viernes, 18 de julio de 2008

Desliz Ilustrado (Analepsia CCCLXXXIX)


















En la espalda del carnero de ébano, grabada con luz la efigie de las horas. De cara al monte de los suspiros, súbitos impactos se graban, acompasados, a través de la bipolar marea. Grabados también el trono, la estatua y el obelisco, con letras de bronce y de sueño. Los escurridizos cuerpos de las musas bailarinas, tafetanes vivientes de libertad y de gloria, con su olor a néctar y a ambarino flujo, trazan el ortodoxo trayecto hacia el final del dédalo, penetrantemente, como en un grabado. Desfallecen así las colmenas guardianas del contenido, sin otro contento que la escucha del gorjear de los peces y del concierto de los vanos enunciados, grabando al interior suyo aquel esencial espejismo ya por siglos legendario. La ejecución de la bella orden no representa más obediencia que ironía altiva, ni el látigo aromático de las lilas azota siempre y de igual manera las alas de los colibríes y de los gusanos. Grabado estuvo, y grabado estará, el imborrable deber del hombre y su invisible sombra, el sino. Bajo el espeso follaje que solemos observar sobre nuestras cabezas, se abre paso, como un picante estallido lumínico de genio, aquella grabación que a todo penetra y que a nadie alcanza: el alcázar mismo del amor y de la ciencia. Testamento mudo y autónomo, nocturno, de las perlas más blancas del jardín de los desterrados. Inminentemente, el baremo del mundo grabará algún día sobre los pechos desnudos de cada uno de los hijos de la revolución, el inconfundible signo de la batalla incesante entre el espíritu y la carne: la huella más genuina y admirable de nuestra actual estirpe.

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