martes, 1 de junio de 2010

El profeta del crepúsculo: monologometría [Parte 1] (Analepsia MDX)



"Si lo importante es ser sublime en cualquier género,
se es mucho más en la maldad.
Al ladrón de poca monta se le escupe en la cara,
pero no se le puede negar una especie de consideración
a un gran criminal."

Denis Diderot, Le Neveu de Rameau  

"La repugnancia hacia lo sórdido no es más que otra expresión de una suceptibilidad para lo delicado. No existe percepción de belleza sin su correspondiente rechazo."

Ezra Pound, Polite Essays

 

Nunca ha sido una cuestión de asesinar 'por el puro hecho de hacerlo', como suelen argumentar algunos criminales 'de avanzada' con el afán de afirmarse sobre una muletilla rimbombante, pretensiosa de reflejar una supuesta libertad de acción más allá de todo interés mundano: 'la finalidad sin fin de lo artístico del crimen', 'la develación de la carencia de todo basamento ético y político', 'la actualización del desmembramiento de todos los cuerpos morales', 'el violento asomo al abismo del sinsentido del hombre' y toda esa calaña de astillas de palabrería podridas compuestas de filosofemas rancios, sumamente vacíos de contenido. Tampoco es cuestión de atentar en contra de la vida humana para suplir y subsanar intereses secundarios, o más bien terciarios, como la fama y la sed de posteridad, la remembranza y la preservación de nuestra reputación, o hasta un alegado amor incondicional a nuestros semejantes: eso es para mentes vulgares, para calcas miserables producto de las pautas históricas, para gente hipócrita y resentida con su pasado y su presente, sin verdaderas experiencias positivas de la vida, y lo que es peor, sin una pizca de sensibilidad imaginativa ¿Qué cuál es nuestro movil entonces? ¿Necesitamos describirlo en específico, doctor? Muy bien. Todo proviene de un sublime sentimiento que brota poco a poco, tierno, espumoso, acogedor, desde el fondo del estómago, dulce como la miel más dulce que se pueda encontrar: durante esos maravillosos instantes de desbordamiento y desmesura, uno se despabila, se estira, se infla; uno mismo se transforma en una lengua gigante, en una ancha y receptiva lengua llena de papilas gustativas que se estremecen al más leve roce con las esencias más poderosas, y es entonces como se comienza a lamer con avidez y desenfreno, casi eróticamente, toda la porquería que hay en el mundo. Claro está, a uno esa porquería le sabe dulce, muy dulce, toda envuelta bajo un matiz de profunda dulcificación, produciendo un deleite constante a través de la ejecución de los pequeños detalles. Si tratáramos de encasillar la determinación de nuestro 'motivo', podría decir que es algo muy cercano a la obtención del placer, del delicioso regocijo propio ¿O es que acaso hay algo más que nos motive a hacer las cosas que nos importan? Difícilmente, ¿no lo cree usted así?

Estudios y terapias psicológicas, mapas neurológicos, radiografías del alma. Nada de eso funciona aquí, mi amigo. No se puede tratar de darle forma a aquello que por definición es informe, disoluto, tenebroso. No existe curación para la dicha. "Tu familia te amaba, Albert... ¿por qué?", me repite entrecortadamente el psiquiatra desde el otro lado de la mesa, una y otra vez, con un café frío a lado y un nervioso cigarro entre sus dedos. Lo que ha dicho no lo pongo en duda. Siempre he sido un niño muy querido, un joven muy estimado. Fui el primogénito, el hijo ejemplar, el más armonioso en el trato con mis hermanos y con mis allegados. Mis padres esperaron tres años planificando todo para mi nacimiento, de una manera obsesivamente esmerada, según me han contado: todo debía ser perfecto a mi llegada, las sábanas muy limpias y fragantes, los almohadones muy suaves y bastante amplios, los contornos de los dibujos de payasos y de magos del papel tapiz sobre la pared, impecablemente delineados. Tampoco sería capaz de decir que tuve todo lo que un niño podría desear, pues eso es imposible, nadie consigue ese tipo de felicidad, siempre falta algo, alguna estupidez pueril que sobrepasa las espectativas paternales: un juguete, un postre, un paseo por el parque de diversiones, o yo qué se. No obstante, resultaba algo muy parecido a la plenitud. Una cuasi felicidad, diría yo. Lo mismo durante mi pubertad, durante mi adolescencia, y durante mi reciente juventud: envidiable estabilidad emocional, óptimo soporte económico, relativo éxito en todas las empresas que alguien desearía emprender alguna vez durante las primeras etapas de su vida. Si ha existido en esta tierra algún paradigma de familia tierna y amorosa, esa debía de haber sido la mía, es mi caso sin duda alguna ¿Entonces, por qué ese tipo de obvias aseveraciones, doctor? Por supuesto que mi familia me amaba, y yo a ellos en reciprocidad. Francamente, no vienen al caso todas sus inquisiciones, no va a encontrar nada que le deje satisfecho. "¿Por qué?", me pregunta una y otra vez, como un autómata deplorable. Bueno, eso es fácil de contestar, lo acabo de hacer, pero no de transmitir, y menos a personas como usted, tan limitadas en su capacidades intelectivas y sensitivas.

Forzando las analogías con las quizás usted se sienta familiarizado por ser ya lugares comunes de la divulgación 'científica' de nuestros días, a menudo matar resulta como probar el LSD por primera vez, un viaje espectacular de nuevas y sorprendentes sensaciones, o como la explosión del orgasmo sexual con alguien con quien se mantiene una profunda conexión psicológica, algo muy duro de recuperar con terminologías clínicas y anquilosamientos lingüísticos. Yo diría más bien, si nos movemos hacia otro ámbito más interesante para mí, al de la religión, que se asemejaría metafóricamente a algo así como, siendo ferviente cristiano, beber la sangre de un costado del cuerpo del Señor de manera delicada y tenue, lamiendo su entresijo con pasión verdadera hasta el fondo de su viva carne, para después voltear, embriagado, hacia las estrellas postradas sobre la infinitud del firmamento: una verdadera comunión sacramental con el Creador del Universo, con lo más profundo que poseemos como especie. No espero que me entienda usted ni sus colegas, ni ahora ni después (a lo mejor nada más estoy jugando con sus mentes, barajando con imágenes excitantes por imposibles: también cabe esa posibilidad si lo piensas bien), y mucho menos que me permitan hacer lo que he venido haciendo durante todo este tiempo de manera periódica y regular, pues desde un principio supe que estaba prohibido, vedado, legalmente restringido por esos gordos sabios de pelucas blancas y pesados martillos, situados todos como chacales en celo resguardando las puertas de la mediocridad, esos reguladores del desagüe de los sentimientos residuales de toda la orbe.

A veces me parece que esta época todavía sigue estancada espiritualmente en el medioevo. Desde hace unos pocos decenios, aparentemente se han ido relajando algunos candados concernientes a las prohibiciones sexuales, uno tras otro, y las corazas que un día protegieren el pudor y la integridad del género humano durante siglos, caen ahora al suelo como costras de mugre, tan estorbosas y tan innecesarias como en definitiva ellas solas podrían serlo. Pero, posiblemente, eso sólo es la fachada de las cosas: las corazas morales más duras que nos envuelven no se removerán jamás por medio de la 'flexibilidad' de nuestros estatutos gubernamentales, ya se encuentran amalgamadas con nuestros huesos. Yo, junto con otros tantos insectos rastreros adelantados a su tiempo (porque sería pecado tratar de ocultar nuestro inherente auto-aprecio), anuncio la aurora del día en que cometer un asesinato y torturar a un ser vivo, poco a poco, hasta el arrivo de su muerte, sea igual de tolerado por la justicia como la homosexualidad, la prostitución y la pornografía: rezo fervientemente todos los días para que esto acontezca pronto. Falta muchísimo para llegar a esas cumbres, muchas costras de mugre caídas y desvanecidas en el suelo del pasado: conseguiríamos derruir por fin el más grande de los tabúes en los anales de lo humano, ese estorboso mandamiento primordial legado por nuestros ancestros semíticos, el errado principio del que parten todos los acuerdos políticos y todos los contratos sociales, todos los groseros egoísmos. Quizás sean sólo sueños vacíos los míos, sueños de niño, aspiraciones huecas, pero me placen de sobremanera. No es posible confiar en la evolución, ese anclado mito inglés, ni un poquito siquiera, casi todo lo echa a perder con los años. Desde hace milenios hasta la fecha, se han tenido que buscar pretextos disfrazados de otra cosa para ejecutar las masacres y los descesos aislados, aquellos irrecuperables, preciosos momentos llenos de inefable deleite: títulos vergonzosos como 'la guerra santa', 'la defensa de la patria o de la raza', 'la rebeldía de los derechos del hombre', 'la pena capital', 'la defensa propia', y un cúmulo considerable de patrañas inauténticas. No, les digo, no se escondan temblorosos tras las faldas de la sapiencia aparente, y entréguense decididamente al delicioso banquete que se ofrece en los tablones del deseo, sin razones accesorias. Casi nadie me escucha, o por lo menos simulan no escucharme. Se encuentran temerosos, sobre todo de sufrir castigos por parte de los otros, como todos los groseros egoístas. Temen a la ley, pero también temen a los alcances insaciables de sus apetitos más hondos.

El hombre le tiene miedo al propio hombre, a sí mismo: este no es ningún secreto ni mucho menos, sin embargo sorprende que no sea ya un concepto reconocido por todos a vivas voces, una especie de 'certeza clara y distinta' de la que hablaba ese francés, me parece raro que no se grite en los mercados y que no se enseñe en las escuelas. Así, el hombre despliega su horrísono alarido en el momento justo de quedar frente a frente con un espejo. Y yo les digo: no, no teman. Disfruten del tremebundo espectáculo de ustedes mismos, de la cara deforme de su propia autoconciencia ¿De qué hay que temer al final? No hay nada terrible al final, sólo la ausencia de uno mismo. Lo interesante está enmedio, en el transcurso del camino. No hay razón para gritar, aquí estoy yo, yo guardaré sus pasos si es que han decidido disfrutar con los otros. "¿Qué es lo que ves en la tarjeta?", insiste el Dr. Hampton, más nervioso que antes, lo cual ya es decir algo ¿Cómo no irritarse un poco cuando eres tratado como un simple simio? Bien, le contestaré. Veo una muralla multicolorida desbordante de anhelos aletargados, una serie de arrecifes compuestos de un júbilo estrepitoso e inconmensurable, una hilera de capataces que tiran pedazos de músculos y de médula ósea por el borde de un acantilado, alimentando gentilmente a las ballenas y a los delfines de fuego que cruzan por encima de las rocas. Veo a mi madre, el abrazo caluroso y entrañable de mi madre, el refugio más hermoso que alguien pueda encontrar en toda su vida. Veo la fuerza y la simpatía de mi padre, ese hombre admirable de buenos sentimientos, aquel que siempre me brindó su apoyo de manera incondicional y comprensiva, todo un modelo social a seguir, como el santo patrono de la moralidad china hubiera mandado. Veo la espiral de los tiempos desmoronándose de manera inigualable, el resquebrajamiento de las paredes de granito y de casiterita que enarbolan nuestra historia, lo que hemos sido, veo el horizonte luminoso de lo que estamos posibilitados de ser. Veo el púrpura brotar como una flor sobre la carne ajena, bostezando trémula a las orillas de nuestra mortalidad, extendiéndose por todo el piso como una nube que se expande más y más bajo la conducción del viento. Eso es lo que veo. Si usted no ve lo mismo, bueno, en verdad lo siento bastante. No puedo hablar más en serio.


Seductor de masas me han llamado, pues se dice frecuentemente que las masas son violentas, iracundas, ciegas, irracionales. En realidad represento todo lo contrario. Mi mensaje (si es que se puede llamar mensaje a la práctica de un cierto tipo de hedonismo) se encuentra dirigido a la gente selecta, especial, a los mejores de nuestra especie, a los aristós como se decía en griego, los preferidos de los dioses. Un alemán desequilibrado supo visualizar a grandes rasgos este fenómeno, bautizándole como 'el superhombre' hace ya unos siglos. Pero aún su 'superhombre' me parece débil y sumiso, demasiado cristiano en comparación con las exigencias de un verdadero hombre superior, un asesino nato, pues seguía atado al anhelo de superación de nosotros mismos en relación con un ideal borroso y vago, todavía embarrado de humanismo barato, y no supo degustar de lo que ya somos varios de nosotros, 'superhombres' ya de entrada, pasándole completamente desapercibido el mayor de los placeres que alguien pudiere experimentar durante su corto tiempo en la tierra, la cumbre de la emocionalidad y del discernimiento, aquello que divide a un hombre de un caballo, o de la corteza de los árboles: la capacidad de perpetuar la transgresión física y anímica de sus semejantes hasta su punto de quiebre último; la refinada posibilidad de saborear todas sus pequeñas emociones y pensamientos antes de su extinción absoluta; ese penetrar violento y amoroso en un otro que no soy yo de una manera distinta del coito, mucho más pura y encaminada, menos mecánica; una de las rupturas definitivas con el principio de individuación que nos ata a nuestra miseria mundanal, cotidiana, menesterosa, de seres grises y abnegados por la inercia: nuestra transfiguración decisiva de hombre en insecto, un 'super-insecto', porque los mejores hombres son también los peores, los más temidos, los más rastreros, los más despreciables. Las masas no son capaces de imaginarse siquiera esto, resulta inconcebible para ellos, y de allí el choque directo de la libertad de mis actos con las restricciones jurídicas reinantes, pues las leyes están hechas para las masas, no cabe duda: son estatutos para conducir camiones de redilas, grilletes para sostener bestias. Los más viven y no saben por qué ni para qué viven. Son, como dijera un argentino bajo otro contexto, unas meras 'máquinas de vivir'. No pueden ser estos mis seducidos, puesto que temen al dolor de la coacción y a la muerte como a nada en el mundo, sin detenerse a reflexionar ni un poco sobre los posibles orígenes de este miedo, y... quién sabe, quizás sería pertinente agradecerles también por su estupidez, porque quizás, y sólo quizás, sin ese sentimiento primitivo de terror al dolor y a la muerte arraigado en sus conciencias, no nos resultaría tan delicioso el acto del asesinato crepuscular que hoy anuncio, o que más bien me empeño en magnificar retóricamente. En el fondo ya no hay que anunciar nada nuevo: todo está allí.

Por encima de cualquier otro sentimiento, al menos para mí, se encuentra la sublimidad. Para poder matar como se debe, de manera sublime, el primer paso es perder por completo el miedo a la muerte. Eso es lo esencial, y debe estar por encima de todo lo que hagamos anteriormente. Sin embargo, a menudo se suele confundir esta pérdida del miedo a la muerte con la necesidad imperiosa de salir de la vida. Craso error. La mayoría de los suicidas apresuran su término no por su pérdida del miedo a la muerte, sino, por el contrario, por el demasiado apego a las cuestiones terrenales e insignificantes que les atan como perros encadenados a sus postes, provocándoles un sufrimiento mediocre, opaco, sin un verdadero ni digno resplandor final. Dicen algunos otros que es imposible perder por completo el miedo a la muerte, pues se encuentra tan arraigado en nuestro interior (amalgamado con nuestros huesos) que es menester mantenerse subyugado ante él toda nuestra vida. Esto es parcialmente cierto, ya que aunque por desgracia siempre queda algún remanente de primitivismo en nuestras almas, somos muy capaces de alcanzar una libertad muy superior de la que estamos acostumbrados, y esta libertad radica principalmente en saber aplazar lo inaplazable, y en saber apurar lo progresivo: en jugar con nuestra línea de tiempo, en torcer nuestras posibilidades. Se deben de conocer ambos extremos del terreno para jugar con ellos de manera aleatoria sobre del cuerpo y el alma de uno mismo y sobre todo en la del otro, ya que no hay luz sin sombra, y el reverso de una es la cara visible de la otra, como vieron de manera adecuada algunos chinos y su contemporáneo griego, hace ya muchos siglos atrás.

No, no es sólo 'matar por matar', como un pedante resentido; ni tampoco 'matar para algo', como un bandido cualquiera, por dinero, por sexo o por poder político. Es algo que oscila entre estas dos cosas, más intrincado, más delicioso aún. No, señores, nada parecido a lo que imaginan según la costumbre. No me subestimen de esa manera, se los pido por favor. No madre, no padre, no hermanos. No fueron presas de mis filosos e incandescentes besos por despecho, ni por odio ni rencor hacia sus personas o al mundo en el que nací. No se les ocurra pensar eso jamás, si es que todavía existen en alguna otra parte, aunque lo dudo mucho. Todo fue obra de un inconmesurable amor hacia ustedes y a la vida, alumbrado por una luz que muchos de los espectros mesurables de este mundo aún no alcanzan a captar. Aquí, detenido, enclaustrado, anclado, atrapado como el insecto que soy, me encuentro esperando el designio de los paseadores de ovejas. Miro a través de las rendijas de mi obnubilada memoria, y sólo puedo alcanzar a ver con gratitud mi pasado como un todo brillante desde lejos, como un majestuoso paisaje impresionista compuesto de pequeños puntos coloridos y de señalamientos afortunados. No hay una sola mancha de culpa en mis ropas, de arrepentimiento. Ni el frío ni la obscuridad de sus celdas podrán arrebatarme este ardor interno que hoy almaceno, esa intensa llama que durará encendida dentro del farol de mis costillas hasta el fin de los fines, ese cercano y lejano huésped que ya espera con tranquilidad y seguridad implacable el exilio. Mi final, el final, tiene que ser más placentero, mucho más delicioso que esto. Ya encontraré la manera de transformarlo...

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