sábado, 8 de mayo de 2010

Sobre el fenómeno de la desaparición de la autoconciencia durante el proceso de creación artística (La rapsodia del cisne negro) [Analepsia MCDVIII]


Cuando, finalmente, la frente logra elevarse hasta lo más alto que le es posible, el espeso vapor de las multitudes, a su vez compuesto por los penetrantes destellos rutinarios y por las seriadas circunstancias empapadas de apego y de diseminación, queda entonces relegado de manera súbita en un lugar ínfimo y recóndito de nuestro exterior, disminuido, aplacado por nuestros ya ligerísimos pies, enterrado y subsumido por completo bajo el helado lodo de la indiferencia ante lo nimio: es durante estos instantes cuando uno recupera ese auge perdido tan característico de los momentos clave, el vigor ajeno del mundo y de sus formas, el hondo furor y el suave éxtasis, nuestros zumos vitalicios, un notorio y digno impulso que abre los portones a la posiblidad de todas las creaciones portentosas. El brillo de los cabellos nos resulta más intenso entonces, y la espesura de los bosques ya no nos parece tan sólo un espejismo plagado de aves ruidosas y de ecos atemporales, sino algo más, algo diferente, henchido de misterio. Los pinceles de nuestra memoria comienzan a trazar caminos inciertos e insospechados, y un conjunto de voces arqueadas emergentes de todas las latitudes comienzan a entonar sublimes coros dotados de una singular parsimonia, amplios, vastos, como el terso cuerpo de una rauda y paciente nube que ha decidido disolverse en las luminosas fauces del crepúsculo agonizante: se infla el mecanismo de la representación, y comienza el destilado de todos nuestros deseos. Nos sentamos, hacemos lo nuestro, y nos retiramos. Como un auténtico samurai, un verdadero artista sabe cuándo actuar, cuándo abstenerse de actuar, y cuándo retirarse después de haber actuado. En ello le va todo su arte, todo su mérito, y las notas más sutiles de la fragancia que ha de legar amorosa y desinteresadamente a las sensibilidades futuras. Si no se saben aplicar bien estos principios, el sentimiento y la afección (comunes a todos los hombres, sean quienes sean) quedan atascados entre dos polos, anclados incómodamente, sin posibilidad de poder sublimarse, amagados por la mediocridad y por la implacable fuerza demoledora de la inercia y el olvido ¿Qué de qué hablo? De la increíble y muy extraña habilidad de suprimirse a sí mismo, de dejar que todo sea por su cuenta sin la violenta intervención de nuestra historia, a través del flujo interminable de los efectos y las vicisitudes. Esta noble tarea se logra sobre todo, paradójicamente, por amor a uno mismo; un amor superior, el más noble de todos los afectos y de todas las verdaderas pasiones. Esa clase de urobórico amor que, al igual que el terrible y poderoso Shams-ud-dín, azote y aprendiz del noble Rumi, se atreve en algún momento a decir: "Aquello que amo, lo mato".

No hay comentarios: