Del néctar desbordante de mis palmas
bebe hoy, cervatillo negro,
hijo del ébano y de la bruma.
Comienza por susurrar mi nombre
a través de mis delgados cabellos,
esas lánguidas fibras de seda.
El carmín de tus dientes alumbra
la parte escondida de tu belleza,
como una extraña canción antigua.
Poseso de las superficies lisas
de tus delicados prejuicios,
abandono al fin las caravanas de cristal.
La columna de humo de tu incienso
ha subido hasta las argollas de plata
que adornan la puerta que no se abre.
Y débil, como un recién nacido,
desde el centro del fruto primigenio,
mi cuerpo huele a olvido, a brillo.
Los enigmas penden de las dunas,
esos magníficos dibujos pulcros
grabados sobre la piel de lo inconcebible.
Simpática, como perra obscura,
trota mi alma sin cauce,
sin causa, sin fin, sin avance.
El único puente que aún persiste
es elástico como las piernas de la verdad
y paralítico como el ansia embotellada.
Jugosos pensamientos penetran,
como los cirros a la silueta del sol,
la carne abstracta de mi volición vibrante.
¿No me digas que no has oído
el alarido majestuoso del cuervo blanco
anunciando los mejores mañanas?
Estira tu brazo, tierno como un racimo de uvas,
y deposita la miel de tus caricias
sobre el rubio terciopelo de las espaldas de Dios.
Precisamente el vino de tus ojos
habrá de ser mi bebida predilecta
cuando tenga sed de eternidad.
¡Tantos capullos que desenvolver
y tantas telarañas que desentrañar
sólo para ver al deleite arder! ¡Ja, vaya morbo!
***
Fue así como comenzó a nevar
durante cuarenta días y cuarenta noches
aquella sagrada sal, las escamas hieráticas del cielo.
A partir de allí, nada volvería a ser igual
al interior de las ricas comarcas del Rey Schlomó.
El árbol se secó, como su boca, y su vida.
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