¿Y qué tal que el legendario y divino propósito de la vida buena, bella y verdadera no fuera sino esa nebulosa y luminiscente resaca que queda después de la euforia ciega más desbordante, como una estela espesa de polvo de cristal que refleja de manera sublime, pero asimétrica y deformada, los albos y finos rayos del sol? Los barcos que conducen al sentido inherente de las cosas muy a menudo naufragan en los mares del padecimiento, de la afección cruda, desnuda y desvirgada.
Es fácil construir puentes. Lo que es casi imposible es cruzar hasta la otra orilla sin perderse a uno mismo en la empresa, sin mirar hacia abajo. La locura casi siempre es locura de algo, incluso del más ínfimo peso del rocío sobre los pétalos. Éxtasis y desasosiego: ambas caras de la misma moneda.
Uno a veces toca la campana anunciando el almuerzo, la buena nueva o el camión de los desperdicios. Pero… ¿y sin nadie tiene hambre, ni fe, ni desechos que desechar? ¿Y qué si prefieren pacer como impávidas vacas en el solaz de sus sueños? ¿Y qué si soy yo una de aquellas figuras, desapegadas mónadas animales? ¿Cómo habré de zafarme con éxito de mis cómodos lazos, romper y salir de mis confortables corrales? O más bien, ¿por qué y para qué haría eso? ¿Para quién y por quién sería libre?
– Yo sólo sé que lo sé todo –: de Fausto a Sócrates hay sólo un paso, o bien, sólo una mirada distinta. Uno puede almacenar los anales del mundo en el baúl del aleph, y aún así seguir siendo lastimado periódicamente por la impertinencia de la luz matutina que se cuela traviesa a través de las traslúcidas cortinas, al igual que el inocente niño, al igual que el decrépito anciano.
¿Y qué tal que no sé lo que quiero? ¿Y qué tal que al querer quererlo todo al final termino no queriendo ya nada? Matar al querer queriendo, poco a poco, paso a paso, de manera meticulosa y gradual, con maestría hedonista de paciente estoicismo: he allí la situación que más quiero.
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