miércoles, 12 de agosto de 2009

Acerca del problema de la mímesis en el arte (Analepsia DCCCXXVII)



Desde mi punto particular de vista, la mímesis en tanto teoría estética no es, por mucho, la mejor manera de explicar el fenómeno originario de la creación de una obra de arte, aquel punto de partida previo al despliegue de lo que acontece al interior de nuestro ojos y en los bordes de nuestros oídos en el momento justo de la apreciación individual, de la “demora” artística (Heidegger). Explicación siempre es expresión, tanto en el arte como en la filosofía. Magritte vio muy claro esto, por ejemplo, a través de sus múltiples “clarividencias”, magníficos péndulos siempre oscilantes entre ambos polos. El solo hecho de iniciar la ambiciosa empresa de tratar de hilvanar una serie de pañoletas bordadas cuya significación no se encuentra ni al derecho ni al revés de la tela, mucho más allá de las fronteras impuestas normalmente por los capataces de las Reales Academias de las Lenguas o de las Escuelas de Artes y Ciencias, ya marca el comienzo de un matrimonio reflexivo-expresivo cuyos lazos son mucho más difíciles de romper que los establecidos habitualmente por las bodas institucionalizadas de la razón y el sentimiento.

Además, huelga decirlo, tal pretensión mimética absoluta en el arte resulta, a fin de cuentas pueril, prácticamente insostenible. No puede haber mimesis “perfecta”, según creemos, si entedemos por ésta una copia exacta de lo que se ofrece ante nosotros, de las impresiones que nos llegan a través de nuestros aparatos sensitivos: aparecerá en todo momento, en contra o a favor de nuestra voluntad, algún margen chueco en el cuaderno o alguna explosión luminosa sobre el cielo ennegrecido que haga voltear, aunque sea por unos segundos, las cabezas de las cabras que pastan cómoda y desinteresadamente sobre las llanuras sibaritas de la vida contemporánea. Una percepción es siempre interpretación, interpretación particular irrepetible e irreconciliable una de otra. Sin embargo, al mismo tiempo, no se puede hacer otra cosa por medio de la práctica artística, desde cierto horizonte, que potenciar el ejercicio mimético de todo aquello que nos es manifiesto sobre el reflejo de los vidrios del vaso roto que yacen sobre el piso, pues toda pretensión de reproducción de una realidad pulcramente distorsionada y metamórficamente alterada es también, cosa de niños teóricos (de niños tontos, desde luego). Nada es nuevo bajo el sol, y sobre las narices, mucho menos. Somos copistas porque estamos vivos, y atrapamos el mundo.

Así, la pregunta por la sutil frontera divisoria que separa el significado y el significante, o por el verdadero estatuto de la realidad en sí misma y lo que es su reproducción (su alteración o su deformación por parte del artista) se transforman, en el lienzo del verdadero “imitador”, en un juego de esgrima en el que nadie al parecer salir victorioso, pero en el que todos salimos heridos, o a veces incluso muertos, dependiendo de la potencia de la estocada: la muerte del teórico traductor del arte (el esteta) por el espadazo de las paradojas semánticas y lingüísticas. Pues, en cualquier tipo de acto poiético, todo imitador es creador, tan original y tan innovador como le hubiera gustado a Huidobro que fueran todos. Un buen imitador sabe que lo que llega a explicar a través de sus obras es siempre sólo un pedazo de aquella laca brillante que fue capaz de rescatar, no sin cierto desvelo y sufrimiento, de las astillas muertas del buque naufragado en la conciencia cotidiana, sumergido a menudo en medio de las cornetas y de los motores del agreste e inhóspito territorio del día a día. Lo que obtiene es algo sorprendente.

La preponderancia pululante de aquellas imágenes que pueblan nuestros sentidos, que los sublevan y que los amansan dependiendo de las circunstancias establecidas, es la misma que al final del recorrido llenará de solidez y de materialidad valiosa (o no) todo lo que emerja de nuestras manos, sea música, pintura o literatura, entre otros cien mil híbridos más. No podemos desligarnos de lo que percibimos, pues somos eso, y nada más: mímesis de un mundo pensado, de un mundo soñado quizás por alguien que aún no ha a acabado de despertar del todo. No obstante, no somos sólo lo que percibimos, visión reduccionista y unilateral de los alcances humanos: somos también todas esas otras cosas que no alcanzamos a ver, ni a oír, ni a saborear con el paladar especializado de nuestro intelecto hermanado a nuestros instrumentos perceptivos. Somos también el mar, embravecidamente verdiazul, lleno de pequeños puntos metálicos que saltan y se comunican con el éter mediante susurros ininteligibles, imágenes que sólo alcanzamos a ver en sueños, en la poesía, en el éxtasis espiritual, en los viajes alucinatorios. Somos también esos puntos metálicos, esos peces saltarines de cabeza en cabeza, plantando sus semillas germinales sobre las perspectivas individuales de las que nos creemos amos y maestros durante algún momento de nuestras vidas.

Pero somos sólo ellos en la medida en que imitamos lo evidente de manera distorsionada, para mostrar lo no-evidente de suyo, lo velado que esconde el misterioso muro de la mirada vulgar (si es que existe tal cosa, si es que hay miradas que abran y otras que cierren cosas). Es así como hemos erigido, siglo tras siglo, las magníficas torres y las abrumadoras catedrales que integran el rostro apolíneo de nuestra cultura, mismas que hoy por hoy roban millones de aplausos y de fanfarrias en todos los recónditos callejones esnobs y en todas las plazas públicas de turistas, tanto en las ágoras como en los sótanos, pero que en algún momento en la mayoría de los casos no eran más que guijarros esparcidos caprichosamente sobre la arena de la sociedad, sin ningún ojo que las distorsionara, sin ningún oído que torciera su estructura.

Estos grandes monolitos espirituales, estas grandes obras de arte, además de ignoradas, fueron en algún momento rechazadas, puros engendros informes fruto de la inquietud y la tensión anímica, burbujas dentro de otras burbujas que pugnaban por romper una a la otra, de manera preponderante, hasta develar algo que no existía antes de manera presente, palpable, tangible: lo demasiado nuevo produce terror casi siempre, hasta en las mentalidades más flexibles. El dejo a la imaginación, las puertas abiertas del juicio, esa humildad sutil del soplido de la insinuación se olvida a menudo en la teoría estética, por lo cual es destruida durante el enfrentamiento contra una mano gigante que las aplasta como a moscas encarnada en la práctica contundente del artista-creador desde una relación directa entre obra y espectador, ser demiúrgico al que francamente no le importa saber si lo que ha creado se trata en efecto de una creación pura, o bien, de una imitación pura (y dudo que al espectador promedio tampoco le importe). No obstante, pese a todas las características que se les pueda achacar a estas piezas insustituibles de historia de la deformación performada, nunca podrá desligarse de ellas aquel componente mimético / anti-mimético que integra la totalidad de las mismas, esta especie de petición de principio platonizante, que tampoco podemos tirar por completo a la basura. Bajo diferentes gradaciones y de acuerdo a diferentes taxonomías, estás obras son y no son, de manera simultánea, copias de la realidad circundante. Son estas mismas obras parte inseparable de esta realidad, así como una lavadora es tan natural como una piedra por estar compuesta de minerales y compuestos de la tierra; pero a su vez tan ajenas a ella, así como un árbol es igual de artificial que una locomotora por el mero hecho de ser un compuesto orgánico de diferentes elementos simples que la Naturaleza nos otorga bajo la óptica de la química más básica. Se muestra así, mediante este ejercicio reflexivo, el plexo desnudo de la relatividad en el arte.

Como sucede con casi cualquier dilema filosófico terminado en aporía antinómica, el vínculo de la mímesis artística con el postulado de un estatuto ontológico más esencial o más originario que otro (la escisión entre la realidad y la copia, la naturaleza y su reproducción, etc.), no resulta más que un señalamiento de advertencia colocado a las lindes de la experiencia estética del ser humano, resultado del detonante de una intuición difícil de apaciguar, que emerge al contemplar un retrato fotográfico de alguien, al observar una pintura paisajística de algún lugar en particular, o de presenciar cualquier otra manifestación que tenga pretensiones, manifiestas o no, de emulación y refracción de lo que aparece ante nosotros.

Desde luego, existen algunos artistas que problematizan este tipo de oscilaciones epistemológicas mucho más que otros, unos cuyo discernimiento es más sutil, más ágil y menos ingenuo, sobre todo a partir del surgimiento de las vanguardias del siglo veinte, célebres libertadoras de la pesada tiranía del canon figurativo y de la univocidad técnica. El artista se convierte así en un hábil jugador con los nombres y con las imágenes, en un tahúr de las apariencias y de los simbolismos, en un ilusionista y escapista de los lugares comunes. El buen artista actual pone de manifiesto, a través de la reproducción de una réplica muy particular de su entorno y de él mismo, aquello que no puede ser dicho, pero sí en cambio, espléndidamente mostrado (Wittgenstein). Representa entonces aquella criatura extraña y extrañante que, una vez rota la jaula de oro en la que se encontraba presa, establece vibrantes y thaumáticos mundos a través de la marcha batiente de su escapada, y que mediante el derramamiento de su vómito celeste sobre los hombres y sus edificios nominales, logra erizar más de una vez los cabellos de millones de copias al carbón de un ideal humano que, pese a sus casi infinitas reproducciones a gran escala (en sus dos versiones originales, masculino y femenino), no termina de cuajar del todo como proyecto acabado.

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