lunes, 11 de octubre de 2010

No somos templos, ni flores (Analepsia MDCCCXVIII)


 ¿Por qué dejaste tu chaqueta de cuero sobre mi asiento? Ni siquiera hacía calor. A través de todas las mañanas que he experimentado, las buenas, las malas y las indiferentes (éstas últimas, la abrumadora mayoría), he logrado entender la importancia de abrir los ojos cuando así nos lo exigimos. A veces la obscuridad se ilumina con la misma obscuridad, como sucede mediante los rituales del triángulo invertido, o en algunos trabajos de Chris Cunningham o de Mark Romanek. Cuando crece una sombra en la tarde, como un tumor alargado enmedio del asfalto, también se expande el espacio interior en donde se contiene y entretiene, delimitada, nuestra moralidad. El ocaso siempre estira nuestras posibilidades de ser algo más. No obstante, el actual perspectivismo moral nos ha convertido en verdaderos perros de caza, en fieras insaciables a las cuales les ha sido retirado el bozal, carentes de educación, desconcertadas, sin saber a quién morder ni por qué. Tal situación de aparente libertad es ventajosa para quien la sabe manejar con gracia, pero, en general, es raro el buen técnico en cualquier campo, tanto para hacer zapatos como para llevar a cabo sus más sombrías convicciones y, aún así, pasar desapercibido en medio del oleaje amorfo de las masas, del procedimiento cotidiano del 'buenos días', del 'ponte a trabajar' y del 'hasta pronto'.

El ideal simbolista de las correspondencias de vez en cuando necesita un buen baño de mística negativa para desembarazarse de toda la melaza romántica de la que se le suele cargar a menudo, según lo veo. Una vez que se comienza a postular estructuras, difícilmente uno puede detenerse, se va convirtiendo progresivamente en una adicción, en otra especie de lasciva dependendencia de un saber seguro, certero, lleno de espejismos agradables y de recipientes desbordantes de miel con eucalipto para remediar la tos, hologramas de la dicha: uno se vuelve kantiano, freudiano o lévi-straussiano por mera comodidad, así como alguien permanece ligado emocionalmente a otra persona para sentirse protegido, resguardado de los peligros de la intemperie, por mera costumbre y por miedo a la soledad perpetua. Tal condición hace bien a algunos espíritus, pero a otros simplemente los constriñe, les corta las alas. Es más fácil adjudicarle nuestros errores al subconsciente o a nuestros pre-juicios históricos, que agarrar al toro por los cuernos y aprender a someternos a nosotros mismos.

Ese tipo de individuo dependiente no ha llegado a penetrar (no digo a comprender, ya que este tipo de cosas no pueden llegar a comprenderse), o tan siquiera a rozar la posibilidad de verse iluminado por su misma obscuridad: necesita del alumbrado público. Quizás la intuye para sus adentros, pero no se atreve a mirarse aún en el espejo de su nada parcial, a sacar la cabeza por el barandal. Uno dice 'amor' y se piensa de inmediato en luz, en reciprocidad, en perfecta simetría, en redención. Su contraposición inmediata no es el odio, desde luego, el cual es sólo ese mismo amor vuelto contra sí mismo, de manera vigorosa e implacable (aquí sí es posible la completa equivalencia: amor/odio, luz/sombra), una vez que el objeto anteriormente idealizado ha revelado por fin su incapacidad real de colmar nuestras exigencias más simples, no digamos las más sublimes: es la otra cara de la moneda del sentimiento primario de la existencia, el tránsito bastante común de la infatuación a la decepción. No: el eterno contrario de este tipo de amor no puede ser el odio sino el vaciamiento, el cual, de manera paradójica, pretende ser un camino transitorio hacia una especie de plenitud que de ninguna manera puede ser alcanzada mediante las vías del libertinaje sexual ni del conformismo monógamo a las que estamos acostumbrados, y ni siquiera por medio de cuestiones menos contingentes, como el culto a la filantropía (o a la misantropía, otro reverso de lo mismo) y a la compasión universal, es decir, los ideales más nobles que posee la humanidad, a los cuales respeto profundamente, de la misma manera en que se respeta una estatua gigante de mármol, o una catedral monumental.  Pero la piedra siempre será piedra, y nunca un ser humano encarnado, por muy bien tallada que se encuentre. El dilema de Pigmalión se actualiza en nuestros huesos al sostener la carne que somos. Y la carne, recordemos, se pudre con el tiempo.

Hay que aprender a vaciarse, pero uno no logra vaciarse queriendo vaciarse, y mucho menos queriendo llenarse. La mano escribe su epitafio sobre el lienzo del aire, traza su caligrafía y la analiza, paso por paso, de manera meticulosa mediante la reflexión de su conducta, aquellos diseños irrepetibles que no alcanzan a ver los ojos, esos demasiado obscuros, demasiado transparentes, aquellas intuiciones flotantes que performan nuestros actos. Dicen que una exhalación fue la base del comienzo del Cosmos. Representa la metáfora del terremoto inhabitado de aquello que se nos escapa de continuo, el calor que hacía falta la vez anterior, esa noche que dejaste tu chaqueta en mi auto. Nadie deja algo 'porque sí', de manera aleatoria. De eso se encarga la inercia, la fortuna, el azar, Tyché, tutora de todas las cosas. Nosotros albergamos propósitos, ojos hambrientos de luz y de cuerpos nuevos, de nuevos idiomas y de sabiduría renovada. Queremos, nos movemos conscientemente, y en tanto identificamos lo que deseamos trazamos caminos, de los cuales a veces nos percatamos de sus causas de manera inmediata, y otras tantas nos damos cuenta de las mismas mucho después, como un efecto tardío. No somos templos, ni flores: somos vasos comunicantes, fibras ópticas 'que se encienden y se apagan según medidas', puentes entre una, dos, tres, cuatro, cinco posibilidades de transición de lo humano. Así que no me salgas ahora con que no sabes por qué la dejaste.

Su respuesta no se hizo esperar: "Porque hacía calor, y se me olvidó recogerla."

Claro. No podría ser de otro modo. Una vez más, creo que tienes razón... y yo no.     

3 comentarios:

Amit dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ian Karuna dijo...

Precisamente el meollo de este texto reside (me parecía que era muy claro [sobre todo hacia el final], pero por lo visto no lo es tanto, lo cual es bueno) en formular una (auto) crítica a toda esa serie de "generalizaciones" y de "definiciones categóricas" que nos imponemos mediante ciertos discursos o ciertas maneras de expresividad que empleamos a menudo para enfrentarnos a lo real, las cuales parecen agarrar al toro-Razón por los cuernos mediante su jerga convincente, pero a las que casi siempre se les escapa lo esencial, porque nuestra alma es móvil e inestable, y nos usamos de las tesis, de los postulados y de los conceptos únicamente para no olvidar lo que hemos sido en algún momento de nuestras vidas, o sea, pensado. Representan el cardumen mismo de nuestra memoria, nada más.

El discurso vivo (casi) siempre rebasa la efectividad de la palabra en contexto: mi opinión particular. La no-repetición de los temas [i. e.: la novedad] es una noción muy peculiar que a menudo me produce cosquillitas en las plantas de los pies: el binomio amor/odio ha sido cien mil veces penetrado, y seguirá siendo tema de poetas y de artistas por siempre, pues esos temas no mueren ni pueden morir, a pesar de las lupas de los lingüistas, de los filósofos y de los psicólogos. La espontaneidad es esa rara flor que crece a las orillas de nuestros actos cuando uno no se percata de ello. Pero tenemos conciencia: eso también es innegable.

Amit dijo...

Touché. Mejor sigo pensando y leyendo sola y en silencio. Con usted uno siempre termina igual que su escrito "Una vez más, creo que tienes razón... y yo no."