martes, 17 de marzo de 2009

El jinete intermitente (Analepsia DCLXXXVII)


Un asomo imprevisto por la ventana. Múltiples despliegues de luces, de formas y de caminos insospechados irrumpen como un golpe enmudecido al intelecto. Depuración de las pasiones vanas. Ingenuo sumergimiento en los más inhóspitos mares y en las borrascas más turbulentas. De pronto, un grito cegador, una hogaza de pan, un desierto en llamas: es Lucifer que nos llama tras el muro, susurrante. Emerge entonces aquella noche en la que los frenéticos venados, entes de la bruma, bailan y celebran nuestra muerte escogida; se efectúa así todo el fastuoso acto mientras beben, impetuosos y animales como son en realidad, la sangre inmaculada y brillante del sacrificio solar diario, sagrado suceso acontecido sin falla y sin retraso con cada crepúsculo, con cada incendio apagado en las lindes horizontales del mundo. Vaguedad de marzo, superfluo idilio.

Miles de frazadas nos arropan los sentidos, nos impiden vislumbrar. Las rasposas e hinchadas manos de los trabajadores diurnos despiertan con cada golpe de mazo al centenario basilisco que duerme tranquilo, desde hace siglos, bajo la tierra. Como vendavales ciegos, se arremolinan y ascienden en círculos concéntricos las hormigas blancas, aquellos diminutos seres que fundaron las palabras. Dudo francamente que se dé un girasol tan grande en medio de la nada. Unos ojos desconocidos de grafito y de lápida pesan más cada vez sobre la ternura de mi pecho. Extrañeza.

¿Qué diferencia hay entre Urano y Neptuno, y el desayuno de ayer? No es chanza ni sarcasmo lo que digo: nunca he hablado más en serio que ahora… excepto aquel día, excepto aquellos días. Un par eclesiástico de latigazos rigurosos y devocionales se me impactan en la espalda, lastimando bellamente al carnero. Impedimentos bruscos, murallas imaginarias de aperturas y clausuras desembocan furiosas sobre escapularios de ámbar, recubiertos a su vez de profunda fe y desvelo.

Ecos de cabellos lejanos y de pabilos cebados. Zumbidos insoportables de colores nunca antes percibidos, producto de imaginaciones floridas y de fantásticas disertaciones. Un beso en el cuello que se evapora con el tiempo, evanescente en la ausente presencia de la completa falta de algo. Un punto, un tren, un ejército de metáforas y de violines discordantes que provocan cosquillas bajo el vientre y astillas en las venas, pudorosas guardianas de la sombra del hastío.

Flor de mayo, de luna, del prestigiado periódico en el cual vuelan los idiotas con singular gracia bajo máscaras de oro. Estiro la mano y alcanzo la fruta: una mordida de sórdida libertad, de azarosa soledad parduzca, de maravillosos brillos en el lago de tus labios. El cisne que canta y que vuelve a nacer en el cuerpo de un canto, encerrado a su vez en un cisne cantor. Fuertes muslos del caballo de mármol: un par de culebras que recorren, heladas, el derredor de su efigie.

Fantasmagorías. Sudor frío del anochecer presuroso. Un rayo de lucidez abrupto. La cicuta en el cáliz que cura o que mata según sea la dosis, según sean las olas, según sea la aurora. Abrazo entrañable que funde sentidos, que habla de todo en el trazo borroso, instalando certezas por medio de sombras. Un hueso cae del peñasco: emerge un estilo perpetuo. Fraguas de dulces tormentos y de ardientes lluvias, resbaladizas y voraces gotas de miel. Letrada ignorancia postrada de hinojos. Letanía vibrante de las cien mil batallas internas. Por esta ocasión el humilde poeta, ajado de pies y de manos suaves, emisario único de la cabalgata impetuosa que desgarra los bosques.

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