Noche me alumbras. La suavidad circula obscura, aislada, hinchada de aves canoras y de sueños prominentes que emergen como picos nevados al nordeste del sentido, justo en medio de las ondas titilantes que estremecen nuestras horas escondidas.
Los orientales espejos de aquella chica enmarcan de manera maravillosa estas líneas. Ambos agujeros en el espacio, henchidos de hechicero hermetismo y voluptuosidad, expelen sutilmente un delicioso aroma a orientalismo cercano, bronceado, sedoso, poblado de deseos y de secretos de Nueva Delhi, olor extenso a maderas finas libanesas y a fragantes especias marroquíes. El punto de fuga es la mujer, pero el pretexto sigue siendo el momento. El paisaje se construye por sí solo, como el templo levantado al tercer día, como las espigas de los madrigales rompen ferozmente la tierra y emergen enteras, paradas sobre una de sus piernas.
Un beso. Un arpegio. Un soplo de luz sobre la fotografía mnemotécnica de los instantes imperecederos, ecos lejanos y palpitantes de un cúmulo de sensaciones indescriptibles, de fantasmas vivos e inaprehensibles que reflejan, como mandarinas encendidas en las brasas de su núcleo, su esqueleto de fluorescencia sobre el ondulante lienzo del océano vespertino.
La brisa se mantiene haciendo surcos sobre mi espalda desnuda, plantando a su vez esa familiar música delirante que susurra ecuanimidad y sosiego, senda matrona que envuelve cuidadosamente todos aquellos tejidos previos que habrán de deshilvanarse muy pronto, de manera paulatina y constante, en el flujo sinfónico de la tranquilidad circundante. “Quiet is the new loud”.
Lucha de la fogata sobre la arena en contra de su propio combustible: heroica ironía del éter ¡A babor! ¡Se avecina la flotilla!: de nuevo acechan amistosamente aquellos megalitos flotantes que navegan sobre nuestras cabezas, esos cirros vigilantes de la magnífica insignificancia, vaporosos espías de los diminutos cúmulos móviles que se esparcen y se contraen al ritmo incesante de sus instintos. Ese mar de microbios que siempre, con ayuda de sus vasos comunicantes con todas las cosas, explotan e implotan cada segundo (cada milenio), de forma periódica, mesurable y completamente impredecible.
Las hojas de las palmeras permanecen en su agitación constante, en su continua adoración hacia La Meca sin que ellas siquiera lo sepan. Los dátiles benditos son como oro en las manos de los niños. Autoconciencia: accidente humano, demasiado humano. Las gaviotas púrpura, perennes artistas de lo intangible, en su vuelo agitan con furia y sobriedad una multiplicidad de céfiros y de guijarros luminiscentes que transitan de vez en cuando nuestras huestes oculares: habitantes incómodos de nuestra visión perfecta, sueño inalcanzable de toda teoría y de todo paisajista.
Paisajista del alma: noble oficio del cisne descarriado. Pintura de paisajes quizás no tan hermosos ni acabados como los de otros paisajistas, como los de otros teóricos, como los de otros espectadores del mundo sentados desde su butaca contemplativa en lo alto del teatro; sin embargo, paisajes a fin de cuentas. Criatura miriópoda de altos vuelos, concomitante con la divinidad de los astros y con los pulgones subterráneos que guardan descuidados las puertas de los ínferos.
La perspectiva siempre se hace mirada. Y la mirada se decanta engañosa cada vez que mira (¡Mirad! ¡Las montañas son hombres santos! ¡Hacen sus oblaciones sin que nadie los moleste!), así como también es cierto que nuestro campo de visión siempre se adereza de manera encantadora con las siluetas orientales de aquellas féminas olor a madera y a cadencia, como ya habíamos esbozado antes. Casi siempre, encanto equivale a engaño. Las circunstancias aleatorias de lo presente tienden a mutar de un instante a otro, dependiendo de lo grueso del pincel, del calibre de la pluma-revólver, o del lente de cristal (empañado o impoluto: como más le plazca al señor) con que se miren estas letras: metáforas parlanchinas de algo realmente vivo, rezagos efímeros que se plasman en concreto con la agitación dactilar sobre la tinta virtual de la pantalla-pizarrón.
Sin embargo… ¿qué hay más vivo que la escritura misma, esa liberación punzante, irruptora de cosmovisiones, brazo incomparablemente recio que parte cocos pétreos a la mitad con sus fulminantes machetazos de coherencia irreversible? Difícilmente existirá algo alguna vez más visceral y poco higiénico, algo más sucio, hediondo y embadurnado de sangre, médula y semen que las letras de todas las épocas y de todos los lugares, miasmáticos paradigmas del tranvía de nuestras existencias. Apolíneos espejismos en la playa, vientos helados de la tundra hermenéutica.
Aquellos de huesos débiles y de pulmones susceptibles, organismos de constitución monolítica y monosemántica, no resistirán nunca tanta fuerza gravitacional ni tantos grados bajo cero, los suficientes para abrir veredas policromáticas y brechas frescas por donde puedan transitar cómodamente los centauros y las sirenas del futuro. Gracias, vanguardias del fin de los tiempos, padres de los nuevos pastos y de las piras venideras: por ustedes y en su nombre es que elevo una oración hoy al Universo. Nunca un paladín del bon sens, caballero del establishment, emparentará con la familia del cruel loco “echa-espuma-por-la-boca”, de ese pordiosero que recoge las migajas cósmicas de lo que tiran los dioses a estos infames territorios. Y no nos importa lo anterior en lo absoluto. Nunca un pez será un pez, ni un ave será un barco al interior de la camaleónica selva de los tropos y los manierismos. Las palabras muerden: muerden muy fuerte y muy hondo, como os podéis corroborar aquí y en cualquier otro lugar.