miércoles, 17 de noviembre de 2010

La importancia de llamarse Hefestos [Analepsia MDCCCLXXXIX]


La clave del refinamiento individual reside, sobre todo, en la talla del hombre (o mujer) que se es desde un principio: un hombre demasiado grande (muy entallado: poseedor de varias tallas superpuestas) regularmente no cabe por las puertas de un negocio respetable de mariscos, mientras uno de estatura muy reducida (demasiado tallado, o sea, raspado, desgastado), puede ser confundido fácilmente con una migaja de pan, con una flema con sombrero o con un asilo para muñecas abandonadas. Lo cierto es que el clímax de nuestra cordura no siempre acompaña a la adquisición de un buen juicio con los años, producto (según la mayoría de los pedagogos, los psicólogos sociales y esas otras nutrias del quehacer humano) de la educación que se adquiere durante nuestras edades más tempranas, ¿cierto, Wilbur?

- Muy cierto, mi capitán.

Bien. Los enlaces que existen entre las situaciones más descabelladas y las más normales, el sabroso estofado de mono que prepara la tía Gertrudis los domingos, las veces que me he quedado, inútilmente, esperando el tren de las siete y cuarto a las tres de la madrugada, entre otros elementos que conforman nuestra aura experiencial más cotidiana, me impelen a suponer que, con mucha frecuencia, lo que reflejamos a través de nuestra conducta no representa sino tan sólo un modesto porcentaje de nuestra constitución total como seres auto-reflexivos, plenamente conscientes del mundo en el que vivimos y nos desarrollamos. Ya que somos susceptibles de experimentar diversos niveles de estados de sueño y estados de vigilia más o menos en identicas proporciones, también poseemos una isometría de lo revelado y no no-revelado en nuestra constitución psicológica, lo claro y lo obscuro de nuestra alma, y demás clichés 'subterráneos' que no queremos sacar a cuenta ahora por temor a que se enoje 'el cocodrilo'.

Regresando a la cuestión de la talla, cuando engordamos, nos es más difícil entrar en nuestras antiguas ropas: tal aseveración debería resultar muy clara para cualquiera, ya que todos, alguna vez, hemos engordado, sin excepción alguna. Esto puede significar dos cosas: que estamos gordos y nos queremos morir, o que nuestro espíritu ha acrecentado su envergadura y le cuesta trabajo de sobremanera volver a entrar dentro de los moldes sociales y morales bajo los que nos ceñíamos hasta hace no mucho tiempo. Nosotros nos pronunciamos por la primera opción: la obesidad nos hace la vida insoportable. Habría que preguntarle a las morsas suicidas de Groenlandia, o a las modelos anoréxicas que frecuentan las pasarelas del Polo Norte, donde las bajas temperaturas son francamente inconcebibles y en donde la grasa es condición necesaria para la supervivencia del grupo al que se pertenece.

Ser grande no es cuestión de grasa, sino de gracia, como nos hizo ver Wilde en su vejez al tirar sus desechos orgánicos en el patio de sus vecinos a través de su ventana. Recuerdo ahora la anécdota de un compañero mío, misma que ilustra perfecto lo que quiero decir aquí: era un soleado Mayo, las flores brillaban con singular colorido en los maceteros, y las gargantas de los comensales (gordos, muy gordos, grasosos como prósperos mandarines) no cesaban de pasar los caros bocados que engullían sus voraces fauces, pues eran las dos de la tarde, 'la hora de la tragazón' según la orden religiosa de los capitalistas. La belleza y lozanía de las jovencitas transeúntes que pasaban por allí se acentuaba con la refracción de la luz solar sobre sus agraciados rostros y cuerpos, mediante un vaivén presuroso y francamente musical. Mi amigo, que esperaba el transporte colectivo en la esquina de la avenida principal, detuvo su mirada frente a un edificio común y corriente, del que, súbitamente, una enorme y deslumbrante llamarada se asomó desde una de sus ventanas abiertas, causándole un sobresalto como pocos había experimentado hasta entonces.

Debió haber explotado una bufa - indujo (en realidad quiso decir 'mufa', aunque también pudo haber escogido algunos otros homófonos, como 'trufa', 'bula', 'grulla' o 'güila', mucho más apropiados para el caso).

¿Qué conclusiones podemos sacar de lo anterior? 1) Todas las ventanas son peligrosas (sobre todo las que se encuentran en edificios altos: pregúntenle a los familiares de Gilles Deleuze, o a Charlie García), y 2) 'El que mucho abarca, poco aprieta'.

Lo que más sorprende de todo esto es que nos sigamos sorprendiendo de las cosas que acontecen en el mundo en el que nos desenvolvemos, pese a que hayamos sido domesticados (i. e.: educados) durante muchos años y que hayamos alcanzado la edad adulta (el mundo de los niños muy pequeños es un mundo de ¡eurekas! constantes, de develación de cosas magníficas en su aparente insignificancia, así como de derramamientos innecesarios de heces y de orina, al igual que hacía Wilde). Hay que reflexionar en qué sentido uno crece y se va transformando en una simple bola de grasa, ¿o es que al crecer uno no crece en realidad, ya que uno crece al hacerse más joven, o sea, al crecer menos que los demás? La cuestión del desarrollo del (cuerpo del) hombre y de la alteración paulatina de su entorno es un dilema científico que debería de aquejarnos a todos por igual, pero sobre todo a las abuelitas cachondas y a los lapones come-atún. Nosotros, como buenos escépticos originarios, mantenemos nuestro pensamiento entre paréntesis (i. e.: nos hacemos medio pendejos) y no sometemos temas tan espinosos al escrutinio de nuestra razón, por salud mental, bucal y, por supuesto, anal. Lo que es indudable es que aquello que solemos llamar 'refinamiento' en las conversaciones que tienen lugar durante las fiestas más aburridas, no es más que un fósil semántico heredado por generaciones pasadas amaneradas y decadentes, y que, en tanto nos cae gordo Nietzsche (¡hay que decir NO a la obesidad, caray!) por pedante y bigotón, nosotros decimos: ¡que viva la decadencia y el amaneramiento de costumbres! ¡Patria y libertad! ¡A peso los cien gramos de frijol bayo, reinita! ¡Salambó no era puta, los males la hicieron ser! ¿O no, Wilbur?

- Así es, mi capitán.       

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