Regresar hacia la intimidad pura. Recorrer una y otra vez los caminos de vuelta hacia el jardín de los cerezos. Zarpar hacia las cosas desde el destello primigenio de vida, inocente y limpio, como un bostezo matinal, como un desnudo pensamiento.
Repasar de manera incesante los colores y los numerales, con el fin de fijarlos en el cenit de la reminiscencia. Bautizar con palabras tímidas las islas venideras. Bañarse en aguas perfumadas, adornar los cabellos con los pétalos de la ligereza.
Tirar por la borda lo mismo al propósito que al despropósito. Elevar una oración a los antepasados desde las antesalas blancas del corazón durmiente. Meditar sobre el estrecho puente del olvido. Sembrar sobre los surcos salados que atraviesan tus mejillas.
Resquebrajar de un golpe los moldes y las máscaras del mundo, sólo por un instante. Exponer las manos curtidas a las doradas caricias del sol. Sentarse sobre la roca y ser la roca misma. Dibujar como los niños: jugar, dormir y despertar siempre con un “porque sí” entre los dientes. Brisa de juventud temprana. Anhelo de claridad velada. El efecto insospechado del amor verdadero.
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