*
*
*
*
*
*
*
*
*
*
En el punto más alto de la bóveda celeste, allí colocaré los anales de mis días. Dirigido el índice por encima de las tribunas, el veredicto surca y atraviesa igual a los impíos que a los virtuosos. Con la lengua quieta y el puño en reposo, se alzan las velas y se extienden blancas sobre el espacio a través de una graciosa expansión controlada.
La mirilla del destino apuntala, como fino rayo lunar, las múltiples espaldas que circulan unánimemente con el río pluriforme. Se derrite la flor de cera, se erigen las mil catedrales. Nuestro manantial cristalino, canto de ebullición y ternura, lava y cauteriza cada herida con el fuego sagrado de la reverencia redentora.
No todo es erotismo o poesía, ni mucho menos fenomenología. Están también los crueles ojos del cordero, las cuatro señales obscuras y las tablillas marcadas con el nombre impronunciable. Tatuadas están las parvadas de peces y los bancos de gaviotas sobre el flanco más débil del corazón humano. Las fuentes de aurora despliegan hoy sus voces de sirena.
La grumosa y espesa neblina que nos empaña los lentes es la misma que empuja a escribir las más lúcidas páginas, la sustancia misma del rumbo sin rumbo, de la ilimitada espontaneidad. No todo es surrealismo, ni cadáveres exquisitos; sin embargo, es la profunda garganta del león el origen genuino de todas las artes.
Transitando por las calles, de fascinación henchidas, una melodía cae de mi bolsillo y logra pisarla, furioso, un caballo de obsidiana. Una pictórica mancha impregna ahora el suelo: el nacimiento de un magnífico lago. Se habla de todo hablando de nada. Se atina con la daga en el núcleo al vendarse los ojos.
Vorágine de anatemas y de rezos que cae por encima del tiempo. El anacoreta migrante extiende su nudoso bastón y lo deja sentir sobre la suavidad palpitante de los cuerpos desnudos. Llega el azote supremo, la ciega bienaventuranza. Ese dulce beso del amargo labio, astuto vigía. Un violáceo soliloquio de la lucidez desmesurada, de la cuerda locura.
No todo es metáfora ni analogía, sarcasmo ni intempestiva. Hay hielos perpetuos que no se derriten. Hay caminos que no siempre llevan a Roma, puertas que no siempre se abren a Tebas. Honores al vómito ígneo del lápiz danzante, aquel que destruye cadenas, que derrite grilletes. El prisma que cambia los cromos al girarse a sí mismo.
Por nuestras venas galopa la trópica sangre del noble Proteo. Nuestras piernas están hechas de héroes y de mármol, de paraísos y de aluminio ¡Cuán ilimitados somos dentro de nuestras limitaciones! ¡Cuán infinitos en la finitud! La argamasa pensante del Caos primigenio. Y sin embargo, después de todo, avalancha inminente hacia el santo vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario