
Atravesados por esa sensación con sabor a pasado inmediato por la que somos súbitamente iluminados al caer en cuenta de lo felizmente vivido, de vez en vez la saciedad y la completud nos asaltan de manera reconfortantemente sólida, anudadas e indiscernibles de la palabra mágica que todo lo contiene al dejar escapar lo accesorio: añoranza. Las fiestas familiares, los viajes, los paseos por el parque, las carcajadas deliciosas y los juegos magníficos con los otros, esa niñez andante sobre un frágil puente tendido entre las peripecias y las grandes alegrías compartidas con una serie de personas que se importan mutuamente, amalgamadas de manera íntima entre sí.
Afuera, durante el día a día, un panorama de una solidez impecable se yergue ante nosotros, sin ecos aparentes de algo que nos anteceda: los altos edificios, los troncos de los árboles sin un ápice de subjetividad, todo perfectamente ensamblado, esterilizado, pulcro de ánimos, sin ninguna carga emotiva aparente. Entonces, por azares del destino, al desatarse una serie de conexiones asociativas a partir de un nimio suceso completamente imprevisto, regresan de pronto, como el impetuoso oleaje de un huracán, la vieja silla de mimbre del bisabuelo, el olor del guiso exquisito de la abuela a mitad de la semana, las bromas y las chanzas del abuelo y del tío, la carcajada encantadora de la hermana, la mirada cariñosa y omnicomprehensiva de la madre que atraviesa todas las posibles fronteras de la hipocresía mundana. Una melodía suave y acompasada, un trozo de seda tierna del lecho que roza en el rostro cuando uno está a punto de abandonar el estado de vigilia, un abrazo desinteresado bajo la lluvia, igual de sedoso y de sincero que sus significativos acompañamientos, un llanto florido de anhelos y de un compromiso puro e ineludible con alguien que no soy yo: se manifiesta la transparencia del alma, generosa en todos sus despliegues.
Todos construimos grandes monumentos de vez en cuando al vivir, eso es verdad, muchas veces sin siquiera darnos cuenta, sobre todo durante nuestros nóveles años. Por desgracia también decidimos quemarlos cuando creemos que ya no nos sirven, cuando pensamos que no necesitaremos de ellos jamás; no obstante, en contra de la soberbia y el engreimiento que rodean nuestro inevitable crecimiento, siempre quedan las cenizas de las flores y de las mariposas más bellas del orbe, aunque no logremos distingirlas del todo enmedio de las opacas partículas flotantes a nuestro alrededor, camuflajeadas con los cenizos guijarros y las motas de polvo que bailan al unísono ritmo de la monotonía. Un par de pasitos cautelosos de la pequeña niña que apenas logra controlar con propiedad su cuerpecillo, encaminada hacia ti, con los ojos brillantes y una determinación muy grande, como si se fuera el último pilar que sostiene la tierra, el lecho seguro en donde las aves descansan después de su larga migración hacia el sur: he allí la definición de lo invaluable. El amor suele ser una misteriosa tela que recubre de manera hermosa todas las cosas, suavizando sus filos y aumentando su brillo, una capa que refresca y que nutre con sus inusuales colores incluso a las sensibilidades más taimadas, a los recovecos más resistentes y recios del corazón del hombre.
¿Cómo conservar la llama, la fragancia, la voz, la tersura, la efectividad espiritual de lo que nunca retorna y sin embargo siempre permanece con nosotros, eso que nunca nos abandona después de haberse ido para siempre? ¿Qué es la remembranza de lo bueno sino una caja de recurrentes resonancias que nos conducen al propio exilio de nosotros mismos, tan dulces y tan preciadas que logran desviar toda nuestra atención del instante presente, transportándonos hacia lares ya recorridos, pero sin embargo desapercibidos en sus detalles? ¿Cómo recuperar lo que fluye inmisericordemente a través de los atardeceres y los amaneceres, cómo atesorar lo que por naturaleza tiende a desvanecerse sutilmente entre las incapaces diez fibras de nuestros dedos?
Gratitud: tal vez el secreto aguarda a la sombra, en la reciprocidad resultante del acto auto-reflexivo más noble posible. Cuando en una palmada resuenan todas las palmadas anteriores, o cuando a través de un beso se logran abrir los ventanales por donde escapan impetuosamente las numerosas parvadas del ánimo liberado: la añoranza actúa entonces en todo su esplendor, trayendo a cuenta todos nuestros años de un solo golpe, sólo para mostrarnos lo ilusorio de la tesitura real del tiempo, y el falso parámetro de las distancias que hay entre el hoy y el ayer, unidos por frágiles cuerdas compuestas de imágenes y de sonidos maravillosos, mosaicos de todas las dimensiones empalmadas que se han descubierto hasta la actualidad. Allí, la relacionalidad de lo existente se obvia de maneras insospechadas, y emerge esa rara pulsión, casi anti-humana, que muchos han hecho el basamento de sus credos y de sus caminos de redención a lo largo de nuestra historia: agapé, caritas, karuna.
Del modo en que yo lo veo, resulta implausible el verdadero aprecio de nuestro presente sin haber regalado antes una honda y persistente mirada a las ricas vitrinas de nuestro pasado enterrado. De obviedades como ésta se construyen a menudo nuestras inclinaciones.
Afuera, durante el día a día, un panorama de una solidez impecable se yergue ante nosotros, sin ecos aparentes de algo que nos anteceda: los altos edificios, los troncos de los árboles sin un ápice de subjetividad, todo perfectamente ensamblado, esterilizado, pulcro de ánimos, sin ninguna carga emotiva aparente. Entonces, por azares del destino, al desatarse una serie de conexiones asociativas a partir de un nimio suceso completamente imprevisto, regresan de pronto, como el impetuoso oleaje de un huracán, la vieja silla de mimbre del bisabuelo, el olor del guiso exquisito de la abuela a mitad de la semana, las bromas y las chanzas del abuelo y del tío, la carcajada encantadora de la hermana, la mirada cariñosa y omnicomprehensiva de la madre que atraviesa todas las posibles fronteras de la hipocresía mundana. Una melodía suave y acompasada, un trozo de seda tierna del lecho que roza en el rostro cuando uno está a punto de abandonar el estado de vigilia, un abrazo desinteresado bajo la lluvia, igual de sedoso y de sincero que sus significativos acompañamientos, un llanto florido de anhelos y de un compromiso puro e ineludible con alguien que no soy yo: se manifiesta la transparencia del alma, generosa en todos sus despliegues.
Todos construimos grandes monumentos de vez en cuando al vivir, eso es verdad, muchas veces sin siquiera darnos cuenta, sobre todo durante nuestros nóveles años. Por desgracia también decidimos quemarlos cuando creemos que ya no nos sirven, cuando pensamos que no necesitaremos de ellos jamás; no obstante, en contra de la soberbia y el engreimiento que rodean nuestro inevitable crecimiento, siempre quedan las cenizas de las flores y de las mariposas más bellas del orbe, aunque no logremos distingirlas del todo enmedio de las opacas partículas flotantes a nuestro alrededor, camuflajeadas con los cenizos guijarros y las motas de polvo que bailan al unísono ritmo de la monotonía. Un par de pasitos cautelosos de la pequeña niña que apenas logra controlar con propiedad su cuerpecillo, encaminada hacia ti, con los ojos brillantes y una determinación muy grande, como si se fuera el último pilar que sostiene la tierra, el lecho seguro en donde las aves descansan después de su larga migración hacia el sur: he allí la definición de lo invaluable. El amor suele ser una misteriosa tela que recubre de manera hermosa todas las cosas, suavizando sus filos y aumentando su brillo, una capa que refresca y que nutre con sus inusuales colores incluso a las sensibilidades más taimadas, a los recovecos más resistentes y recios del corazón del hombre.
¿Cómo conservar la llama, la fragancia, la voz, la tersura, la efectividad espiritual de lo que nunca retorna y sin embargo siempre permanece con nosotros, eso que nunca nos abandona después de haberse ido para siempre? ¿Qué es la remembranza de lo bueno sino una caja de recurrentes resonancias que nos conducen al propio exilio de nosotros mismos, tan dulces y tan preciadas que logran desviar toda nuestra atención del instante presente, transportándonos hacia lares ya recorridos, pero sin embargo desapercibidos en sus detalles? ¿Cómo recuperar lo que fluye inmisericordemente a través de los atardeceres y los amaneceres, cómo atesorar lo que por naturaleza tiende a desvanecerse sutilmente entre las incapaces diez fibras de nuestros dedos?
Gratitud: tal vez el secreto aguarda a la sombra, en la reciprocidad resultante del acto auto-reflexivo más noble posible. Cuando en una palmada resuenan todas las palmadas anteriores, o cuando a través de un beso se logran abrir los ventanales por donde escapan impetuosamente las numerosas parvadas del ánimo liberado: la añoranza actúa entonces en todo su esplendor, trayendo a cuenta todos nuestros años de un solo golpe, sólo para mostrarnos lo ilusorio de la tesitura real del tiempo, y el falso parámetro de las distancias que hay entre el hoy y el ayer, unidos por frágiles cuerdas compuestas de imágenes y de sonidos maravillosos, mosaicos de todas las dimensiones empalmadas que se han descubierto hasta la actualidad. Allí, la relacionalidad de lo existente se obvia de maneras insospechadas, y emerge esa rara pulsión, casi anti-humana, que muchos han hecho el basamento de sus credos y de sus caminos de redención a lo largo de nuestra historia: agapé, caritas, karuna.
Del modo en que yo lo veo, resulta implausible el verdadero aprecio de nuestro presente sin haber regalado antes una honda y persistente mirada a las ricas vitrinas de nuestro pasado enterrado. De obviedades como ésta se construyen a menudo nuestras inclinaciones.
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