viernes, 20 de agosto de 2010

Glamour (Analepsia MDCCIV)



La tersa y delicada suavidad
que se acaricia con los ojos y con los dedos trémulos
al pasar los sentidos por terrenos privilegiados
de una o de otra manera
siempre sabe.

Sabe porque se degusta.
Sabe ¿porque entiende?
Sabe porque sí.

La estructura perfecta animal,
acabada en puntas y rematada en curvas,
ha sido siempre una de las magnificencias de las que se puede jactar de haber legado el hombre a este mundo al inventar la belleza, a través de su cuerpo. La información que tenemos sobre sus esbozos originarios y sus modos de apreciación objetivos es vaga y bastante precaria, imprecisa y muy poco rigurosa. La hermosura de la figura humana es un enigma científico,
y sin embargo,
conmueve.

El instinto le canta la mejor de sus rapsodias.

La limpieza del cuerpo es un rito
del que no podemos desembarazarnos.
Un rito delicioso,
aromático,
blanco.

La cremosa pastilla de jabón es también piel de mujer,
la espuma es también mar,
el vapor es también sueño de algún genio volcánico.

¿Qué es metáfora de qué?

¿El aseo corporal de la ascesis espiritual
o
la ascesis espiritual del aseo corporal?

Es preciso limpiar la belleza
para preservar su etérea integridad.
La belleza con belleza se limpia.
De allí el salto del vocablo pulcher : de lo bello a lo limpio,
y viceversa.
El estandarte particular del esmero.

Inmaculado: sin mácula, sin mancha. Como los santos.

Uno debe irse construyendo con cuidado,
con precisión milimétrica y con maestría en el trazo.
El alma es yeso fresco.
El cuerpo no es más que su espejo.
Hay arte en respirar, en parpadear, en pasar la saliva.

Eso que traspasa sutilmente,
aquello que no se esfuerza por deslumbrar,
el hijo de la espontaneidad y el asesino del efectismo.
Se le ha llamado 'charisma', también 'je ne sais quoi'.
¿Por qué no llamarle entonces 'glamour',
supuesto halo de todas nuestras musas contemporáneas?

Después del arduo proceso, viene el acto reflejo.
A partir del pulso constante se consigue la resonancia.
Existe el hábito, pero aún antes, la reincidencia.
¿Qué tan cierto es esto? ¿En dónde queda la gracia innata,
el don divino de la rareza encarnada en el ícono
que ahuyenta precisamente por atraer demasiado?

Paradójica imagen sin duda, esa, la de la llamada naturalidad.

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