Un flujo constante de espesos y aplastantes recuerdos se venía sobre de él despiadadamente bajo la forma de una desorganizada y amorfa avalancha de imágenes, voces y sentidos inconexos, de extraños escenarios y de situaciones dislocadas, todo esto cada vez que intentaba encontrar un claro, un remanso en su interior, apoyarse sobre un lugar en el que pudiera descansar de él mismo por unos instantes, así como se descansa de la presencia de los otros. Casi siempre fue así, pero sobre todo ahora, a su edad, y en el estado en que se encontraba. El viento era intenso en lo alto del cerro, dejándole sordo y ciego cada vez que alcanzaba sus más altas intensidades. Bajando con cuidado por la ladera, tratando de pisar las piedras anchas y no las pequeñas y resbalosas, y portador de un sabor seco y amargo que se albergaba incómodamente en su boca, buscaba pesaroso entre las ruinas y los escombros de su historia personal, aquellas escasas alternativas que aún le quedaban en pos de hallar el sosiego propio, algún faro lejano que pudiera redimirle de su tortuoso camino, alguna antorcha que fuera capaz de arrebatarle la obscuridad de los ojos de la conciencia; algún pretexto, por vulgar e infundado que fuera, que justificara cabalmente lo que él era, pero sobre todo, lo que había sido a lo largo de toda su vida.
Miraba penetrantemente, con envidia y recelo que taladraban las cosas, el liquen que se acumulaba en el tronco de las nopaleras más grandes, las más robustas. Aquél era libre, y no tenía que preocuparse de nada, pues parecía que no pensaba ni sentía, y que no tenía qué cargar con el mortal peso de la preocupación por la subsistencia, como todos los hombres. Silvestre, crecía a sus anchas sin que algo o alguien se lo impidiera, quizás sin siquiera saberlo, sin percatarse de nadie ni de nada. – Eso es la felicidad – repasaba silenciosamente desde su guarida, dentro de su rústica y añeja mente, al interior de esa cabeza semiplateada, ancha y dura, esculpida por una serie de cotidianas adversidades y penurias advenedizas, curtida en el seno de la vida rural, campesina, modo de vida en el cual no se tiene casi nunca tiempo suficiente para este tipo de pensamientos. Era un día especial ése, no podía caber duda.
- ¡Güenos díaaas!
- ¡Güenos días, gracias a Dios! – le respondía la gente del pueblo que se encontraba al ir caminando por la brecha de regreso a casa, respondiéndose todos con el mismo amable pero áspero gesto, con esa calidez rasposa tan típica de ellos, autómata, amabilidad que más bien parece hábito que verdadera condescendencia, ensayada un sinnúmero de ocasiones con su prójimo como una ordenanza ya inconciente, mañana, tarde y noche, a lo largo de sus existencias. Sus manos grandes, ajadas de resecas, mismas que sostenían las orejas de la liebre que acababa de cazar para la cena y salpicadas todavía con algunas minúsculas manchas de sangre adheridas a ellas, proyectaban su graciosa sombra sobre aquellos territorios que él ya conocía perfectamente de memoria, y que podía ubicar sin fallo alguno como un verdadero astrolabio de carne y hueso, sobre los que había levantado nubes de polvo con sus pies mediante sus pesados y constantes pasos desde hace ya más de veinte, treinta, cuarenta, cincuenta años.
Llegando a su destino, dejó la liebre en una esquina de la cocina, junto al fogón, se sirvió un vaso grande de pulque bien frío, y se aplastó en su silla a descansar. Los sonidos guturales de los patos y los gansos emergían a lo lejos en consonancia con el potente mugido de una de sus vacas. El suave murmullo del pequeño arroyo que pasaba por detrás de la vivienda, a lado de su recámara, fungía a su vez como la base rítmica de aquella espontánea sinfonía natural, en la que parecía que cada ruido, onomatopeya, grito, risa o silbido se manifestaba en el momento correcto, perfectamente organizados, como si alguien lo hubiera escrito de antemano, en la partitura del universo.
- Mañana tengo que ir a cuidar el frijol, las calabacitas, las fresas, las habas y los chayotes, terminar de hacer los quesos para llevarlos al mercado, revisar las cabritas y los guajolotes, calentar el agua ‘pal conejo, encargarle al José y al Cipriano que vayan a revisar el maizal, arreglar las… ¿Y cuando se supone que voy a descansar de verdad? ¿Se puede descansar de verdad? No: el hambre no espera, y mucho menos el hambre de los demás, la de aquellos que dependen de uno, que no pueden trabajar la tierra, ni valerse todavía por ellos mismos ¿Es justo todo lo que nos pasa? ¿Qué chingados he obtenido yo de todo esto? ¿Todo esto para qué? ¿Por qué el hambre, el frío, y el tiempo que no perdona? De pronto se sintió mareado, asqueado, presa de un mareo diferente del que le causaba el pulque, pues éste que le asaltaba ahora era un mareo más hondo, lánguido y eléctrico, indescriptible, un malestar que le asaltaba cuando dejaba volar sus pensamientos y los ocupaba en pendejadas, cuando bajaba la guardia de acero frente a sus emociones, cada vez que “se agüitaba”, como él decía.
Todo había pasado demasiado rápido, sin poder saborearlo, sin poder adivinar siquiera su silueta, sin poder, incluso, decidir plenamente lo que hacía. Mucho más rápido que el agua de su arroyito. Un día era niño y jugaba con las mulas entre los árboles de aguacate y de durazno, atrapaba arañas y perseguía a las gallinas a lo largo del corral junto con todos sus amigos, sus hermanos y sus primos. Otro día, sin aviso, se despertó en él el hambre del cuerpo ajeno, el deseo por las mujeres, una poderosa atracción que no tenía nombre ni rostro, pero que lo conducía y lo dominaba como auriga al corcel, por todas partes y en todas partes. Se vio casado con su noviecita al día siguiente, borrosa y trémulamente, como a través del vapor de una olla de agua hirviendo. Los hijos llegaban, copiosamente, día tras día, uno tras otro. Eran niños, crecían, le ayudaban a las labores del campo, crecían más, se casaban y se iban de la casa, y luego regresaban a ella con nuevos niños, con nuevas esposas y nuevos problemas. Todo lo observaba atravesado, volteado, esquivo, como se ven las cosas después de beberse un ánfora de mezcal entera. Lo único que parecía permanecer eran colores, sabores aislados, olores, sensaciones intensas atoradas a la mitad del estómago, en el perineo, o atascadas en el gañote. Las promesas, los regaños, las felicitaciones y las conversaciones, es decir, las palabras, le aparecían indistinguibles como las cumbres brumosas de las montañas, las razones y los juicios parecían haber sido arrastrados, corriente abajo. Estaba viejo ahora: había trabajado toda su vida, mantenido a su familia, se había esforzado para tener lo que tenía, y por tanto, era un buen hombre, un hombre respetado por todos. Un hombre que trabaja siempre es un buen hombre ¿Pero… qué era lo que tenía? Pregunta de por sí estúpida, pues tenía muchas cosas, aunque fuera pobre y muy humilde como todos los del pueblo ¿Pero… qué era lo que tenía? – se preguntaba de nuevo ¿Por qué sentía que no tenía nada? Allí, sentado como estaba, sudoroso, bufando como un buey, jalando aire con dificultad, se concebía como ajeno a todo ese espectáculo: el invariable, constante y monótono espectáculo de él y de su pasado actualizado.
Decidió tomar una siesta, para olvidarse de todo y apagar sus pensamientos, y acaso, para restablecerse de aquel malestar que le aquejaba: - Igual y me levanto, y ya estoy mejor – se dijo. Pero no fue así. Se levantó, y todo seguía igual, e incluso peor que antes. Miró su pared de adobe: gris, sin otro color alguno, llana, sin ninguna alteración, como su vida misma. La poca resolana que lograba filtrarse entre las hojas de los sauces de allá afuera, entraba por su ventana en forma de delgados hilos que se tejían con los de las cortinas y con los de los bordes de la colcha de su cama. Miró todo eso atónito, extrañado, fuera de sí, con el único ojo que le quedaba bueno. El otro ojo se le había cerrado sin previo aviso hace dos años, aparentemente por la muerte de un nervio. Se le había infectado una uña del pie izquierdo de manera atroz, por lo que le tuvieron que cortar tres de sus cinco dedos originales. Se había volado el dedo índice de la mano derecha de un machetazo, mientras quitaba la hierba mala de los campos de tomate hace también algunos años, motivo por el que se había ganado el apodo de “El mocho” entre sus compañeros campesinos. Todas esas cosas le parecían nimias, ligeras, indoloras, en comparación con el sol de la tarde que le despertaba, azotándole con fiereza el ojo, recordándole que estaba despierto, y no dormido para siempre.
Deteriorado como estaba, en todos los ámbitos, y cada vez más sumergido en la más inevitable soledad, había empezado a experimentar desde hace algún tiempo aquel regalo que El Todopoderoso otorga dadivosamente a las personas privadas del sentido rector de sus vidas: el tedio, el hastío, el demonio del mediodía. Largas jornadas de sol a sol en pos del dinero obtenido como paga, habían sido cambiadas por otro tipo de jornadas, aún más largas y más pesarosas, en pos de la muerte. Sólo el sueño y la embriaguez eran capaces de extraerle de tan lamentable estado. Dormido, o borracho, conocía de nuevo la libertad, reencontrando así las tiernas voces de sirena que le llamaban desde el fondo de su íntimo deleite, el olvido de sí, único gozo restante en este insidioso mundo, combinación parca de cielo, tierra y cosas moviéndose por todas partes.
En la lejanía se escuchó el difuminado eco de unas campanas echadas a vuelo, repetidamente, a intervalos iguales, con una majestad sonora incomparable. Muy pronto recordó que era domingo, y que era su deber como buen cristiano acudir a la misa de las seis de la tarde, como todos los domingos desde hacía no sé cuantas décadas, tal y como le habían educado e inculcado sus padres, y a éstos sus abuelos, y a estos sus bisabuelos, y a éstos sus tatarabuelos. Se levantó de la cama con un esfuerzo sobrehumano, acomodó los huaraches sobre sus pies, se puso su sombrero, y salió de su casa, en compañía de su esposa, la actual y única compañera de sus amarguras, igual de vejada, o quizás un poco más que él por ser mujer, pero aún sin percatarse de su situación general de la manera en que él lo hacía: en apariencia todavía preservaba el inocente don de la inercia cotidiana.
En el transcurso de la misa, nunca había puesto tan poca atención en las letanías y en los sermones del sacerdote, ni tanta en las esculturas de madera que representaban de manera plástica la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, con la ropa desgarrada, casi arrastrándose, todo lleno de heridas y de sangre, y teñido de un profundo e insoportable desasosiego que se transparentaba en su fina faz de estuco, descompuesta, anhelante, plena y luminosa de un misterioso y obscuro sentido. Toda su vida había sido devoto católico, había donado sus limosnas sin falta, y había cumplido con todos los sagrados sacramentos que hasta el momento le habían sido propios cumplir, con él y con toda su familia. El altar de su casa dedicado al santo patrono del pueblo, era sin duda uno de los más bellos de la provincia, gracias al cuidado de su mujer y de varias de sus hijas, mismas que lo visitaban cada dos o tres meses para pedirle dinero o para contarle, acompañado regularmente con llanto, de las múltiples peripecias sufridas con sus maridos: era un altar muy ancho, lleno de flores de diversas especies y variados colores, repleto de veladoras y de imágenes del santo, y en el centro, la figura principal hecha de cerámica, excelentemente pintada a mano, erguida, inexpresiva, como vigilando juiciosamente la comarca, poblada de manera vil por sus hermanas y sus hermanos pecadores, ignorantes de los verdaderos mandamientos divinos.
En cierto momento, algo sorprendente ocurrió. Sintió una puñalada en el corazón, seguida de una indescriptible sensación de la carencia de algo, en el seno de la celebración semanal oficiada por la religión de la misericordia y de la resurrección futura. Los humos que emergían continuamente del incensario, mismos que formaban caprichosas figuras indescifrables suspendidas en el aire, en combinación con el potente canto unificado de los feligreses, canto poseedor de ese particular y ardoroso timbre que le es característico, tan lleno de odio disimulado en forma de resignación, le hicieron despertar violentamente como de un extenso y permanente letargo, tan abrupto como cuando uno vuelve a respirar después de haber estado sumergido varios minutos bajo el agua. Nunca había reparado en la hondura de tales actos: siempre le habían parecido como un pliegue más en los mantos de los santitos, o como una greca más en las columnas que sostenían en pie la pequeña pero opulenta iglesia. Esto lo colocó en una particular disposición, furiosa, frenética, desesperada, casi loca. Sentía que le hervía la carne, que le explotaba la cabeza, que su cansancio corporal y anímico se diseminaba como un incendio por todas partes, entregándose a fuertes sacudidas, como un terremoto controlado, aunque no lo manifestara hacia sus congéneres, por respeto al lugar santo en donde se encontraba.
La cruz: la sombra de la cruz proyectada sobre su cabeza, sobre su nombre ¿Y qué? ¡¡¿Y qué?!! La cruz no significaba nada: era sólo un palo cruzado sobre otro, amarrado del vértice. Pero ya casi nada significaba algo para él, incluso esas canciones de alabanza y de gloria que se seguían entonando en crescendo ya casi al final de la ceremonia no eran más significativas que el chasquido insípido de su pequeño arroyo, que nada decía. Con la misma fiereza y resolución de un mercenario o de un soldado trastornado por las crueldades e injusticias de la guerra, clavó sus ojos como lanzas, como era su costumbre, en una de las llagas del costado de la representación plástica del cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo; los clavó tan penetrantemente hondo, que toda percepción del tiempo, espacio y la realidad exterior se desvanecieron por completo, unificándolo todo en una masa entera y omniabarcante, amorfa pero absoluta, dando paso a un sentimiento universal que le rebasaba por completo, que le inundaba cada centímetro de su piel y de su alma. De pronto brotó desde el abismo de su propia interioridad, la inusual y terrible intuición de que todo era sufrimiento perpetuo, dolor inconmensurable, él, las piedras, las aves, las nubes, el viento, el sol, las estrellas, y que no había manera de remediar tal cosa, ni con rezos, ni con limosnas, ni con altares, ni con Cristos, ni con nada.
Como una inesperada y devastadora explosión humana, se levantó abruptamente de su asiento, profiriendo un espantoso y desgarrador gemido inhumano, y salió corriendo del templo, ululando con paso atropellado y tormentoso, dejando tras de sí un singular estruendo que dejó a todos los asistentes perplejos, razón por la cual se tuvo que dar la misa por terminada, entre el cuchicheo y la reprobación total de la mayoría de los fieles que habían sido testigos de semejante ultraje, acontecido vergonzosamente en el interior de la mismísima casa del Señor. Todo un escándalo.
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