Sombra roja de noche
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Rojo: soy el monstruo bañado en rojo. Un monstruo moral, a la orilla de la
cama. Ella tiene las piernas más bellas del mundo: las más firmes, las más
ter...
miércoles, 9 de junio de 2010
Brindis simbolista (o la emulación de las gárgolas) [Analepsia MDXXIII]
Una vez que ha florecido el corazón cauterizado
gracias a las lívidas gotas de la voz del tiempo
encarnadas grácilmente en el ardor de la palabra,
esa vieja y nueva luz de ansiosos virajes y de agnósticas crucifixiones;
una vez que nuestro órgano más amigable y confiado,
familiar al filo de las sales y a las púrpuras costras,
ha llegado finalmente al muro de concreto de lo externo,
es preciso derretir entonces, en su honor, de manera inmediata,
una cera diminuta, color tinta, del tamaño de la aurora,
con el fin de preservar lo etéreo que aún retiene
el mudo, remanente misterioso de las cosas.
Así, al virar el cuello hacia el nido de los cambios,
lejos de las oportunidades evaporadas y de las emociones emergentes,
uno ya no encuentra simplemente arenas privadas, peligrosas bocas o eternas vanidades,
sino una serie de apetecibles raciones de un alimento que se desconoce aún,
algo precioso,
informe,
titilante,
familiar con la profundidad cáustica del Yo que no se ve
pero que se deja sentir al arrollarse a sí mismo con singular fiereza,
arremetiendo contra todo lo profano que se tambalea frente a sus ojos,
temblorosos, pálidos, crujientes,
apoyados en la tibia cuna de sus álgidos recuerdos.
Las nubes nos sirven el té, y la mañana se calla.
El verde aliento del absintio asemeja la oración de la séptima trompeta.
Un pajarillo insignificante canta desde los cables en tensión
la ronda y la faramalla de la pluma habilidosa.
El ingenio se aviva detrás de las herméticas cortinas,
y la realidad inicia su prófano baile, desnuda y ebria,
sobre los restos de los libros apilados
que sólo suelen leer los monjes y los apestados.
Sus ecos triunfales, maestros denigrantes, celestes perdedores,
hacen temblar por un instante la superficie del agua de la monotonía.
Y eso es todo lo que necesito de ustedes.
¡Y pensar que fueron menos que polvo, que paja, que el ala trozada de un albatros!
La revancha del descaro ha comenzado,
y terminará en unos días, mientras pasa la tormenta.
Aquí, bajo el sombrío techo de la mente activa,
veo desfilar una lastimada horda de símbolos grandilocuentes,
de espíritus de penetrantes aromas que traspasan todavía hoy
las fronteras inconmesurables de los países y la historia.
Las distancias van amainando su efecto, mientras las ropas se resbalan con lentitud.
Quedo, al fin, una vez más entre ustedes,
con mis huesos comulgando con sus miasmas.
Si alguna vez lograron, poetas malditos, astillas roídas por su violenta patria,
penetrar a través de mis cuencas vacías
reconfigurando impetuosamente el molde de mis días azules, índigo y violeta,
fue porque así lo he requerido, y no por mera necedad libresca
ni por aquel común y deleznable artificio culterano.
Han sido el hambre, la pena, el calor flagrante del infierno
los que me han llevado hasta sus llanos y perversos ventanales.
Desde allí me he asomado y les he visto, de espaldas,
y he visto también a la mar de frente, ídolo pétreo,
preñado de ese fugaz pero sustancial bostezo,
ese brillo, ese candor, ese desvelo,
ese rayo de sol que se filtra por el domo.
Hoy emulo sus bramidos
y me incrusto en sus costillas,
homenajeándolos,
como un hijo bastardo que jamás podrán reconocer,
extemporáneo y anacrónico,
pero descendiente de ustedes al fin.
He de practicar tal ejercicio con un placer hirviente, malsano, concientemente extraviado,
tal que ni el viento ni el fuego podrán siquiera intimidar.
Su transporte será la carroza de mi purificado desprecio
y sus líricas cumbres, el asta desde donde hoy rasgo los cielos.
Brindemos hoy: Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont.
Embriaguémonos 'de vino, de poesía o de virtud',
hasta que cante finalmente el gallo negro de la extinción absoluta.
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