sábado, 19 de diciembre de 2009

Iluminación esnob (Parte I) [Analepsia CMXCVIII]


Preñado de referencias canónicas e ineludibles, corro con orgullo y desenfreno por la acera anímica del Cosmos, como un pavorreal desbordante de mundos, de mundos poderosos y reales, no de fantasmagorías cotidianas ni de banalidades varias. Toda la sangre sube a mi cabeza y se agolpa allí, anarquista de la gravedad: me hierven los cielos, las aves, los cirros. La pistola cargada / la pluma cargada / el ingenio cargado a punto de disparar a mansalva sobre aquel despiadado y blanco retador que siempre nos intercepta de frente en el camino hacia la inmortalidad, que nos desafía con su vacío, con su nada, con su “antes-del-Fiat”: digno y querido enemigo. Con mi camisa de once varas puesta y bien abrochada, veo la noche aproximarse, y después de ella, me estremezco anticipadamente ante el presentimiento de la súbita rasgadura de la aurora. Hoy todos somos soles, estrellas perfectamente alineadas, continuum poiético de un magno soneto universal que ha permanecido escribiéndose por milenios y que se sigue escribiendo sin ánimos de cesar algún día, llevado por la mano y obra de sendos avatares lumínicos, pasados, presentes y futuros, poseedores y herederos todos de la noble antorcha del hombre: no tan numerosos pero numerados puntos tangenciales trazados sobre Nuestra Única Circunferencia. Rostros, voces y aromas de aquellos héroes prometeicos que han ganado, indiscutiblemente, su lugar en el Valhalla.

Pienso en Dante, en Shakespeare, en Cervantes, en Goethe y en Joyce, y se abre violentamente ante mí un mar inconmensurable de ambigüedades, de efluvios fluorescentes, de barbas-cimas puntiagudas y de horas implacables, insuperables. Todo lo humano se ha dicho ya, se han estirado las lenguas hasta reventar, se han agotado los moldes para hacer memorias. Una serie de intimidantes sombras se ciernen sobre nuestros cuerpos, obscureciendo todas nuestras aspiraciones. Y sin embargo, henos aquí, ingenuamente, al pie de la trinchera. Nos imaginamos guerreros, y no puede ser de otra forma.

Pienso en Whitman, en Khayyam, en Rilke, en Pessoa y en Gorostiza, y nuestras rodillas flaquean, nuestros ánimos se cubren de escombros y las torres vigías de nuestros sueños se hacen pedazos al más leve contacto con la bala de cañón del canon, lejana, pero certera en su derruir. De pronto despuntan, como navajas sacramentales, luces de Kerouac y Ginsberg, de Rimbaud y Baudelaire, de Ovidio y Virgilio, de Chaucer y Bocaccio; luces que iluminan vasto y hondo, que tiñen e inflaman nuestro horizonte, avivando la brillante criatura etérea que se alberga fluctuante en la leña de mi inspiración. Se incorporan de nuevo los bridones a la contienda, de antemano ya perdida.

Pienso en Proust, en Dostoievski, en Kafka, en Tolstoi y en Dickinson, y nuestras preciadas y aterciopeladas cortinas se caen de los ventanales, dejándolos desnudos, desprotegidos, frágiles e impotentes ante la ceguera ocasionada por la lanza oblicua, la potencia heredada de los genios. Los cuervos graznan sobre las tumbas del deseo sublimado. Un parpadeo de Woolf o de Beckett es suficiente para descuartizar un asno, así como las flores Poe esperan gustosas todas las primaveras ser polinizadas por el insecto Wilde. Un nuevo Homero ha brotado de la tierra, con finos pétalos de Verne y fuerte tallo de Molière ¡Avanti, avanti, ya casi tomamos el alcázar!

Pienso en Borges, en Huidobro, en Cortázar, en Hernández y en Lezama Lima, y todas nuestras ciudades semi-perfectas se hunden, colapsan, se humillan, polvorientas, y le besan las sandalias y la toga a los ídolos de mármol. A orillas del río Rulfo, Inés de la Cruz lava su hermosa cara mientras Bécquer se ha bajado De La Barca y ha planeado conquistarle. Las Revueltas nunca traen la Paz a los pueblos, y menos a los territorios amurallados de Góngora y de Quevedo. Suaves gotas de nieve-miel escurren de los cántaros de Machado y Carpentier, y se posan suavemente sobre los deliciosos dieciocho senos de las musas trepidantes. Yo los lamo con gusto y con lascivia, me alimento y me resguardo en sus musicales pechos: así es como me olvido fugazmente de las estaturas que opacan y de las magnitudes que intimidan. El amargo sabor a Eclesiastés que invadía mi boca cede por unos momentos.

Liso, llano, simple, inocente y desentendido como un niño contento en medio de un tétrico bosque lleno de fantasmas, me hago a la tarea diaria de acrecentar mi sordera y mi ceguera ante lo ya dicho y lo ya fijado de una vez y para siempre. Los cantos de las sirenas no han logrado todavía aplacar mis modestas intuiciones, ni la Madre Gorgona ha podido todavía convertirme en piedra ágrafa y estéril. Después… quién sabe. El tiempo reza lento sus oraciones matutinas. De pronto, la fiebre vuelve a retomarme, mientras la historia de la literatura cede y se agazapa, acobardada, en un rincón de mi alma, habiéndome de antemano ya infectado felizmente con sus póstumas bendiciones. Un papel, un golpe, una lámpara de aceite: eso es todo lo que necesito por ahora.

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