El efluvio continuo de las razas y las épocas.
Ríos caudalosos de inútil barro insuflado.
Juego gris que se torna incomprensible.
Traicionero beso en la mejilla sagrada de la vida.
Retoños de neón y de acero
brotando a partir de la infértil superficie.
Juego de cruel inocencia derramado sobre atardeceres de oro.
Néctar hirviente que gotea, monótono,
sobre la densidad de los días y las horas.
El último fruto del Árbol de la Sabiduría
se ha hecho sudor ya, se ha hecho piedra caliza
que escurre, resbala, se hunde y se ahoga
tras las desnudas vértebras de la razón dormida.
Esperando el instante preciso, precioso,
nos quedamos aspirando las cenizas de las manos vacías.
Sombra incontrastable que se cierne sobre el hombre.
De lejos, desde el aparador de concreto,
redimidos, afeitados y domesticados,
¿penetramos lentamente en los misterios de la carne?
Se disuelve la voz entre los bosques de varilla y vidrio,
manojo de pesados instantes,
trazado de líneas de fuga y de aromas perpetuos.
Los colores-luz penetran y estallan en mil pedazos sonoros.
¡Mirad, de qué manera se iluminan los campos de las cruces venideras!
Lúcida ceguera que abre las ventanas al olvido.
Siempre las mismas delicias, las mismas rutas de escape al tiempo.
Imperio comunista de intereses y de aspiraciones
que marcha al batiente tambor de no se qué invisible redoble.
Ecos que resuenan detrás de todo nudo móvil de deseos y de apetitos.
Opulencia y miseria: sólo dos caras de la misma esfinge.
Las manos levantadas en plegaria hacia el cielo,
y los pies enterrados en la arena helada de la continuidad.
Carabela autoconsciente entre dos mundos, varada.
Obelisco que se yergue, magno, sobre las lindes de la nada.
El eterno retorno de lo mismo.
Ríos caudalosos de inútil barro insuflado.
Juego gris que se torna incomprensible.
Traicionero beso en la mejilla sagrada de la vida.
Retoños de neón y de acero
brotando a partir de la infértil superficie.
Juego de cruel inocencia derramado sobre atardeceres de oro.
Néctar hirviente que gotea, monótono,
sobre la densidad de los días y las horas.
El último fruto del Árbol de la Sabiduría
se ha hecho sudor ya, se ha hecho piedra caliza
que escurre, resbala, se hunde y se ahoga
tras las desnudas vértebras de la razón dormida.
Esperando el instante preciso, precioso,
nos quedamos aspirando las cenizas de las manos vacías.
Sombra incontrastable que se cierne sobre el hombre.
De lejos, desde el aparador de concreto,
redimidos, afeitados y domesticados,
¿penetramos lentamente en los misterios de la carne?
Se disuelve la voz entre los bosques de varilla y vidrio,
manojo de pesados instantes,
trazado de líneas de fuga y de aromas perpetuos.
Los colores-luz penetran y estallan en mil pedazos sonoros.
¡Mirad, de qué manera se iluminan los campos de las cruces venideras!
Lúcida ceguera que abre las ventanas al olvido.
Siempre las mismas delicias, las mismas rutas de escape al tiempo.
Imperio comunista de intereses y de aspiraciones
que marcha al batiente tambor de no se qué invisible redoble.
Ecos que resuenan detrás de todo nudo móvil de deseos y de apetitos.
Opulencia y miseria: sólo dos caras de la misma esfinge.
Las manos levantadas en plegaria hacia el cielo,
y los pies enterrados en la arena helada de la continuidad.
Carabela autoconsciente entre dos mundos, varada.
Obelisco que se yergue, magno, sobre las lindes de la nada.
El eterno retorno de lo mismo.
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