sedosa, amable,
dulce pozo de memorias
pintadas sobre su superficie.
Mirada a su vez lagañosa e hinchada,
semi-ciega y pesarosa,
doble herida por debajo de las cejas.
Quisiera la mar ser agua,
agua y sólo agua,
hojaldre verdiazul,
fuga de Agosto,
sintaxis de un viento descontrolado,
espera augusta sobre las mesetas durmientes.
Pero no.
No es así.
Siempre es de la otra manera.
Simplemente así es.
Simplemente así sucede, nunca como en el ensueño.
Entonces el ofidio se muerde la cola,
y la canción se repite en el templo,
en el templo vacío de lo corpóreo,
en ese cuerpo hueco que no ha dejado de cesar del todo.
Las llamaradas estallan en la espalda,
se mojan en los recuerdos del sello nocturno,
para entonces, una vez sembradas,
emerger libres, en escapada,
como una parvada de islotes coloreados.
En la nueva noche, estreno de luna,
el brillo en la pupila se apaga de nuevo,
presto para escalar una vez más las ramas lúbricas,
inmersión de nueva cuenta en el estanque ígneo
del tiempo disuelto y la materia desintegrada,
dentro de aquel territorio auspiciado por Morfeo.
Pero, por ahora, es de día.
Soy un ave ahora,
sentada sobre el borde de la cama,
escuchando el hermoso rugido de los gallos
y el rústico correr del refrescante arroyo.
Desplegada esa sensación de cien mil años,
la recámara se atora en mi garganta,
y la vida pugna por reincorporarse de nuevo,
como un retoño de habichuela abriéndose paso hacia el sol,
resquebrajando el ajado rostro de su madre, la tierra.
Nada duerme, nada cae realmente.
Ni siquiera el cuerpo vacío, mucho menos la noche.
Sólo simulacros de batallas moribundas
sobre el techo de satín del Rey Silencio.
De lo demás, de lo nocturno,
siempre quedan esqueletos pétreos,
ecos de una estación que está por apagarse.
Así se pasea el vaivén de las horas,
así cantan el adentro y el afuera.
Escondida, tímida, arrinconada,
la niña nostalgia acecha y se ríe,
dura y fría amante,
siempre llevando la delantera, cabalgando
sobre el gélido horizonte del amanecer sempiterno.
Siempre es hoy… siempre es hoy y de mañana.
¿Qué sabor es éste, nuevo y viejo en mi boca?
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