jueves, 10 de julio de 2008

Andares (Analepsia CCCXXVIII)














Singular aquel camino que resplandece desde sus entrañas. El color original de las hojas se lo ha robado el viento: yo mismo le he visto en su huida. Regresan las golondrinas a casa. Los peces a su lecho. Se calienta el té y se sirven las tazas. Un ramillete de sonrisas blancas adornaba la humilde velada aquella noche. La fruta cae, y suelta sus semillas. Su néctar, condensado en pequeñas gotas de miel transparente, resulta dulce al tacto, pero amargo al paladar. De bruces sobre el firmamento, los ojos del sencillo campesino penetran cada vez más hondo al interior de su superficie. En blanco y negro, los perros también miran con un extraño brillo nostálgico los objetos colgados con cuidado sobre las paredes de la cocina. Un zumbido pasa, se instala y se sumerge en el silencio, infinito sonido. He recordado mis cabellos, he confirmado que aún tengo hambre, que aún tengo rostro. La memoria de mis pasos suena idéntica a la delgada voz de mi origen terreno, de mi carne hecha de maíz y de barro. A media luz, el suave arrebato del sueño me hace perder los estribos y estrellar el carruaje. Sólo cruzan, como veloces libélulas, luces, escalofríos e imágenes vagas, disolviéndose de nuevo en su origen. El sosiego y la calma regresan, y con él, ese santo y seductor resplandor que, de manera entrañable, fija su efecto sobre la totalidad de mis senderos.

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