Con singular delicadeza y esmero
paso las páginas, una por una,
¿y qué es lo que encuentro?:
salidas, entradas, pedazos de barro
y mares perdidos enmedio del bosque.
Allí está: la montaña blanca,
erguida y olvidada
por los halcones pasajeros,
aquellos que solían hacer sus nidos en lo alto,
y la gota de rocío
que reflejaba puntual, sus nieves, a diario.
No es lo mismo abrir los ojos que abrir la carne.
Allí está: la gabardina bien abrochada,
los lentes y el aserrín de lado, derramándose
encima de las herramientas viejas.
Trazos de un entrecejo encendido
por estallidos varios y renovadas confrontaciones.
También allí está la recámara,
y el velo de Maya que la recubre.
En el librero, apilados en pares y en tercias,
se encuentran, sin uso,
los manuales éticos y los códigos morales,
ambiguas manchas de ilusas tinturas.
Soberbio y tibio como siempre,
el saber absoluto me visita y me arropa en las noches más frías;
me cuenta historias fantásticas, cuentos de niños,
fábulas de peces-luz
y de armazones míticos para dormir tranquilo.
Me cuida como una verdadera madre,
me da alojo en su cálido seno,
mientras allá, afuera, en la intemperie,
las cosas se hinchan, estallan y nunca regresan.
Él permanece, sin embargo, amoroso, entonándome canciones de cuna,
una tras otra,
liberando esas aves perfectas de polen y arena.
Y uno sigue pasando las hojas,
paseando a las hojas,
se siguen posando las hojas
sobre la tensa superficie de la iletrada laguna.
Uno sigue siendo rescatista de horas ajenas
y pulidor incansable de piedras de río.
¿En dónde es que está la medula, dime?
Porque yo no la siento, ni la veo, ni la oigo.
Quizás detrás de todas las cosas,
o por debajo de ellas,
como aseguraban a rajatabla,
pedantes,
las milenarias barbas rizadas.
En realidad lo que soy primordialmente lo he encontrado
pasando los ojos
por encima de los vastos atlas y de las hondas enciclopedias.
Ciertamente, allí está todo: lo viejo, lo nuevo, lo que viene en camino.
Está también tu brazo, tu mano, tu dedo, tu uña, tu huella dactilar.
Están los Himalayas, Antoine Lavoisier y el Apocalipsis.
Está lo de arriba, como lo de abajo, y hasta lo de enmedio.
Tierra a la vista: savia de viajes, néctar de estudios.
Ahora es que lo miro todo, pero nunca lo he visto.
paso las páginas, una por una,
¿y qué es lo que encuentro?:
salidas, entradas, pedazos de barro
y mares perdidos enmedio del bosque.
Allí está: la montaña blanca,
erguida y olvidada
por los halcones pasajeros,
aquellos que solían hacer sus nidos en lo alto,
y la gota de rocío
que reflejaba puntual, sus nieves, a diario.
No es lo mismo abrir los ojos que abrir la carne.
Allí está: la gabardina bien abrochada,
los lentes y el aserrín de lado, derramándose
encima de las herramientas viejas.
Trazos de un entrecejo encendido
por estallidos varios y renovadas confrontaciones.
También allí está la recámara,
y el velo de Maya que la recubre.
En el librero, apilados en pares y en tercias,
se encuentran, sin uso,
los manuales éticos y los códigos morales,
ambiguas manchas de ilusas tinturas.
Soberbio y tibio como siempre,
el saber absoluto me visita y me arropa en las noches más frías;
me cuenta historias fantásticas, cuentos de niños,
fábulas de peces-luz
y de armazones míticos para dormir tranquilo.
Me cuida como una verdadera madre,
me da alojo en su cálido seno,
mientras allá, afuera, en la intemperie,
las cosas se hinchan, estallan y nunca regresan.
Él permanece, sin embargo, amoroso, entonándome canciones de cuna,
una tras otra,
liberando esas aves perfectas de polen y arena.
Y uno sigue pasando las hojas,
paseando a las hojas,
se siguen posando las hojas
sobre la tensa superficie de la iletrada laguna.
Uno sigue siendo rescatista de horas ajenas
y pulidor incansable de piedras de río.
¿En dónde es que está la medula, dime?
Porque yo no la siento, ni la veo, ni la oigo.
Quizás detrás de todas las cosas,
o por debajo de ellas,
como aseguraban a rajatabla,
pedantes,
las milenarias barbas rizadas.
En realidad lo que soy primordialmente lo he encontrado
pasando los ojos
por encima de los vastos atlas y de las hondas enciclopedias.
Ciertamente, allí está todo: lo viejo, lo nuevo, lo que viene en camino.
Está también tu brazo, tu mano, tu dedo, tu uña, tu huella dactilar.
Están los Himalayas, Antoine Lavoisier y el Apocalipsis.
Está lo de arriba, como lo de abajo, y hasta lo de enmedio.
Tierra a la vista: savia de viajes, néctar de estudios.
Ahora es que lo miro todo, pero nunca lo he visto.
No es lo mismo abrir los ojos que abrir la carne.
No hay comentarios:
Publicar un comentario