Sombra roja de noche
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Rojo: soy el monstruo bañado en rojo. Un monstruo moral, a la orilla de la
cama. Ella tiene las piernas más bellas del mundo: las más firmes, las más
ter...
martes, 27 de abril de 2010
Poema del anciano sufí (Analepsia MCCCI)
¡Arrancadle la piel a los cerdos! ¡Quitadle el pelo a los higos!
¡Verted la madera sobre el césped, que ha llegado su hora!
Las bocas se cierran y los ojos van corriendo lento.
Las ponzoñas han sido removidas.
La carne es sana, fresca, radiante y juvenil otra vez.
¿Habremos regresado a los tiempos eternos,
a las lindes de los campos silvestres y de las mañanas locas?
Tú creaste la noche, yo hice la lámpara.
Bajo el influjo de Tus besos invisibles,
las moscas Te exhortan a callar la verdad de las verdades.
Creíble es Tu camino, pero sólo eso.
Nada impide ahora que me transfigure en serpiente
y corra, como sangre, por debajo de las dunas.
Asoma, Tu pequeña gran cabeza, por la ventana.
Verás un mundo interminable de filas de columnas rotas.
Los mercaderes han guardado los soles
y las cortesanas han comenzado la danza del frío.
¿Cómo pasar desapercibido si el mundo es negro, y yo soy de nieve, dime?
Arduo es el caminar por el pasaje que nos lleva a la extinción del menester.
La sombra del lago ha soltado sus corceles,
mismos que ahora corren, magníficos, por el halo de la conciencia.
¿Quién hace sonar mejor la cimitarra, sino Tú, el dueño de mis horas?
Las páginas de mi historia yacen abandonadas en un rincón.
Soy un pedazo de silla: enfrente están los laureles,
los vitoreos lejanos y los pomposos tambores .
La gloria y la fama en este mundo, ¡oh, Gran Destructor!, son como el vapor de las pipas.
Los hilos que unen mis huesos con Tu aliento, ya son delgados.
Las redes que forman mis pensamientos, agujeradas ya están.
La cera que forma mi cuerpo, ¡oh, Supremo Niño!, ya se derrite.
La gratitud es mi único bálsamo, lo más fragante que poseo,
aunque tenga innumerables fisuras el recipiente que la contiene.
Te ofrezco, pues, esta humilde vasija,
para que hagas con ella lo que quieras.
Me ofrezco, yo, hombre-vasija,
hombre-barro, hombre-agua, hombre-cielo con estrellas,
insondable, inabarcable, como Tu muda ironía.
Es hora ya de limar el hierro, de meter a cocer los panes.
El canto de mi amada es lo único que resuena dentro de mí.
Una amada sin rostro, de diez mil rostros, áspera, como Tu corazón.
Ella agita el pañuelo, mientras nadie más lo hace.
Sólo el rumor de las rocas preservará mi nombre aquí,
sólo la arena caliza levantará los rezos selectos que dibujen mi espalda.
Los ejércitos arrasarán las eras, y a los hijos de los hijos.
Sólo el eco de mi nombre quedará, erguido, en medio de la nada.
Un eco dentro de otro eco, más grande aún, inmenso:
el eco de Tu primera palabra, de Tu espeluznante grito,
que al principio me puso, y que ahora me quita.
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