Es así como nuestro tradicional alférez de las voces, los aromas y las imágenes pasadas, finalmente se apea de su montura, abriendo paso de esta manera, mediante un enorme acto de misericordia, a las más inconcebibles danzas, las más inusuales armonías y las más impenetrables fragancias. A horcajadas sobre nosotros, ya jinete de nuestra voluntad, comienza a exprimirse y a derramarse sobre nuestras mantas blancas ese ácido zumo del racimo de las sensaciones que uno suele llevar escurriendo por las mañanas frías, con mediana pesadez y una gran mueca de extrañamiento. Éste nos agrada salvajemente, nos convulsiona con premura y nos hace volver en sí de vez en vez, en orden de tratar de resguardar nuestras espaldas de las bestiecillas silvestres, pero sobre todo, de no dejar que el exceso de viento provoque un viraje innecesario en el velero de nuestras disertaciones.
Con violenta frecuencia olvidamos que el calzado que protege nuestras plantas no forma parte del pie entero, igual que el delicado beso del nenúfar blanco no dura para siempre sobre los labios del imperecedero lago. Con una astilla santa entre los dientes y un abundante cúmulo de ceniza en los hombros, se emprende la labor diaria del camello y se edifican, como colmenas levantadas en medio de la nada, las horas más grises de nuestras vidas. Dicen que un trago de vodka puede abrir las aguas de los mares si es preciso, y acaso con dos tragos sea posible separar la luz de las tinieblas, recrear el mundo, emulando todas sus imperfecciones.
Tumbado de bruces sobre esta meseta de frescas telas y de inclinaciones desahogadas, mido mis pasos con el instrumento de mis palabras yertas, a contraluz del sagrado elixir que emana la misantropía, y del abismal efecto que produce el arte en las retinas sutiles y en los tímpanos bien educados: aguas que corren encontradas en el cauce íntimo de la fe en lo humano, opacas y translúcidas como es usual, ya sea desde los apabullantes latigazos o desde las confortantes caricias, dictado completamente dependiente del acomodamiento de las runas y de la colocación de las estrellas.
El niño que juega, travieso, con las tablas de la eternidad.
Con violenta frecuencia olvidamos que el calzado que protege nuestras plantas no forma parte del pie entero, igual que el delicado beso del nenúfar blanco no dura para siempre sobre los labios del imperecedero lago. Con una astilla santa entre los dientes y un abundante cúmulo de ceniza en los hombros, se emprende la labor diaria del camello y se edifican, como colmenas levantadas en medio de la nada, las horas más grises de nuestras vidas. Dicen que un trago de vodka puede abrir las aguas de los mares si es preciso, y acaso con dos tragos sea posible separar la luz de las tinieblas, recrear el mundo, emulando todas sus imperfecciones.
Tumbado de bruces sobre esta meseta de frescas telas y de inclinaciones desahogadas, mido mis pasos con el instrumento de mis palabras yertas, a contraluz del sagrado elixir que emana la misantropía, y del abismal efecto que produce el arte en las retinas sutiles y en los tímpanos bien educados: aguas que corren encontradas en el cauce íntimo de la fe en lo humano, opacas y translúcidas como es usual, ya sea desde los apabullantes latigazos o desde las confortantes caricias, dictado completamente dependiente del acomodamiento de las runas y de la colocación de las estrellas.
El niño que juega, travieso, con las tablas de la eternidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario